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La universidad «católica» y su política penal

Sebastián Neut Aguayo y Enrique Alvear Moreno
Por : Sebastián Neut Aguayo y Enrique Alvear Moreno Grupo de Pensamiento Social Latinoamericano*
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Pero el problema, a decir verdad, supera con creces el ambiente reducido del fuero individual del académico aludido. Muy por el contrario, este despido es sólo un botón de muestra de una manera de hacer política universitaria en y de la “universidad” “católica”. Y ese modo de hacer política tiene visos de una política penal, una política en la que la amenaza del castigo modela una relación ciertamente temerosa entre la “comunidad universitaria” y sus integrantes. Y aquí, lo sabemos, no hay excepciones. No hay excepciones cuando se trata de hacer valer visiblemente el poder de la “universidad”, su fuerza, su asimetría, su capacidad para imponerse legalmente (léase “empresarialmente” en este caso; “proselitistamente” en el de Costadoat) frente a la rebeldía con que las exigencias de ciertos mínimos de democraticidad parecen desafiar al “orden universitario” y a sus guardianes.


¿Qué tiene de “universidad” una institución que, aunque tildada como tal, parece entregada al imperio despótico de una política penal que expulsa a sus detractores y protege a los “ordenados” afines a sus “ordenanzas”? ¿Es realmente cristiana esa institucionalidad que desde el púlpito de la cristiandad cristaliza y reproduce en su configuración jerárquico-estamental las estructuras sociales estabilizadas? ¿Merece una organización como esta el apelativo de “universidad” “católica”?

A fines del año pasado el profesor titular de Trabajo Social y titular adjunto de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Patricio Miranda Rebeco, fue despedido arbitraria e injustificadamente por esta institución aduciendo “necesidades de la empresa” (no de la universidad). Y hace pocos días, se hizo pública la revocación del permiso para enseñar (“misión canónica”) a otro profesor vinculado a Teología, Jorge Costadoat, esta vez, explícitamente en virtud de sus ideas.

De acuerdo a la carta de despido del profesor Miranda, la Escuela de Trabajo Social de la cual era parte, habría ingresado en un proceso de “reestructuración y reorganización que trae aparejado modificaciones internas y supresión de actividades y puestos de trabajo”, razón por la cual se pone término a su contrato de trabajo. El mismo escrito esgrime la necesidad de cerrar “algunos proyectos y programas”, cuestión que comporta una “redistribución docente de algunos de sus profesores” en aras de, supuestamente, racionalizar “las cargas académicas” y realizar un “rediseño curricular” de la carrera de Trabajo Social que le permita “enfrentar el proceso de acreditación”, “adaptándose así a las exigencias, requerimientos y estándares de calidad académica que plantea el nuevo escenario universitario”. Y luego continúa: “Este nuevo escenario cambia en las condiciones de competencia que justifican plenamente la aplicación de la causal invocada”.

[cita] Pero el problema, a decir verdad, supera con creces el ambiente reducido del fuero individual del académico aludido. Muy por el contrario, este despido es sólo un botón de muestra de una manera de hacer política universitaria en y de la “universidad” “católica”Y ese modo de hacer política tiene visos de una política penal, una política en la que la amenaza del castigo modela una relación ciertamente temerosa entre la “comunidad universitaria” y sus integrantes. Y aquí, lo sabemos, no hay excepciones. No hay excepciones cuando se trata de hacer valer visiblemente el poder de la “universidad”, su fuerza, su asimetría, su capacidad para imponerse legalmente (léase “empresarialmente” en este caso; “proselitistamente” en el de Costadoat) frente a la rebeldía con que las exigencias de ciertos mínimos de democraticidad parecen desafiar al “orden universitario” y a sus guardianes.[/cita]

Sin siquiera levantar el polvo de una tan sospechosa reorganización que involucra el despido de una sola persona, se impone antes un doble problema ético-social. Por una parte, si bien muchos hemos sido expuestos directa o indirectamente a tales justificaciones para dar curso a despidos, reubicaciones o cambios en nuestras situaciones laborales, surge al menos la duda acerca de si tal argumento resulta legítimo en el caso de estas universidades con pretendida “vocación pública”. Por otra parte, resulta –por decir lo menos– infamante el que se vocifere, por el costado sangrante, que la protección de las víctimas inocentes debe tener cabida en la política (a propósito del aborto, por ejemplo), mientras que por el otro lado, la faz sonriente, se menoscaban impunemente los derechos académicos y laborales de reconocidos académicos, sin razón alguna debidamente acreditada y negando, al mismo tiempo, el derecho a la legítima defensa en un debido proceso.

