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El cardenal Ezzati y los obispos ultramontanos Opinión

El cardenal Ezzati y los obispos ultramontanos

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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Fiel al laicismo de los tiempos, O’Higgins prohibió sepultar a los muertos en las iglesias y, por negar que los terremotos fueran castigo divino, fray Camilo Henríquez y sus seguidores eran tildados de “apóstoles del diablo” por el fraile ultramontano Tadeo Silva.


Al término de la ceremonia republicana del 21 de mayo, el recién nombrado cardenal Ricardo Ezzati sorprendió al país con su estrambótica, caricaturesca comparación del aborto terapéutico con la esterilización de mascotas. El tono y el gesto con que el jefe de la Iglesia Católica chilena originario de Italia desafió a la Presidenta, no se veían en Chile desde 1884 y 1885, cuando se aprobaron las leyes de cementerios laicos y de matrimonio civil y se creó el Registro Civil en medio de una explosiva contienda religiosa. En contraste con ello, la separación de la Iglesia Católica y el Estado será pactada en 1925 con guante de terciopelo entre el gobierno de Chile y el Vaticano.

Los conflictos entre obispos y gobernantes habían sido recurrentes desde los primeros días de la Colonia y se prolongaron a lo largo del siglo XIX bajo la República. Los obispos “ultramontanos” ‒que en España desafiaban al rey y sólo obedecían al Vaticano situado del otro lado de las montañas alpinas‒ encontraron campo de batalla en la América hispana. Chile no fue una excepción.

En 1601, el obispo de Santiago fray Juan Pérez de Espinoza se trabó en furibundas reyertas con el gobernador Alonso de Ribera, al que fulminó con la excomunión. La Audiencia ordenó el arresto del obispo, que huyó en mula a lo que se conoce hasta hoy como la Quebrada del Obispo. Pérez de Espinoza entró en conflicto incluso con el licenciado Melchor Calderón, que a pesar de representar en Chile a la Inquisición era menos extremista que él.

Durante todo el período colonial se sucedieron los episodios de ese tipo, relacionados con el “patronato” que la Corona de España y sus representantes en América ejercían sobre la Iglesia Católica. Tanto en España como en las colonias, los obispos ultramontanos se resistían a acatar las decisiones del rey y sus representantes respecto del nombramientos de obispos y otras cuestiones eclesiásticas. A la vez, la Iglesia Católica se veía agitada internamente por el debate teológico acerca de la guerra de la Araucanía, en que el jesuita Luis de Valdivia preconizaba la guerra defensiva y el fin de los ataques contra los poblados mapuches.

[cita]Al retornar la democracia, el viraje hacia posiciones ultramontanas y su tolerancia ante los sacerdotes pedófilos como Karadima han costado a la Iglesia Católica una caída abrupta de su prestigio entre la población. En el siglo XXI que va corriendo, cuando el gobierno de la Presidenta Bachelet se empeña en un paquete de reformas cuya necesidad salta a la vista, las palabras furibundas del cardenal Ezzati a la salida del Congreso Pleno y su alineamiento con la UDI resucitan los fantasmas de épocas que parecían superadas para siempre.[/cita]

Mientras el clérigo Juan Lobos, el más famoso de los curas-soldados, se jactaba de haber atravesado con su espada a decenas de indios, algunos sacerdotes seguidores del dominico Bartolomé de las Casas se negaban a dar la extremaunción a los soldados que caían combatiendo en “guerra injusta” contra los aborígenes. El fraile Juan Barba, el más prominente de los sacerdotes “encaribados”, combatió enarbolando un crucifijo en una mano y en la otra una lanza junto al ñidoltoqui Pelantaro que derrotó y dio muerte al gobernador Martín García Óñez de Loyola en el “butamalón” de 1598 y destruyó las siete ciudades españolas del sur.

Tras la Independencia de Chile y contra las pretensiones del Vaticano, los nuevos gobernantes sostuvieron que el patronato y las regalías en cuanto al nombramiento de los obispos, la carrera sacerdotal e incluso el recorrido de las procesiones pasaban de España a las autoridades de la joven República, y los conflictos entre los jefes civiles y eclesiásticos no tardaron en estallar. Fiel al laicismo de los tiempos, O’Higgins prohibió sepultar a los muertos en las iglesias y, por negar que los terremotos fueran castigo divino, fray Camilo Henríquez y sus seguidores eran tildados de “apóstoles del diablo” por el fraile ultramontano Tadeo Silva.

