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Solidaridad, no desahogo

Pablo Walker S.J.
Por : Pablo Walker S.J. Capellán del Hogar de Cristo
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La prueba de la blancura estará en los meses que vengan, en los que se queden en los cerros y quebradas, en los que pongan en tensión al Puerto para que deje de mirar a sí mismo como un circuito gourmet y comience a mirar a su pueblo excluido. Cuando la catástrofe (ya no la de la naturaleza sino la humana, la invisible, la del empobrecimiento crónico y de la segregación miedosa) nos desafíe a no poner el acento en sentirnos buenos sino en lo que les pasa a los demás con nuestros actos. Solidaridad implicará esa conexión estable, que me hará estar en el momento, en el lugar y en el modo en que más despliegue la dignidad de mi hermano, aunque nadie me vea, ni me aplauda, ni me anime.


En el albergue del colegio Grecia, acompañado de su esposa y sus tres hijos, Jorge me contó que a pocos minutos de ver incendiada su casa en el Cerro La Cruz había contemplado el fuego lejano, al otro lado del cerro, por prismáticos. Súbitamente el viento cambio de curso y acabó con todo. El resto de la historia, de poblaciones enteras arrasadas, la conocemos.

En el cerro Mariposa, la primera noche a las tres de la mañana, Matías con su papá y sus amigos, me contaban que venían desde Viña a ayudar a las familias a contener el incendio o a salvar lo que pudieran. Así de simple. El resto de la historia, de decenas de miles de voluntarios subiendo por los cerros, esa también la conocemos.

Ojalá no suene a ejercicio de escritorio las consideraciones que hagamos ahora del por qué pasó lo que pasó y de cómo vamos a reconstruir distinto. Volviendo al terreno vemos cómo los voluntarios ya no son miles sino pocos, que el frío aumenta, que la desinformación es grande y que, cuando la lluvia llegue, esta será una historia más cruel.

Me detengo en una sola consideración mientras los equipos del Hogar recorren los cerros viendo cómo están los más desprotegidos y se instala el container para comenzar a acompañar la larga lucha por recuperar lo suyo. Me detengo en lo que entendemos por solidaridad.

[cita]La prueba de la blancura estará en los meses que vengan, en los que se queden en los cerros y quebradas, en los que pongan en tensión al Puerto para que deje de mirar a sí mismo como un circuito gourmet y comience a mirar a su pueblo excluido. Cuando la catástrofe (ya no la de la naturaleza sino la humana, la invisible, la del empobrecimiento crónico y de la segregación miedosa) nos desafíe a no poner el acento en sentirnos buenos sino en lo que les pasa a los demás con nuestros actos. Solidaridad implicará esa conexión estable, que me hará estar en el momento, en el lugar y en el modo en que más despliegue la dignidad de mi hermano, aunque nadie me vea, ni me aplauda, ni me anime.[/cita]

En el país, impresentablemente fragmentado que construimos y que queremos comenzar a reparar, la imagen de los cerros separados por quebradas que parecían muros protectores podría ayudarnos a recuperar la lucidez respecto de las decisiones pendientes. Es grande la ingenuidad del apartheid, la segregación no sólo es un mezquino desentendimiento, es más aún fuente de violencia en los hechos y en los discursos que legitiman la violencia. Esa historia la conocemos.

También la solidaridad tendremos que repensarla. «Los chiquillos se han pasado, nada que decir, cero carrete y pura ayuda», me decía Soledad en el Cerro Ramaditas, una semana después del incendio. Junto a esa respuesta rápida, enormemente valorada por quienes estaban literalmente donde las papas queman e imposible de encauzar por las autoridades locales, es preocupante a la vez que la misma solidaridad se nos transforme sólo en un desahogo. El «tengo que hacer algo», «cómo no vamos a estar ahí» no es solidaridad que repare, si no se acredita en un compromiso de largo aliento, cuando la tele se va, cuando deja de ser moda, cuando llega el invierno. Porque si la solidaridad se transforma sólo en un desahogo, cuando su centro está en que el voluntario se sienta bien ayudando, una vez más usamos a los más pobres para nuestro bienestar personal. Y no hacemos sino reinventar la injusticia, más sofisticada y encubierta, pero la misma cuestión no más.

La prueba de la blancura estará en los meses que vengan, en los que se queden en los cerros y quebradas, en los que pongan en tensión al Puerto para que deje de mirar a sí mismo como un circuito gourmet y comience a mirar a su pueblo excluido. Cuando la catástrofe (ya no la de la naturaleza sino la humana, la invisible, la del empobrecimiento crónico y de la segregación miedosa) nos desafíe a no poner el acento en sentirnos buenos sino en lo que les pasa a los demás con nuestros actos. Solidaridad implicará esa conexión estable, que me hará estar en el momento, en el lugar y en el modo en que más despliegue la dignidad de mi hermano, aunque nadie me vea, ni me aplauda, ni me anime.

Así ya no sucederá que dejemos en los cerros ennegrecidos, junto con los escombros, basurales de ayuda que no se necesitaba ahí y que porfiamos en llevar personalmente, para sabernos parte de ese nuevo micromovimiento ciudadano, a cualquier precio. Así sucederá que alteraremos nuestra agenda del resto del año, cuando los cerros de Valparaíso no sean tema, cultivaremos vínculos estrechos con quienes siguen ahí, escucharemos a los que tienen la autoridad de saber lo que es seguir a la intemperie y apoyaremos los proyectos que los ayudarán a recuperar lo que les pertenece. Esa historia aún no la conocemos tanto y es digna de ser escrita.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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