Publicidad

8 de marzo: acontecimiento, conmemoración y celebración

Cristina Moyano
Por : Cristina Moyano Doctora en Historia con mención en Historia de Chile. Académica del Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la USACh.
Ver Más

Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, las fuerzas represivas del Estado se dirigen a la Universidad donde trabajo para “cautelar” el orden de quienes deciden marchar contra “los abortos clandestinos”. Todavía no ganamos la batalla de ser dueñas absolutas del cuerpo que poseemos. Por eso hoy día, como cada 8 de marzo, hay que conmemorar y reflexionar, no recibir la flor que nos regala un patriarcado y que está asociada a: la oposición entre razón y emoción, que supone la fragilidad y que termina marchitándose cuando deja de ser joven y lozana.


El día 8 de marzo tuvo como primer nombre conmemorativo: “Día internacional de la mujer trabajadora”. Su uso como hito simbólico fue instituido en la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas reunidas en Copenhague, actividad realizada en el marco de las luchas sufragistas y de igualdad de derechos en 1910. Un año antes ya se había celebrado en Nueva York el Día de la Mujer, como acto en memoria de las huelgas de trabajadoras textiles ocurridas en 1908 en Chicago.

Las mujeres de izquierda que a comienzos de siglo instalaron este día como un acto de controversia sobre el orden instituido y la sociedad patriarcal, son ejemplo de una lucha que ha tendido a ser invisibilizada y mediatizada comercialmente en esta sociedad global. Así vale el momento para recordar que fueron mujeres “políticas y trabajadoras” en una sociedad que les negaba un espacio de reconocimiento y de derechos, las que instalaron este día como un hito para convocar a la lucha contra la discriminación, la desigualdad y las injusticias.

[cita] Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, las fuerzas represivas del Estado se dirigen a la Universidad donde trabajo para “cautelar” el orden de quienes deciden marchar contra “los abortos clandestinos”. Todavía no ganamos la batalla de ser dueñas absolutas del cuerpo que poseemos. Por eso hoy día, como cada 8 de marzo, hay que conmemorar y reflexionar, no recibir la flor que nos regala un patriarcado y que está asociada a: la oposición entre razón y emoción, que supone la fragilidad y que termina marchitándose cuando deja de ser joven y lozana.[/cita]

En esos años el concepto de género no se usaba políticamente, menos aún como categoría analítica, pero esas mujeres enunciaron en sus términos la condición específica de la experiencia femenina en una sociedad patriarcal. 60 años después las Naciones Unidas decretaron el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer, apropiándose de una historia en el marco de importantes transformaciones culturales y económicas, con el telón de fondo de la Guerra Fría.

Por ello queremos resaltar que la conmemoración es un acto en el que se ponen en juego la discusión de múltiples imaginarios sobre la realidad en la que se “vive”. Así, los actos conmemorativos, por muy distantes que estemos del acontecimiento recordado, movilizan una temporalidad discontinua, donde se entrecruzan pasado y futuro con la acción de la puesta en escena de los discursos y las vivencias que estructuran la experiencia en el hoy. Conmemorar no significa ser fiel a lo que convoca el pasado, sino que a una relación de unión entre lo que esperamos vivir en este presente con lo que sentimos, vivenciamos cotidianamente.  La conmemoración nos permite pensar en el pasado desde el presente para disputar el presente- futuro que anhelamos.

La conmemoración es por tanto un acto profundamente político, si por política entendemos la disputa por los órdenes deseados.

En una sociedad todavía patriarcal, con brechas salariales abismantes entre hombres y mujeres, con imposiciones normativas sobre los cuerpos femeninos provenientes de instituciones como la Iglesia o el mismo Estado, que todavía naturaliza la violencia contra la mujer, que impone roles “naturalmente femeninos” a través de la escuela, los medios de comunicación de masas y otros dispositivos, sólo cabe “conmemorar” y no “celebrar”.

Lo masculino y lo femenino son construcciones históricas que han ido transformándose en el tiempo. Dichos cambios no obedecen a cuestiones sobrenaturales, sino que a luchas políticas y sociales que han permitido enunciarse y reconocerse desde las experiencias del género.

Ser mujer en una sociedad patriarcal constituye una experiencia de subalternidad. Mujeres que han transitado desde la invisibilidad forzosa, de una condena al espacio doméstico, de un espacio no político, donde las asociaciones con la maternidad, la fragilidad, la sumisión y la obediencia se convirtieron en valores positivos de cómo debía ser una mujer. Quienes rompieron con ese conjunto de valores que constituían lo femenino fueron tachadas de brujas, herejes, locas o putas. Nuestra historia está llena de esos relatos.