En la Iglesia Católica de esos días se enfrentaban el obispo Rodríguez Zorrilla, partidario fanático del rey de España, y el obispo patriota José Ignacio Cienfuegos. Más tarde, los ultramontanos se opusieron a la obligación impuesta por el ministro conservador Mariano Egaña de que los conventos de monjas crearan escuelas de primeras letras para niñas, y los de sacerdotes, para niños. Cuando un general dispuso que, al presentar armas al paso del Santísimo, la bandera de Chile sólo se inclinara reverente, en lugar de tenderse en el suelo para que la pisara el sacerdote, el vicario reaccionó con furia.

Se sucedían los conflictos, como la célebre Cuestión del Sacristán bajo la Presidencia de Manuel Montt, mandatario conservador profundamente religioso. La expulsión de la catedral metroplitana del sacristán Pedro Santelices, acusado de apedrear la cúpula del templo y beber el vino consagrado, y la sentencia de la Corte Suprema que ordenaba reincorporarlo, seguida por la inminente detención del arzobispo ultramontano Rafael Valentín Valdivieso por incumplir el fallo, enconaron el ambiente. Tras la muerte de Valdivieso, las tensiones se siguieron caldeando cuando el gobierno propuso, para sucederlo, a Francisco de Paula Taforó, quien fue rechazado en Roma por causa de irregularidad ex defectu natalium, debido a que era hijo adoptivo “bastardo” de un comerciante italiano. El delegado papal Celestino del Frate, enviado a Chile en misión apaciguadora, fue expulsado del país por el Presidente Santa María, que retiró al embajador ante la Santa Sede, el escritor Alberto Blest Gana. El conflicto siguió escalando, Santa María impulsó las llamadas leyes laicas y ardió Troya.

La Ley de Cementerios Laicos eliminaba en los cementerios del Estado y las municipalidades la verja que separaba a los católicos de los “disidentes”, especialmente protestantes de familias inglesas, ante lo cual la Arquidiócesis declaró execrado, vale decir maldito, el Cementerio General. En la más pura tradición ultramontana, el senador Carlos Walker Martínez acusó a Santa María de perseguir a los muertos, cosa que –según él– ni Calígula ni Nerón habían hecho con los cristianos que lanzaban a los leones. La ley de matrimonio civil atribuía efectos civiles únicamente al matrimonio celebrado ante el oficial del registro civil o al matrimonio consumado ante una autoridad religiosa que se hubiese inscrito en dicho registro, a lo cual los ultramontanos respondieron con una cita de Pío IX que señalaba que una ley de ese tipo “iguala el concubinato al sacramento del matrimonio”. Contra la oposición de los parlamentarios conservadores y obispos ultramontanos, la ley que creó el Registro Civil puso en manos de esta flamante institución pública la inscripción de los nacimientos, matrimonios y defunciones que antes se hacía en las parroquias. Por entonces, en respuesta a los ultramontanos, los estudiantes de Derecho de la Universidad de Chile, elegantes hijos de familias acomodadas, desfilaban por la Alameda en apoyo de Santa María gritando: “¡No acepta lisonjas… ni de frailes ni de monjas!…”.

El siglo XX trajo la paz entre los pastores de Dios y los gobernantes terrenales de Chile. La separación de la Iglesia Católica –y todas las iglesias– del Estado, fue consumada sin estridencia ni conflicto en la Constitución de 1925 por el presidente Arturo Alessandri Palma, que durante su exilio en Europa había negociado en secreto con el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pietro Gasparri. La separación convenía a ambas partes y se realizó con cirujía suave. Durante su gobierno, el presidente Pedro Aguirre Cerda, radical y masón elegido por el Frente Popular con participación de socialistas y comunistas, se entendió de maravillas con el cardenal José María Caro al impulsar las reformas que los tiempos reclamaban y potenciar la educación pública con el lema “gobernar es educar”. En los años 70, a pesar del fallido proyecto de la Escuela Nacional Unificada al que se oponía la Iglesia Católica, Salvador Allende contó con la mediación del cardenal Raúl Silva Henríquez en sus intentos de negociar con la Democracia Cristiana una salida a la crisis en que se hundía su gobierno. La acción del cardenal Silva Henríquez y una pléyade de obispos y sacerdotes en defensa de los derechos humanos bajo la dictadura es historia cercana y conocida.

Al retornar la democracia, el viraje hacia posiciones ultramontanas y su tolerancia ante los sacerdotes pedófilos como Karadima han costado a la Iglesia Católica una caída abrupta de su prestigio entre la población. En el siglo XXI que va corriendo, cuando el gobierno de la Presidenta Bachelet se empeña en un paquete de reformas cuya necesidad salta a la vista, las palabras furibundas del cardenal Ezzati a la salida del Congreso Pleno y su alineamiento con la UDI resucitan los fantasmas de épocas que parecían superadas para siempre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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