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Educación: el que sabe, sabe, y el que no, es jefe Opinión

Educación: el que sabe, sabe, y el que no, es jefe

Rodrigo Valenzuela Zura
Por : Rodrigo Valenzuela Zura Bombero y profesor de Castellano
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La intención de este artículo no es de ninguna manera lanzar una piedra contra los vitrales del Congreso, sino que me gustaría dejar un testimonio vivo de lo que es “saber y no ser jefe”. Contaré brevemente mi experiencia como un joven profesor de 27 años. En primer lugar quiero dejar claro que algo que me encanta es ser un maestro de escuela y eso ha significado que me aferre a mi labor, cuando todo el sistema educacional y laboral chileno se concentran en que la abandone y busque otros rumbos que seguramente significarían un mejor pasar y más tiempo de esparcimiento.


Cuando era un adolescente y cursaba tercer año de Enseñanza Media, me vi en la obligación de trabajar en un packing con el fin de solventar un poco mis gastos y de esa manera ayudar a mis padres. Para los que no saben, les cuento que un packing es el lugar en donde se revisa y se embala la fruta que generalmente es exportada, ya que aprendí en ese entonces que en Chile se queda solamente la fruta sobrante o merma; pero ese es otro tema.

El asunto es que nuestro empleador, dueño –y a la vez gerente– constantemente buscaba formas de aumentar la producción y de lograr un mejor producto, probó de muchas formas y ninguna daba resultados, hasta que encontró una mejor idea: hacernos trabajar 12 horas diarias en dos turnos, así la faena no paraba; después de eso, se nos comenzó a clasificar por capacidades, comenzando así las listas, si estabas en la tercera lista, había más posibilidades de que te echaran, si estabas en la primera, no corrías ese peligro, pero tampoco significaba ningún incentivo.

La producción mejoró cumpliendo e incluso superando las metas, no obstante, nuestros ánimos decayeron y en dos meses comenzaron los accidentes laborales y ya en el cuarto mes se produjo una renuncia masiva que obligó al empleador a reunirse con nosotros y conversar sobre cómo lograr con mejores maneras los objetivos, es decir, nos escuchó.

Conversamos sobre varios modos, planteamos mejoras en el qué hacer, quiero decir, que le informamos las fallas que veíamos a nivel de la producción, la incomodidad de las sillas, el ruido constante de la máquina que nos ensordecía, mismo ruido que fue causante de los accidentes, etc. Dentro de los logros alcanzados estuvo que remplazamos los turnos de 12 horas por turnos de 8, exceptuando un día a la semana en que trabajábamos medio día para, así, ocupar la tarde en capacitarnos o buscar, a través de jornadas de reflexión, formas de mejorar aún más el sistema. Las listas continuaron, pero ahora estar en la primera lista significó bonos de producción, lo que trajo competencia entre compañeros y ánimos de superación. De la misma forma, al que estaba en tercera lista se le capacitaba y se le entregaban las herramientas para su superación.

[cita]La subvención ha provocado otro efecto en la profesión decente, pues el pertenecer a una institución subvencionada, en donde los padres pagan una colegiatura por sus hijos, ha llevado la extraña idea a la ciudadanía de que los profesores somos sus empleados (en el sentido peyorativo del término) y muchas veces he escuchado a mis apoderados decirme: “Cómo se le ocurre poner esas notas, nosotros le estamos pagando”. Y no solamente eso, sino que he tenido que justificar lo injustificable cuando esos mismos padres reclaman por el mal estado de los baños, la ausencia de material en el gimnasio o el hecho de pagar fotocopias.[/cita]

La tarea funcionó, las metas se cumplieron nuevamente, los accidentes terminaron y, lo más importante, nosotros como temporeros nos sentimos felices. Un señor de avanzada edad dijo en ese entonces: “El que sabe, sabe, y el que no, es jefe”.