La impresión es que, en la línea histórica de una pretendida universidad como la aludida –almácigo histórico de la más pura cepa disciplinadora y alentadora de un pensamiento instruccional tan caro a la sociedad chilena– hay (¡hay!) un guijarro en su calzado de oro puro. En efecto, esa explicación “empresarial” incurre en una estrategia tan sutil como eficaz. Las razones economicistas  y pseudoacadémicas esgrimidas no sólo se esfuerzan en justificar la decisión asumida sino que, además –y he aquí quizás lo más relevante– se encargan de invisibilizar el menoscabo impune de los derechos académicos y laborales de un profesor titular ocultando así la violencia simbólica y fáctica con la que el aparataje institucional deja sentir su poderío sobre los sujetos que componen esa abstracción llamada “universidad” revestida eufemísticamente con el apelativo de “comunidad universitaria” que, a estas alturas, poco tiene de “comunidad”.

Pero el problema, a decir verdad, supera con creces el ambiente reducido del fuero individual del académico aludido. Muy por el contrario, este despido es sólo un botón de muestra de una manera de hacer política universitaria en y de la “universidad” “católica”Y ese modo de hacer política tiene visos de una política penal, una política en la que la amenaza del castigo modela una relación ciertamente temerosa entre la “comunidad universitaria” y sus integrantes. Y aquí, lo sabemos, no hay excepciones. No hay excepciones cuando se trata de hacer valer visiblemente el poder de la “universidad”, su fuerza, su asimetría, su capacidad para imponerse legalmente (léase “empresarialmente” en este caso; “proselitistamente” en el de Costadoat) frente a la rebeldía con que las exigencias de ciertos mínimos de democraticidad parecen desafiar al “orden universitario” y a sus guardianes. Para casos como este la ejecución del despido constituye –como bien lo afirma Foucault para el caso de la prisión– una “afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca”. Muestra el “teatro de la desigualdad” en una especie de “liturgia punitiva” revestida de razones mercantiles que deja a la vista de sus espectadores un “espectáculo de deshumanización” tan sutil como esparcido a lo largo de todo el cuerpo universitario.

El despido arbitrario del profesor titular que ha recibido por tres años consecutivos el premio de excelencia en investigación otorgado por la misma “universidad”, parece desocultar el tipo de relación entre esta “comunidad universitaria” y sus integrantes: se trata de un vínculo mediado por el castigo amenazante que las “autoridades universitarias” dejan caer sobre quien cometa el arrojo de pedir razones que justifiquen las decisiones de esa otra abstracción denominada “orden universitario”. En efecto, esa “comunidad universitaria” contiene no pocos dispositivos punitivos distribuidos estratégicamente y garantes del orden institucionalmente establecido. Este régimen universitario, a decir verdad, no dista demasiado de un sistema punitivo. Y la expulsión ilegítima de uno de sus integrantes, resultó ser una oportunidad privilegiada para preservar el régimen y para transmitir al resto de los miembros del cuerpo universitario (en particular a los “Académicos UC”) el peso de su fuerza, el poderío de su violencia ejercida legalmente. Y, claro, este mensaje socializa una expectativa supuestamente “pedagógica”: asociar simbólicamente castigo y desorden, de suerte tal que ello corrija y disuada en los restantes académicos –como parece haberlo hecho con una eficacia sin igual– toda tentativa de reincidencia crítica. Por ello es que –como sostiene Foucault– el castigo en este caso no parece haberse calculado tanto en relación a las infracciones del régimen en que habría incurrido el académico en cuestión como en cuanto a su “posible repetición. No [atiende] a la ofensa pasada sino al desorden futuro. [Actúa] de modo que el malhechor no pueda tener ni el deseo de reincidir, ni la posibilidad de contar con imitadores. Castigar será, por lo tanto, un arte de los efectos”.

Poco interesa, a estas alturas, la pretendida “catolicidad” de esta “universidad” “pontificia”. Poco importa lo que dice importarle a esta –según su propio lenguaje– empresa con pretensiones de “universidad”. Nada cuenta que “la caridad [sea] la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia” (CV 2), como postula Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in Veritate”. Y aunque esta “universidad” replete sus salones con dedicatorias a Alberto Hurtado, ubicándolas casi a la altura de los edificios Angelini, Luksic y demases, tampoco interesan sus advertencias frente a lo que llamaba “el simplismo de los moralistas”. Nada significa para su régimen punitivo el que ese migajeo sustentado y sustentador de un orden social injusto urgiera a Benedicto XVI a reconocer tanto que “la justicia afecta a todas las fases de la actividad económica” como que “toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral” (CV 37). Y es que si se tratara de teología, estaríamos hablando más bien de lo que los profetas llamaron idolatría: una sacralización religiosa de un orden que, como bien grafica el profeta Amós, “vende al justo por dinero y al pobre [o a los sin poder] por un par de sandalias; pisa contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles, y el camino de los humildes tuerce; hijo y padre acuden a la misma moza, para profanar mi santo Nombre; sobre ropas empeñadas se acuestan junto a cualquier altar, y el vino de los que han multado beben en la casa de su dios” (Am 2, 6-8). Claro, el “orden ordenador” goza de un privilegio único en una institución revestida de catolicismo como ésta: la exención de toda justificación.

A esa abstracción denominada “orden universitario” “no se le piden explicaciones”, mucho menos se le amonesta o cuestiona como lo harían los profetas del Antiguo Testamento o pudo haberlo hecho el mismo profesor Patricio Miranda. Acaso fue mucho mencionar a Camilo Torres en alguno de sus artículos o decir que “para que la ética cuente en la esfera pública se requiere ir más allá de la misma doctrina social de la Iglesia. Se requiere de una ética en acción”. Resulta además significativo que este, como también Costadoat –en una similitud que deja de ser percibida cada vez más como casual–, impugnase la versión en 3D que el poder eclesial ha tratado de otorgar a la figura de Alberto Hurtado. Con reflexión académica (es decir, sin monserga), llegaron a demostrar que no fue el popularizado curita defensor del lagrimeo a cambio de bagatelas, sino un pensador “contemplativo en la acción”, que así como llegó a denunciar la existencia en su época de estructuras sociales injustas, estaría dispuesto a refrendarlo para el Chile de hoy.

Acaso, en el ámbito más práctico, el profesor Miranda pasó el límite de lo permitido al apoyar las movilizaciones estudiantiles de verdad, en la marcha, en las calles además de las salas de clases. Sin embargo, para los potentados tal derecho es solo otorgado por ellos vía su propia potestad (y de acá que solo ellos tengan pretendidamente tal legitimidad). Así lo hizo el rector Sánchez el lunes pasado (no el sábado, no el domingo) en una marcha convocada por agrupaciones que se oponen al proyecto para despenalizar el aborto terapéutico. Así como sólo “el régimen” está facultado a actuar y marchar, lo está para amonestar, cuestionar, corregir y, llegado el caso, castigar. Llegado a este punto, menos iba a importar el apoyo público que el Centro de Estudiantes de Trabajo Social y la organización que agrupa a los estudiantes de posgrado de la misma Escuela manifestaron hacia el profesor. La misma suerte corrieron las 220 firmas que alcanzó a juntar en cuatro días una carta dirigida al rector para que rectificase su decisión, el apoyo brindado formalmente por varios ex presidentes de la FEUC y otras ex autoridades estudiantiles de la “universidad”, la preocupación pública por esta situación del actual Consejo de la FEUC e, incluso, la Declaración Pública que al respecto realizó la Asociación de Sindicatos de la “P” “U” “C”.

Esta política penal en y de la “universidad” “católica” tiene, a fin de cuentas, alcances públicos. Irradia públicamente, toda vez que sus representantes pretenden concurrir también punitivamente al debate público como si este fuese, sin más, una especie de extensión de esa “empresa” disciplinada y ordenada tildada de “universidad”. Por ello, no es raro observar en sus representantes e integrantes de este cuerpo empresarial una manera pugilística de intervenir políticamente en la deliberación pública. Basten, como ejemplo, las declaraciones de oposición del mismísimo rector Sr. Ignacio Sánchez a propósito del nuevo proyecto de ley sobre el aborto en Chile: de haber profesionales en “la Red UC que están disponibles para hacer abortos deberán ir a trabajar a otro lugar” (domingo 1 de febrero de 2015).

Al parecer, esta política penal imperativa en el régimen interno de la “universidad” se extiende hacia fuera, arriesgando penalizar a sus detractores también en la esfera pública. La política penal interna extiende sus tenazas punitivas al espacio público-político. Así como al inspirador del gremialismo, Osvaldo Lira, le hubiese gustado borrar de un plumazo el Concilio Vaticano II –como dijo alguna vez–, al parecer, al rector de la “universidad” “católica” le gustaría borrar de un plumazo a sus detractores en la Red de salud UC. La pregunta que surge es si también estaría dispuesto a hacerlo –de pensarlo no cabe duda– con quienes disiden de sus opiniones en la discusión pública sobre el aborto o sobre otros problemas socialmente relevantes. Si así fuese, estaríamos no tanto ante una “universidad” “católica” como ante una empresa de “cristiandad”, una institución que, lejos de fecundar teológico-políticamente la deliberación pública, posterga la fuerza contrafáctica del cristianismo para transformarlo, también, en un dispositivo punitivo, cuyo objetivo no sería otro que el de reforzar el statu quo social.

 

*Conglomerado de libre participación compuesto por estudiantes de diversas carreras y jóvenes profesionales que han convergido para discutir acerca de lo nuestro latinoamericano.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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