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Los derechos reproductivos de la mujer y el debate sobre el aborto en Chile

Mauricio Reyes
Por : Mauricio Reyes Abogado, Universidad de Chile. Actualmente, doctorando en derecho en la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität Bonn, Alemania.
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Si bien en mi opinión debiera terminarse adoptando una regulación que definitivamente reconozca a la mujer una clara prerrogativa de decisión moral autónoma sobre su embarazo, me parece que la iniciativa del gobierno actual es encomiable y va, desde luego, en la dirección indicada. Sobre su viabilidad política en un país cuya elite dirigente ha demostrado ser profundamente conservadora y machista, me reservo mi opinión.


Una de las características menos felices del actual debate en Chile en torno al aborto, es la escasa atención que se les ha prestado a los derechos reproductivos de la mujer como factor a considerar en la discusión. De algún modo, incluso las voces más progresistas del gobierno de centro-izquierda asumen de antemano el campo de juego fijado por el magisterio eclesiástico católico y la derecha más conservadora (o sea, la gran mayoría de la derecha). Este marco establece que la clave del problema del aborto radica en dilucidar «cuándo comienza la vida» y si el feto puede ser considerado un ser humano vivo. Ante la respuesta evidentemente positiva (nadie puede negar seriamente que el feto sea un ser humano vivo), derivan de inmediato un deber de protección absoluto por parte del Estado frente a esta vida en gestación. Si bien esta estrategia ha resultado productiva para los conservadores, encierra un error patente: derivar de la naturaleza consecuencias normativas absolutas. Corresponde, desde luego, que nos hagamos cargo de esta premisa.

 En un Estado liberal y democrático de Derecho, no es la naturaleza la que dicta el contenido de los derechos, sino la deliberación racional entre ciudadanos que se consideran recíprocamente libres e iguales, enmarcada en un contexto institucional considerado legítimo por estos últimos. La atribución normativo-cultural del estatus de persona es, asimismo, el resultado del reconocimiento recíproco de igual dignidad y libertad entre los seres humanos nacidos vivos y no se extiende a la vida intrauterina, puesto que sólo aquellos son susceptibles de identificarse intersubjetivamente como miembros de la sociedad: el estatus de persona no se deriva, en definitiva, de la pura realidad biológica, sino de la interacción comunicativa entre seres humanos ya nacidos. Ello, sin perjuicio de que puedan existir argumentos para reconocer un interés de protección de la vida del que está por nacer, el que debe ser adecuadamente ponderado, en conjunto con los demás intereses en juego. Específicamente, con autonomía de la mujer. No obstante, este interés apenas ha sido considerado en la discusión. 

[cita]Si bien en mi opinión debiera terminarse adoptando una regulación que definitivamente reconozca a la mujer una clara prerrogativa de decisión moral autónoma sobre su embarazo, me parece que la iniciativa del gobierno actual es encomiable y va, desde luego, en la dirección indicada. Sobre su viabilidad política en un país cuya elite dirigente ha demostrado ser profundamente conservadora y machista, me reservo mi opinión.[/cita]

A esta verdadera cruzada «por la vida», emprendida por el magisterio eclesiástico católico y la derecha ultraconservadora, subyace la cosmovisión profundamente patriarcal y machista que caracteriza a ambos grupos (aunque, no lo niego, con las mejores intenciones). Por citar al brillante humorista George Carlin: «Los conservadores no son pro vida, son antimujer».  En otras palabras, se olvidan radicalmente de la mujer y de sus intereses. No se percatan de lo tremendamente violento que resulta que el Estado le imponga a la mujer el deber de tolerar un embarazo que no desea, esgrimiendo el interés superior del feto, a quien derechamente asimilan moralmente a un ser humano nacido vivo. Incluso transgreden el más elemental sentido común y se refieren al «niño que está por nacer».