Hoy, a mis 27 años de edad, soy profesor, llevo ejerciendo la docencia hace 4 años, y me he podido dar cuenta de que aquella frase tan sencilla y tan decidora que oí en mis años de liceano de aquel señor y compañero de packing, se quedó grabada a fuego en mi mente, y hoy que nos encontramos ad portas de dos grandes reformas, esta sentencia me hace mucho sentido y creo que se repite la historia de el que sabe, sabe, y el que no, es jefe. Me refiero a la reforma tributaria y la reforma educacional, en donde la primera pretende financiar gran parte de la segunda; ambas me parecen muy bien intencionadas y sí creo que, sea como sea, significan un bien para Chile. No obstante, como en todas las decisiones que se realizan o parten desde arriba, la reforma educacional está centrada en aspectos formales y estructurales de la educación chilena, son decisiones nacidas más en el seno de la teoría que de la práctica, cosa que no está mal, pues hay cambios importantes, tales como la eliminación del copago y, por ende, el término de los colegios subvencionados, es decir, se termina con el principal foco de lucro en la educación formal secundaria, se acaban las sociedades espejos, o sea, que ahora el sostenedor del colegio (figura que ahora desaparece) debe ser dueño de sus muebles e inmuebles y ya no se podrán autoarrendar los edificios ni los bancos de los alumnos, artimaña utilizada frecuentemente para justificar de esa manera una suma importante de dinero; la nueva ley obligará al sostenedor a ser dueño del establecimiento y, de no ser así, se le pedirá que compre entregándole un crédito que le ayudará a adquirir dicho inmueble, dándole un plazo de 12 años para cumplir con este objetivo; junto con lo anterior, el colegio debe convertirse en una institución o fundación sin fines de lucro, respetando el sentido real de tal sentencia; de no querer comprar o no cumplir con lo pactado, tal colegio pasará a manos del Estado. Se suma también la eliminación de la selección, esto es, eliminar aquellos procesos de discriminación que las instituciones educacionales realizan para negar la posibilidad a aquellos estudiantes “Malos” y dejar entrar a los “Buenos” alumnos, eliminando de esta forma la brecha cultural que se daba por la segregación natural, que se producía por la separación entre los estudiantes que tenían acceso a la cultura y los que no. Así, entre muchas otras medidas que se pueden leer en los sitios oficiales.

Sin lugar a dudas, se ve en todos estos puntos planteados –sólo habiendo mencionado algunas determinaciones y cambios que traerá esta reforma– un espíritu de superación de la inequidad social, que la educación de mercado expandió como una sombra, durante varias décadas, a lo largo de todo Chile.

Ahora bien, se han planteado jornadas de reflexión en donde los docentes de los colegios municipales han tenido la oportunidad de pensar en el devenir de la reforma, estas jornadas de reflexión apuntan a recoger aquellos aportes de las manos de la educación, es decir, buscan recopilar la experiencia educativa concreta, sin embargo, esta tarea ha fallado en su idea primera: en primer lugar, debido a que la mayoría de las reflexiones se queda solamente en eso, en diálogos y discursos que no salen de la sala de profesores y, en segundo lugar, porque esta instancia de conversación ha sido un privilegio dentro del gremio, debido a que los colegios subvencionados –en su mayoría– han hecho vista gorda a la realización de dicha instancia, callando las voces de los maestros que educan al 70% de la población chilena.

Como profesor, en estos pocos años he notado el deterioro de la profesión docente, la explotación y el poco tiempo que poseemos para la preparación de nuestras clases, la falta de tiempo para nuestro esparcimiento o el simple ocio, es decir, tiempo libre, sumado a las malas remuneraciones que nos obligan a ajustar nuestra vida a los límites del poco dinero, asumiendo de esta forma una identidad macabra que nos transforma en ciudadanos de segunda categoría. Hoy en día somos “los empleados públicos”, los “frustados”, los que seguimos manuales, los “comunistas”, todos epítetos usados de forma peyorativa; y es que la población chilena tiene incrustada la idea del profesor fracasado. Un alumno de octavo básico me preguntó: «Profesor, ¿usted qué quería ser antes de estudiar pedagogía?», yo le respondí que siempre quise ser profesor de castellano. Mi estudiante me miró sorprendido y no le dio crédito a mi respuesta, pues tiene asumido, desde el hogar, que el profesor que está frente a sus ojos estudió esa carrera porque no le alcanzó el puntaje para estudiar otra cosa.

La intención de este artículo no es de ninguna manera lanzar una piedra contra los vitrales del Congreso, sino que me gustaría dejar un testimonio vivo de lo que es “saber y no ser jefe”.

Contaré brevemente mi experiencia como un joven profesor de 27 años. En primer lugar, quiero dejar claro que algo que me encanta es ser un maestro de escuela y eso ha significado que me aferre a mi labor, cuando todo el sistema educacional y laboral chileno se concentran en que la abandone y busque otros rumbos que seguramente significarían un mejor pasar y más tiempo de esparcimiento.