En Chile las luchas de las mujeres trabajadoras de fines del siglo XIX, las sufragistas del siglo XX fueron las primeras en instalar el debate sobre la experiencia subalterna, desigual e injusta de las mujeres. Organizaciones como el MEMCH, la figura de Elena Caffarena, de Marta Vergara, María Ramírez, Eulogia Román, Clara Williams y Olga Poblete, entre tantas otras, instalaron una lucha que tenía como centro el género y  la clase. La búsqueda del reconocimiento social, de mejoras laborales y de la validación como ciudadanas fueron claves para ir avanzando en mejores condiciones sociales de existencia.

Sin embargo, las luchas sociales suelen ser largas e interminables. Los años 60 y 70 transformaron la experiencia de la sexualidad, pero no destruyeron la moral conservadora de la elite dirigente, educada en colegios confesionales y cuyos imaginarios seguían reproduciendo el patriarcado. Pese a ello también fueron años en que muchas mujeres ingresaron a la política.

Muchas de ellas, cuando el terror de Estado se instaló en nuestro país aquel aciago 11 de septiembre, fueron asesinadas, desaparecidas y torturadas. Su lucha fue respondida con violaciones a los cuerpos, tildadas de putas y mandadas de vuelta a sus hogares a preocuparse de las “cosas propias de la mujer”. Las madres de las víctimas de violaciones  a los derechos humanos tuvieron que recibir muchas veces la recriminación de género, en las que se les culpaba de la situación por no haber cumplido de buena forma su rol de madre.

Esos dolores enquistados en una historia reciente, fueron enunciados por valiosas mujeres en los años 80. Quizás la más recordada de ellas sea Julieta Kirkwood, quien a través del grupo “mujeres por el socialismo” y posteriormente en la Morada, puso en uso colectivo el famoso lema de “democracia en el país y en la casa”, ampliando la lucha social con un nuevo concepto de democracia. Porque ¿de qué nos servía sólo una democracia institucional, el retorno a la posibilidad de elegir autoridades, si las dinámicas de sumisión y subordinación seguían instaladas en nuestros hogares y hasta en nuestras camas? La reconquista democrática institucional era importante porque posibilitaba que la lucha social se permitiera en el espacio público, pero no estaba ganada ni la incorporación de la mujer en la política, ni la igualdad salarial, ni los derechos sociales y reproductivos. Esa lucha requería la libertad de expresión, pero no aseguraba una democracia no patriarcal.

Otras mujeres como Margarita Pisano, también parte de la Morada, fueron más radicales aún y denunciaron desde un feminismo que debía hacer explícito que “lo personal es político” y que las claves de los cambios sociales pasaban por incluir lo íntimo y lo privado en lo público.

Así el control sobre nuestros cuerpos, la autoridad sobre nuestras decisiones, el reconocimiento de nuestro lugar y la particularidad de nuestra experiencia social, nos recuerda que todavía nos quedan muchas luchas por dar.

Desde mi espacio de mujer trabajadora me permito conmemorar a esas luchadoras que hoy día la prensa escrita, la radio y la TV silencian y desconocen. Hoy día habrá hombres que regalen flores, chocolates o perfumes, contribuyendo con ello a solidificar esos imaginarios que retratan a la mujer como madre y esposa, que son los viejos roles que se nos atribuyen como naturales. También habrá mujeres que se sientan felices de recibirlos.

Conmemorar es poner en el presente una discusión que se inició hace siglos y que ha tenido como protagonistas a seres de carne y hueso y que en su lucha social y política nos han permitido enunciarnos, referenciarnos y cuestionarnos tanto lo femenino como lo masculino.

Sin embargo, esto no ha sido suficiente. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, las fuerzas represivas del Estado se dirigen a la Universidad donde trabajo para “cautelar” el orden de quienes deciden marchar contra “los abortos clandestinos”. Todavía no ganamos la batalla de ser dueñas absolutas del cuerpo que poseemos. Por eso hoy día, como cada 8 de marzo, hay que conmemorar y reflexionar, no recibir la flor que nos regala un patriarcado y que está asociada a: la oposición entre razón y emoción, que supone la fragilidad y que termina marchitándose cuando deja de ser joven y lozana.

Este 8 de marzo regalémonos un tiempo para pensar en qué luchas quedan por dar y no en celebrar nuestra situación de sumisión y subalternidad. La escritura es un acto que convoca a la reflexión y este es mi aporte para que podamos pensarnos. Hagamos un salud por la compañeras que lucharon en el pasado y por las que siguen luchando en este presente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias