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Crisis estructural y corrupción institucionalizada: ¿cómo se sale? Opinión

Crisis estructural y corrupción institucionalizada: ¿cómo se sale?

Manuel Antonio Garretón
Por : Manuel Antonio Garretón Doctor en Sociología, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Laboratorio de Análisis de Coyuntura Social Departamento de Sociología Universidad de Chile
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En Chile hoy, más allá de los “eventos de corrupción” (escándalos) en que participan ambos lados, política y negocios, o de “malas prácticas”, estamos ante una situación de corrupción estructural legalizada que lleva a las dos anteriores. Recordemos que, cuando hablamos de corrupción en general, hablamos del uso de bienes y recursos comunes o públicos, cuando se trata del país, para la realización de intereses privados, particulares, tergiversando el sentido de tales bienes y recursos.


La crisis coyuntural que comienza a fines de enero con el caso Penta y se acentúa con todos los otros casos que conocemos y que se expresa hoy en una situación generalizada de desprestigio y parálisis del sistema político, tiene sus raíces en una crisis estructural sin la cual no podemos explicar lo que hoy ocurre.

Hablamos de crisis estructural cuando lo que está en juego son los principios en que se basa un determinado sistema socioeconómico y político. En Chile el sistema socioeconómico se basa en el principio de predominio del dinero, el lucro, el mercado y el interés privado por sobre lo público, lo común, el Estado, lo social. Y el sistema institucional y político está construido para preservar, reproducir y encarnar en comportamientos colectivos y en instituciones este principio y de ello da cuenta la Constitución de 1980 que nos rige. Ello fue impuesto a sangre y fuego por la dictadura militar-civil, generando mecanismos para que incluso en democracia pudieran mantenerse. Los gobiernos democráticos corrigieron muchos aspectos, algunos de sus dirigentes intentaron en un momento desbloquearlo, pero no lograron superar el modelo heredado. Hoy se paga el precio de ello: la contradicción insalvable entre los principios del orden social establecidos en dictadura y los principios de un modelo socioeconómico justo y un orden político democrático. Ello se expresa en todas las dimensiones de la vida social: trabajo, educación, salud, vivienda, seguridad social, recursos naturales, medio ambiente, medios de comunicación públicos, financiamiento de la política, etc., con sus efectos en la desigualdad de la distribución de la riqueza y en la concentración económica y en el papel subsidiario del Estado. Esta es la contradicción y crisis estructural, de la que solo se sale con un cambio radical y de fondo: el reemplazo del modelo socioeconómico con un nuevo sistema político-institucional.

[cita] Sin duda que la manera más adecuada de hacerlo sería una reforma constitucional que permita la realización de un Plebiscito en que la ciudadanía se pronuncie respecto de una nueva Constitución: si quiere mantener la actual, si quiere reformarla a través del Parlamento o si quiere una nueva a través de una Asamblea Constituyente. Por supuesto que en la convocatoria a plebiscito se establecerían las consecuencias de cada una de estas opciones en el caso de ganar. Creo que la opción de la Asamblea Constituyente, dada la crisis de legitimidad de los actores políticos actuales y la ruptura entre política y sociedad, no sólo es la que mejor garantiza una Constitución legítima, sino que es el mejor espacio de recomposición de la relación entre el mundo político y el mundo social.[/cita]

La permanencia en el tiempo de esta contradicción estructural ha tenido dos grandes consecuencias en la sociedad. Por un lado, su relativa “naturalización” y penetración en las conductas individuales y grupales, la adaptación de la gente o los ciudadanos y de sus comportamientos a los principios del modelo que lleva a la extrema individualización, a arreglárselas cada uno como pueda, a la confusión entre consumo y ciudadanía, abandonando a esta última, como lo prueba la baja participación electoral, y también a la “corrupción ordinaria” (por ejemplo, uso de los servicios públicos sin pagar). Por otro lado, a un creciente distanciamiento y desconfianza de la sociedad respecto de la política y las instituciones, porque éstas están de algún modo contaminadas o secuestradas por los principios del modelo, más allá de las buenas voluntades que puedan tener sus titulares.

De modo que la crisis estructural tiene dos dimensiones: una, la crisis de los principios en que se basa el modelo socioeconómico y político; y otra, la ruptura entre sistema político y sociedad, relación que fue estrecha en toda la historia de Chile (incluso se mantuvo pese a la represión en la época de la dictadura) a través del sistema de partidos que vinculaba a la política con la acción de las organizaciones y movimientos sociales. Ambas dimensiones van mucho más allá de una crisis de confianza y la transforman en una crisis de legitimidad.

