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Propiedad y gratuidad (o la moraleja del yogurt americano)

Ello se traduce en primer lugar en la necesidad de establecer un marco como el que está impulsando esta Reforma, que marque una diferencia clara entre las condiciones de administración que debe tener la Educación, y las que tendría cualquier “bien de consumo”, eliminando las lógicas de la competencia y otras que asemejen su dinámica con las dinámicas que son propias de un “mercado”. Aún a costa del desincentivo que pudiera generar en los privados.


Los anuncios que hizo el gobierno el pasado 21 de mayo y la presentación, días antes, de los primeros proyectos de Ley de la Reforma Educacional, abrieron múltiples flancos de debate. Y en buena hora, porque con ello comenzó además un intercambio mucho más concreto sobre las fórmulas y el alcance que tendrá la respuesta del gobierno a la gran mayoría que pide cambios profundos al sistema.

Una de las discusiones que me parece interesante en este sentido es sobre la posición que tendrán en este “dibujo” los colegios que pertenecen al Estado, que hoy reúnen a cerca de un 30% de los alumnos de Enseñanza Básica y Media. Una cifra que preocupa con razón, por la baja sostenida que ha mostrado en los últimos años, pero muy especialmente por el espectro de “vaciado” que tienen hoy las familias que emigran desde la educación municipal: el cuestionado sistema de establecimientos particulares-subvencionados, que en las actuales condiciones tampoco ha mostrado capacidad –como sistema– de lograr mejores rendimientos o resultados de los niños y niñas. No más allá de ciertos matices dentro de su extendida mediocridad, que se explican en una notoria segregación por ingresos, traducidos en este caso en la capacidad de copago de los padres. Así que, a final de cuentas, además de no estar dando el ancho en la calidad de la educación que provee, el modelo ayuda a reproducir y profundizar la dolorosa segregación económica y social del país. Nefasto.

No es nada nuevo lo que estoy exponiendo. Hay abundante reflexión y hasta diría que cierto nivel de acuerdo sobre este tema. No tanto así en que la solución pase por propiciarle mayor espacio a la educación del Estado, en desmedro de los colegios particulares-subvencionados.

Hay bastante de esta idea en quienes han estado pidiendo un “fortalecimiento de la educación pública”, en una clara referencia a la educación del Estado. En un comentado desliz durante un panel en CNN sobre la Reforma, la ex Ministra Provoste sugirió incluso (en lo que pareció bastante una expresión de deseo) que con las nuevas regulaciones se impediría la apertura de nuevos proyectos particulares-subvencionados, o que estos pudieran hacer crecer su actual matrícula. Por suerte, desde el gobierno se apuraron en aclarar que no hay “ni un solo párrafo” que pretenda algo así en las propuestas entregadas, o en las que el Ministerio está proyectando.

[cita]Ello se traduce, en primer lugar, en la necesidad de establecer un marco como el que está impulsando esta Reforma, que marque una diferencia clara entre las condiciones de administración que debe tener la Educación, y las que tendría cualquier “bien de consumo”, eliminando las lógicas de la competencia y otras que asemejen su dinámica con aquellas que son propias de un “mercado”. Aun a costa del desincentivo que pudiera generar en los privados. [/cita]

No me cuento, para nada, entre quienes cacarean que los gestores privados son –por definición– más eficientes que el aparato estatal. Ni en este ámbito ni en otros. Pero me rebelo también contra la idea contraria: la que supone que el carácter fiscal de cualquier proyecto, incluso en áreas tan tremendamente sensibles como ésta, implica necesariamente algún grado de virtud, o la ausencia de vicios.

En el caso de la Educación, no es la propiedad de los establecimientos la que fue trasquilando todos los mínimos razonables que debería asegurar el sistema. Fueron el lucro, el copago y la selección, y todas las externalidades negativas asociadas a cada uno de estos aspectos, que ya han sido extensamente abordadas.

Por eso, en un esquema diseñado para incentivar que los proyectos educacionales entren en un régimen de gratuidad, sin aspiraciones de lucro ni vocación de «negocio» en ningún sentido, y en el que no existirá, en general, más espacio para la selección académica ni para cualquier otro tipo de discriminación cultural o económica, resulta un poco irrelevante y hasta majadero insistir en la distinción sobre el carácter estatal o particular de los sostenedores de los colegios.

Como en aquel comercial que se hizo famoso en los años 90, que promocionaba un yogurt de tipo «americano»: «en el fondo» –y en este caso importa poco cuán en el fondo– subyace en la primera parte de esta reforma esa lógica que le devuelve la relevancia a «lo público”. A ese «carácter público» o “sentido público” que tanta falta le hacía a nuestro paradigma sobre educación, que estuvo al centro de las ideas que empujó el movimiento estudiantil, y que hoy se hace presente en este reclamo –muy bienintencionado, pero un poco falaz– de quienes quisieran ver una expansión agresiva del aparato estatal en el terreno educativo. Como si el Estado no fuera un medio, sino un fin.

Por supuesto no es posible oponerse a que el Estado se preocupe mucho más de lo que ha hecho hasta ahora de los establecimientos que son de su propiedad. Pero ello no debiera ser en desmedro de otros proyectos, sino por las innegables urgencias que presentan hoy la mayoría de esas escuelas y liceos. Si la idea es, finalmente, dotarlos de las condiciones mínimas para poder entrar “en régimen” y equipararse  en el contexto general, esa es una idea y un espíritu plausibles. Si lo que se busca con el “fortalecimiento de la educación estatal” es –como parece que lo fuera para algunos– establecer una serie de condiciones preferenciales para los establecimientos fiscales, permanentes, me parece que eso sólo va en la línea de hacer retroceder la oferta particular frente a la estatal, como si en ello se jugara realmente un beneficio o ventaja concreta.