Trabajo precisamente en un establecimiento particular subvencionado, eso significa que mi empleador es a la vez sostenedor, por lo tanto, mi sueldo es el mínimo que puede obtener un docente, pues el proyecto de ese sostenedor es empresarial y no educativo. Como profesor de Media tengo un horario de 43 horas cronológicas, eso significa que entro todos los días a las 8 a. m. y me retiro del colegio a las 18 p. m., atiendo en promedio 5 cursos diarios, en consecuencia, debo preparar material de trabajo para 5 niveles diferentes y a la vez entregar las planificaciones diarias para los mismos 5 niveles. Las planificaciones diarias deben registrar los contenidos que trabajaré con los alumnos, el inicio de mi clase escribiendo cada palabra o pregunta que realice, el desarrollo explicando qué haré y qué material utilizaré, esto quiere decir que debo, junto con la planificación, entregar la guía de trabajo que desarrollará el alumno. Por lo tanto, haciendo un ejercicio de suma básico, debo entregar a la semana 25 planificaciones con 25 guías de trabajo, para aproximadamente 30 alumnos por curso. Para preparar ese material, en los establecimientos nos entregan media hora diaria libre y muchas veces en esas horas llamadas “de libre disposición” nos obligan a realizar talleres o reforzamientos, además de atender a apoderados. Luego de entregar todo el material debo hacer mis clases, realizar la guía y revisarla, por lo que, si continuamos haciendo el ejercicio matemático, debo multiplicar las 25 guías semanales por 30 alumnos, lo que me da un total de 750 guías; así, y resumiendo, en mi semana normal e ideal de trabajo debería preparar 25 guías de trabajo, planificar 25 clases y revisar 750 actividades desarrolladas por mis alumnos. Como lectores se preguntarán en qué momento hago ese trabajo, pues estoy prácticamente todo el día en el aula. La respuesta es sencilla, lo realizo todas las noches en mi hogar y los fines de semana hasta altas horas de la noche.

Ahora todo este trabajo se realiza por un sueldo base de 542 mil pesos, sin posibilidad de ir aumentando con el correr de los años, puesto que aumenta solamente con los reajustes que se realizan año a año y con algún bono no imponible, por lo que, si continuáramos de nuevo con el ejercicio matemático, podríamos darnos cuenta de la miserable jubilación a la que aspiramos una vez terminados nuestros años de servicio.

Todo esto ha ido provocando que cada vez estemos más cansados y estresados. La subvención ha provocado otro efecto en la profesión decente, pues el pertenecer a una institución subvencionada, en donde los padres pagan una colegiatura por sus hijos, ha llevado la extraña idea a la ciudadanía de que los profesores somos sus empleados (en el sentido peyorativo del término) y muchas veces he escuchado a mis apoderados decirme: “Cómo se le ocurre poner esas notas, nosotros le estamos pagando”. Y no solamente eso, sino que he tenido que justificar lo injustificable cuando esos mismos padres reclaman por el mal estado de los baños, la ausencia de material en el gimnasio o el hecho de pagar fotocopias.

Como espero haber ido dejando claro, la educación en Chile no pasa solamente por la desigualdad o más bien por la inequidad, sino que pasa también por el mal trato laboral de los docentes, trato que va directamente en desmedro de la calidad, he visto entre mis amigos y compañeros de carrera en la universidad –aquellos mismos llenos de ideales e ideas reformuladoras– los rostros de viejos jóvenes ahora defraudados o desencantados con la pedagogía, he entrado a la sala de clases de colegas y los he encontrado escondidos planificando en horarios de clase, con temor a ser descubiertos, estresados, pues no han entregado a tiempo las planificaciones ni las guías de trabajo: el miedo, el estrés, el temor, la decepción, son algunos de los sentimientos que los profesores, que no han tenido la suerte de caer en colegios con conciencia, sufren a diario como una silenciosa y aceptada tortura social.

Creo que esta reforma debe fijarse muy bien –y como lo ha hecho hasta ahora– en los aspectos macro, pero debe también bajar un poco de la teoría y poner la mirada en la práctica, en el trabajo en aula; dignificar la profesión docente es también labor del Estado y debería estar considerada en algunos de los puntos planteados en el documento. A nivel práctico, se torna imperante tener más horas dedicadas a la planificación, para, de esta manera, preparar mejores clases y así desarrollar también mejores materiales de trabajo, se necesita además aumentar sustancialmente los sueldos de los profesores, ya que estos se ven obligados a buscar ingresos anexos, comprar taxis colectivos, formar algún negocio, hacer clases particulares o, lo que es peor, completar el día trabajando en colegios vespertinos, iniciando la jornada laboral a las 8 a. m. y terminándola muchas veces a las 11 p. m.

Creo que la reforma debe ser analizada realmente por todos los actores sociales, generalmente la teoría difiere de la práctica, pero no es posible que tal enunciado, utilizado de forma coloquial, se aplique tan ligeramente a la docencia, ya que esto no es un nuevo Transantiago que se pueda ir arreglando en el camino, pues estamos tomando decisiones que modificarán las vidas de millones de personas; las reformas en educación cuestan caro y las fallas de un mal sistema educativo las vemos a diario caminando entre nosotros. No me gustaría repetir: El que sabe, sabe, y el que no, es jefe.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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