Asimismo, al igualar moralmente el feto al ser humano nacido vivo, estas minorías –extremistas pero influyentes– se alejan de las valoraciones y representaciones más extendidas en la sociedad chilena. Cuando, en el marco de un embarazo deseado, una mujer experimenta un aborto espontáneo, ella y su pareja se entristecen y exclaman «somos jóvenes todavía, lo seguiremos intentando». Estarán tristes unos días, tal vez incluso un mes, pero a la larga, lo volverán a intentar. Si esa misma pareja pierde a su hijo de cinco años, puede que queden traumatizados de por vida, porque han perdido a su hijo: es evidente que la sociedad no valora de igual forma al feto y al ser humano nacido vivo. Sólo muy pocas personas estarían dispuestas a considerar que una mujer que aborta es una asesina, y todavía menos estarían prestas a castigarla con las penas del parricidio. Desde luego, incluso la ley valora al feto de modo diferente. El Código Penal chileno, producto de la cultura liberal burguesa del siglo XIX, castiga al aborto con una pena mucho más leve que la asignada al homicidio. Empero, todavía no me he enterado de que la derecha presente un proyecto de ley igualando las penas de ambos delitos, consecuencia lógica inevitable de reconocerle al embrión el mismo estatus moral que al ser humano nacido vivo.

Pero, bueno, dejémonos de cosas: ni los fetos son niños, ni las mujeres incubadoras al servicio del Estado. Incluso si reconocemos un interés de protección en favor de la vida en gestación (cosa que se puede argumentar), es indispensable tomar en consideración el interés de la mujer. El sistema de indicaciones justificantes anunciado por la Presidenta Bachelet en su cuenta pública del 21 de mayo es un paso adecuado en la dirección correcta y representa el mínimo indispensable que dicta un orden jurídico que tenga pretensiones de respetar la dignidad y el bienestar de la mujer. Si bien semejantes indicaciones en casi cualquier parte del mundo occidental serían consideradas cosa del más elemental sentido común, la influencia sobredimensionada que ejerce el magisterio eclesiástico católico y la derecha conservadora en el debate público, exigen hacernos cargo de los argumentos que hablan a favor del sistema propuesto por la Presidenta.

La indicación moralmente más obvia es la denominada ética o criminológica («el aborto en caso de violación»). Si bien podrían elaborarse argumentos para justificar un deber de tolerar el embarazo por parte de la mujer que lo ha asumido como parte de los riesgos habituales de su vida sexual, dichos argumentos jamás serían suficientes para imponerle a la mujer ese deber si el embarazo ha sido resultado de un atentado sexual. El Estado sencillamente no tiene el derecho moral de prolongar el sufrimiento psicológico de una mujer que ha sido violada y la protección de la vida en gestación no justifica una instrumentalización semejante de alguien que ha sufrido un grave trauma. Argumentos similares pueden esgrimirse para justificar la indicación embriopática, esto es, el aborto en caso de inviabilidad del feto: incluso si el embarazo ha sido deseado por la mujer, no es moralmente defendible someterla al suplicio de tener que tolerar un embarazo que no tiene cómo desembocar en el nacimiento de un niño viable. Rechazar esta indicación o la anterior implica hacer recaer sobre la mujer deberes que van más allá de las cargas que el Estado puede razonablemente imponerles a sus ciudadanos.

Por su parte, la indicación terapéutica ha sido criticada por la teología moral católica, argumentando que el estado de avance actual de la ciencia médica hace que el aborto terapéutico haya dejado de tener utilidad práctica, convirtiéndose más bien en un pretexto para practicar abortos libres. Ese argumento requiere, por supuesto, de prueba empírica. No obstante, no hace ninguna referencia a la salud psíquica de la mujer, la que efectivamente puede ser afectada por un embarazo no deseado y que justificaría plenamente la interrupción del mismo. Sin embargo, ni a los conservadores ni al magisterio eclesiástico parece importarles demasiado el bienestar psicológico de la mujer, sobre quien, en su opinión, recae un deber de llevar a buen puerto el embarazo contra viento y marea, como si la vida de un embrión fuera más importante que el bienestar y la dignidad de una persona.

Si bien en mi opinión debiera terminarse adoptando una regulación que definitivamente reconozca a la mujer una clara prerrogativa de decisión moral autónoma sobre su embarazo, me parece que la iniciativa del gobierno actual es encomiable y va, desde luego, en la dirección indicada. Sobre su viabilidad política en un país cuya elite dirigente ha demostrado ser profundamente conservadora y machista, me reservo mi opinión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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