Si este fuera el espíritu, las modificaciones impulsadas hasta ahora no tienen mayor sentido. Sería más sincero y eficiente que el país asumiera lo antes posible el control de todos los establecimientos particulares a los que hoy está aportando con recursos. Y es que el punto es: ¿qué lógica tiene obstinarse en transferir al Estado una mayor carga “basal” respecto de la provisión de Educación, en un esquema con abundante disposición de los particulares para emprender en este tipo de proyectos, aun frente a la exigencia de enfrentarlos con una inequívoca “vocación pública”?

En nuestro país, el fanatismo malsano de los paladines del libre mercado llevó las cosas a un punto de saturación tal, que ciertos conceptos como el “rol subsidiario del Estado” parecen hoy inevitablemente contrapuestos a la idea de un “Estado garante de derechos”. Yo creo que no lo están. Pero la superposición del segundo sobre el primero va mucho más allá de algo deseable; es necesaria y éticamente irrenunciable, especialmente en un país que gusta de presumir cierto desarrollo.

La idea de que el Estado concentre sus esfuerzos en asegurar lo que no puede (o no quiere), ofrecer la dinámica natural de los emprendimientos privados en diversas áreas, no parece descabellada. Pero este carácter o rol subsidiario no puede estar en la primera línea de las respuestas que ofrece el sistema, o conformarse con ser una mera respuesta. No puede desempeñarse desde una posición reactiva. Especialmente en áreas como la Educación, debe ser un complemento de la obligación que tiene el Estado de garantizar ciertos derechos.

Asumiendo plenamente esta CONDICIÓN de garante, el Estado puede adoptar una POSICIÓN subsidiaria. Esto es, que ofreciendo el mayor espacio posible a los proyectos privados, en pos de una mayor diversidad, de la descentralización y otros elementos deseables para cualquier sistema; y también como una forma de alivianar su propia carga, pueda asegurar a la ciudadanía que se obtendrá de ellos la calidad que se espera, sin discriminación, sin necesidad de realizar un esfuerzo económico personal, y sin tener que asumir que una parte de esos recursos –que finalmente nos pertenecen a todos– tendrá un destino diferente que los propios colegios.

Ello se traduce en primer lugar en la necesidad de establecer un marco como el que está impulsando esta Reforma, que marque una diferencia clara entre las condiciones de administración que debe tener la Educación, y las que tendría cualquier “bien de consumo”, eliminando las lógicas de la competencia y otras que asemejen su dinámica con aquellas que son propias de un “mercado”. Aun a costa del desincentivo que pudiera generar en los privados.

Pero se traduce también, como es lógico, en disponer todos los recursos que hagan falta para que esa educación logre los mejores estándares. En este punto, y habiendo sido entregado el marco de garantías mínimas, es donde creo que importa poco el carácter fiscal o particular de los depositarios de estos recursos.

Toda vez que los particulares aceptan someterse a las condiciones establecidas para concretar su participación en el sistema, y en especial estas condiciones, me parece que puede darse por manifiesta una genuina orientación pública.

Sin duda algunos no las aceptarán. Preferirán mantener su actual estructura y vocación de “empresas educacionales”, ingresando al régimen de la educación particular-pagada. O pedirán quizá que el Estado asuma sus proyectos, previo pago de lo que hubieran invertido. Yo apuesto a que será una minoría.

Mucho más preocupante, por esto mismo, es que algunos de los cambios que presentó el gobierno pasen por el lado de la educación particular-pagada, como si las distorsiones que introducen el lucro y otros aspectos fueran privativas de una parte del sistema. Mucho más atención requerirán también, de parte de todos, las fórmulas con que se realizarían estas eventuales “transferencias” de los colegios, de las que se ha escuchado incluso la posibilidad de calcular un monto por alumno. Ello sería impresentable: dichas inversiones –supongo– serán lo que son, o lo que fueron, en relación a gastos efectuados, demostrables, de activos que han perdurado, y no una fórmula rebuscada que aumente las probabilidades de hacer felices o “dejar tranquilos” a quienes recibirán esta compensación.

Sobre estos y otros aspectos debiéramos enfocarnos. Por cierto también en que puedan solucionarse los gravísimos problemas que encontramos hoy en escuelas y liceos, pero no desde una mirada en la que el Estado es una suerte de fetiche.

Estatal, particular, fiscal, municipal, subvencionada, pública. Son conceptos que ya no parece necesario seguir “encajando” en el nuevo escenario, que por lo demás ya no será el de un Estado que se conforma con “rellenar” lo que no quiso cubrir el mercado. Al contrario: será un Estado que se hace cargo de la cobertura total, asegurando los recursos y disponiendo su institucionalidad completamente al servicio de estos proyectos educativos, en los que se hará realidad por fin el derecho a una Educación de calidad, gratuita e inclusiva.

En el fondo de esta primera parte de la Reforma, asoma claramente la intención de recobrar el carácter y sentido público que debe tener la Educación… Y como en el yogurt americano, lo que vale la pena hay que buscarlo en el fondo. El resto es siempre un poco más insípido y espeso.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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