Asimismo, ambas dimensiones fueron puestas de relieve por las manifestaciones y movilizaciones de 2011 y 2012, principalmente la estudiantil, pero también medioambientales, étnicas, regionales, de diversidad cultural. Es un error interpretar tales movilizaciones solo como un malestar de ciertas capas sociales y no como el proyecto histórico de búsqueda de una sociedad distinta a la heredada y de nuevas relaciones entre política, economía, Estado y sociedad. Por primera vez un proyecto de cambio social no venía de los actores políticos, sino de movimientos sociales, lo que expresaba y ratificaba la ruptura entre partidos y sistema político, por un lado, y la sociedad y los actores sociales, por otro. A su vez, prácticamente todos los programas presidenciales, con pocas excepciones, recogían estos planteamientos. El programa de Michelle Bachelet, quien ganó las elecciones con una votación inédita, era claro en su carácter refundacional, en el sentido de transformar el modelo socioeconómico y superar el actual sistema político-institucional.

Este es el trasfondo de los problemas y escándalos actuales que se tiende a resumir en la cuestión de las relaciones entre dinero o negocios y política, o de la corrupción. Porque en Chile hoy, más allá de los “eventos de corrupción” (escándalos) en que participan ambos lados, política y negocios, o de “malas prácticas”, estamos ante una situación de corrupción estructural legalizada que lleva a las dos anteriores. Recordemos que, cuando hablamos de corrupción en general, hablamos del uso de bienes y recursos comunes o públicos, cuando se trata del país, para la realización de intereses privados, particulares, tergiversando el sentido de tales bienes y recursos. Tales bienes, recursos o intereses no son solo materiales o económicos sino que también pueden ser simbólicos, de poder, prestigio, etc. (un sistema electoral que favorece la concentración de poder o el clientelismo es un sistema corrupto, aunque no intervenga el dinero, en ese sentido hay una corrupción política propiamente tal, como el abuso de poder que no tiene siempre contraparte económica). Se trata de una corrupción estructural o institucionalizada precisamente porque, como señalamos, el sistema económico social tiene su fundamento en el principio mismo de la corrupción: el predominio del dinero, el mercado y el interés privado por sobre lo público, lo estatal, lo social. Con ello, la política queda sin regulaciones y recursos propios y entregada al principio estructurador del sistema, subordinada para su funcionamiento al poder del dinero privado. Por supuesto que hay mucha acción, organizaciones y actores políticos que no sucumben a ello y también es cierto que a lo largo del tiempo se han introducido soluciones parciales cuando se agudizan los efectos perversos más visibles, aunque no se haya atacado el problema de fondo.

El origen de la corrupción estructural en Chile –es decir, la existencia de un sistema corrupto, más allá de las personas que pueden o no serlo–, se encuentra en los procesos de privatización bajo la dictadura, en que los mismos –o sus parientes o amigos– a cargo de empresas estatales se apropiaban de ellas a precios irrisorios, en el pago de la deuda de los bancos en los ochenta, en la generación de mecanismos de acumulación de riqueza corruptos como el FUT y leyes que favorecen el enriquecimiento de pocos (forestales, minería, suelo, agua y, más adelante, pesca, etc.), y la reproducción de todo ello a través de mecanismos institucionales y políticos que se cristalizan en la Constitución y que hacen imposible su cambio.

Pero la corrupción institucionalizada abarca, como hemos señalado, casi todos los ámbitos de la sociedad, por ejemplo, el lucro en la educación significa la apropiación privada de recursos públicos para enriquecerse, la televisión pública queda secuestrada por el mercado y la publicidad, y si uno piensa en el modo como se nombra actualmente nada menos que el Tribunal Constitucional, se dará cuenta de que se trata simplemente de un intercambio de favores particulares (tú votas por mí y yo voto por ti) respecto de un cargo público sin ninguna responsabilidad ante el país. Desde esta perspectiva, contrariamente a lo que señalan los rankings internacionales (que no toman en consideración los elementos y ejemplos que hemos señalado), Chile posee uno de los sistemas económico, social y político más corruptos: un sistema corrupto intrínsecamente potencia las posibilidades de corrupción de determinadas personas y sectores, pero ello no significa que la gente necesariamente sea corrupta. Por ejemplo, el sistema de honorarios en la administración pública puede ser corrupto, pero los funcionarios de la administración pública no lo son, como tampoco lo son quienes trabajan en un sistema corrupto de educación, ni todos los empresarios y mucho menos el mundo de los políticos. Pero los actores económicos y políticos se desempeñan en un sistema basado en la corrupción tal cual la hemos definido. En este sentido, la corrupción institucional o estructural va mucho más allá de las cuestiones de probidad y transparencia, aunque pueda incluirlas.

