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Financiamiento compartido y calidad: mitos y verdades

El problema de segregación socioeconómica, que en parte ha generado el financiamiento compartido, tiene que ver –además de factores extrínsecos, como la segregación residencial– con su implementación en la práctica más que con el mecanismo como tal. Avanzar hacia pagos diferenciados dentro de las escuelas, que sean contingentes a la realidad económica familiar, también podría ser una alternativa. Existen herramientas que nos permiten entregar una subvención base y, adicionalmente, una subvención diferenciada que focalice los recursos en quienes más lo necesiten.


Muchos actores –de diferentes sensibilidades– han criticado que los proyectos de ley enviados al Congreso por el gobierno de Michelle Bachelet son meramente administrativos y no aportan a mejorar la calidad de la educación. En IdeaPaís concordamos con este análisis, pero no del todo, porque el financiamiento de la educación sí tiene que ver con la calidad. Dicho esto, ¿las autoridades a cargo de la reforma educacional se habrán preguntado cuánto es el dinero que mensualmente se necesita para educar con calidad a un niño? Esta debería ser una pregunta central cuando hablamos de subvenciones, pero lamentablemente no hemos escuchado sobre esto en los anuncios realizados.

Esta reflexión es crucial, ya que la educación no se comporta de la misma manera que otros fenómenos sociales. En ella necesitamos de un gasto mínimo por alumno para proveer las condiciones necesarias que le permitan aprender adecuadamente. Si no destinamos el dinero suficiente, el niño simplemente no aprende. Gonzalo Vial ya lo decía en su momento, dando el siguiente ejemplo: “Si enseñarle a Juanito a leer, escribir y las cuatro operaciones, cuesta 100 pesos, y usted pone 50, u 80, Juanito no aprende… ni lee, ni escribe, ni suma, ni resta, ni multiplica ni divide. Y usted perdió los 50 o los 80 pesos”.

[cita] El problema de segregación socioeconómica, que en parte ha generado el financiamiento compartido, tiene que ver –además de factores extrínsecos, como la segregación residencial– con su implementación en la práctica más que con el mecanismo como tal. Avanzar hacia pagos diferenciados dentro de las escuelas, que sean contingentes a la realidad económica familiar, también podría ser una alternativa. Existen herramientas que nos permiten entregar una subvención base y, adicionalmente, una subvención diferenciada que focalice los recursos en quienes más lo necesiten. [/cita]

El dato de este monto mínimo por alumno no es exacto, pero según lo que afirman Contreras y Gallego (2013), la subvención general debería aumentar $70.000 en promedio, lo que quiere decir que se necesitarían aproximadamente $140.000 por alumno al mes para la educación media científico humanista en jornada completa. En todo caso, este valor es mayor para niños vulnerables, la educación media técnico profesional y la educación para niños con necesidades especiales, pero sirve como referencia para ejemplificar.

En efecto, para eliminar el financiamiento compartido se ha propuesto hacer un cambio de dineros familiares por dineros estatales, prometiendo, además, triplicar esta suma y aportar al sistema aproximadamente 1.800 millones de dólares por año, de aquí a 10 años. Esto implica que la subvención general irá aumentando durante este periodo, pero no alcanzará a cubrir el tope máximo de copago, que hoy bordea los $84.000. Actualmente ni estas escuelas, que son las particulares subvencionadas más caras, alcanzan los $140.000 considerando la subvención estatal.

En este contexto, es claro que eliminar el financiamiento compartido no necesariamente es la mejor propuesta, ya que esta herramienta nos provee un financiamiento adicional, que podría permitir alcanzar este gasto mínimo por alumno imprescindible para alcanzar una educación de calidad. Si lo que buscamos es que todos los padres tengan la posibilidad de elegir la educación que quieren para sus hijos, y no sólo la que pueden pagar, entonces enfoquemos la discusión en resolver este problema. Hay padres que pueden aportar y lo hacen con gusto, y otros que no pueden hacerlo. Deberíamos entonces concentrarnos en ayudar a estos últimos en vez de eliminar otra fuente de financiamiento que, al menos en este momento, es importante.

El problema de segregación socioeconómica, que en parte ha generado el financiamiento compartido, tiene que ver –además de factores extrínsecos, como la segregación residencial– con su implementación en la práctica más que con el mecanismo como tal. Avanzar hacia pagos diferenciados dentro de las escuelas, que sean contingentes a la realidad económica familiar, también podría ser una alternativa. Existen herramientas que nos permiten entregar una subvención base y, adicionalmente, una subvención diferenciada que focalice los recursos en quienes más lo necesiten.

Los padres no buscan gratuidad, sino que educación que consideran de calidad (Rojas y Falabella, 2012), lo que se ha evidenciado en su continuo traspaso a la educación particular subvencionada, que hoy alcanza el 54% de la matrícula total. Chile necesita una reforma educacional y la necesita ya, pero por sobre todo requiere de autoridades comprometidas no sólo con un sistema educativo que evite la segregación, sino que con un sistema educativo que promueva la calidad, que sea capaz de considerar la realidad social de nuestro país y el necesario aporte –no sólo económico– de los padres en la educación de sus hijos. Sin un trabajo mancomunado, este desafío país será sencillamente imposible de enfrentar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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