La existencia de una corrupción estructural es el trasfondo de los eventos de corrupción y de las malas prácticas, también de la corrupción ordinaria, pero sería un profundo error desligar la responsabilidad de personas y organizaciones aludiendo a una causa estructural, puesto que son las personas y organizaciones las que usan y reproducen esta raíz estructural. Incluso, en ciertos casos, la relación entre estructura y comportamiento puede ser muy lejana o simplemente no existir. En este, sentido, los casos Penta (“máquina para defraudar al Estado”) y Soquimich (máquina para comprar la política), no son una excrecencia o consecuencia no deseada del sistema, sino expresión de su esencia: el dinero y los que lo poseen prevalecen sobre la política a través de cualquier medio y en todas las esferas. En cambio, el caso Caval pareciera tener menos raíces estructurales y más idiosincráticas y personales, aunque se da en un determinado clima cultural que hace aparentemente permisibles conductas éticamente reprochables. En todo caso, las raíces estructurales no pueden ser nunca excusa para aceptar comportamientos que, pudiendo ser legales, no sean éticos, como, por ejemplo, tráfico de influencias o aprovechamiento de información privilegiada no sancionados, o dinero proveniente de empresas de origen ilegítimo, etc.

El carácter público y escandaloso del estallido de una crisis estructural y de la corrupción institucional a que aludimos, genera una crisis coyuntural como la que conocemos en este tiempo.

Todas las leyes y medidas de cambio a las crisis coyunturales generadas por el modelo socioeconómico y político hasta ahora han sido precarias, parciales, negociadas con los interesados y han creado nuevas posibilidades de corrupción porque no se toca la cuestión central señalada. La consecuencia ha sido un proceso creciente y profundo de total descrédito de las instituciones y de la política. Y es probable que si se siguen planteando propuestas que no van al fondo del problema, se desemboque en un proceso de descomposición irreversible.

La interpretación más corriente de la crisis actual es que estamos básicamente ante una crisis de confianza en las instituciones. El concepto mismo de confianza tomado de las encuestas es ambiguo, porque se basa en una pregunta simple que abarca por igual a personas singulares o grupos conocidos (familia) e instituciones impersonales, por lo que es imposible saber a qué se refieren las respuestas cuando hablan de confianza. Tampoco es cierto que los sistemas no puedan funcionar con falta de confianza. De hecho, sistemas con muy bajo nivel de confianza siguen funcionando. Quizás credibilidad sería más adecuado. Pero de nuevo estamos frente a lo que aparece en la superficie. Lo que importa es la causa de la pérdida de credibilidad y los efectos que ello pueda tener. En este sentido, es mejor hablar de pérdida de legitimidad o de crisis de legitimidad y buscar la raíz de ésta. Y se trataría de una crisis de legitimidad valórica basada en la cuestión estructural a que hemos aludido, Ello no quita que la legitimidad puramente instrumental o la indiferencia permiten que el sistema siga funcionando, aunque en crisis permanente, que estalla cada cierto tiempo en crisis coyunturales .

Algunos intentan explicar esta crisis de confianza, credibilidad o legitimidad, como una crisis de las elites o de los núcleos dirigentes, lo que lleva fácilmente al “que se vayan todos”, donde “todos” se refiere sin duda a la elite dirigente tanto la política como la económica. Es cierto que puede haber problemas con las elites dirigentes, pero la explicación de la crisis actual como crisis de las elites, es una explicación engañosa. Primero, porque no se ve por qué estas elites actuales sean distintas, salvo cambios generacionales, a las de los primeros años postdictadura. ¿Es que aquellas entre las que se encuentran los autores de esta tesis eran las buenas y estas las malas? ¿Y lo que ocurre hoy no es responsabilidad de las anteriores? Segundo, porque junto con salvar a las “buenas” elites a las que se perteneció, no se quiere indagar en las causas profundas de la crisis actual, que radican en un modelo que las elites anteriores apenas corrigieron, pero no lo superaron sino que, pese a sus méritos en otros ámbitos, reprodujeron y desarrollaron. Tercero, porque al focalizar la explicación en la crisis de las elites, se evitan las causas profundas y todo se resuelve cambiando las elites actuales, ¿y cómo?, ¿por cuáles?, y manteniendo las reglas actuales del juego, ¿quién garantiza distintas y mejores elites de reemplazo?

Lo cierto es que, más allá de la crisis de un actor o un grupo de actores elitarios, asistimos a la crisis de la relación entre elites, instituciones y sociedad, a la crisis de sistema. Y ello no se resuelve o supera reemplazando a unos u otros, aunque pueda ser necesario en un momento, sino cambiando radicalmente las reglas del juego y las instituciones en que esta relación se sustentó, es decir, sustituyendo el actual modelo socioeconómico y político. Ampararse en las crisis de confianza o de las elites solo prolonga la situación actual y posterga la solución de fondo.

Más allá de las interpretaciones, desde el mundo político y mediático se han planteado diversas soluciones que no van al problema de fondo y que, muchas veces, como es el caso de la derecha y sus medios de comunicación, lo que buscan es impedir o congelar el proceso de reformas del programa del Gobierno de la Presidenta Bachelet, que tuvo significativos avances hasta enero de este año, pero que se detuvo con la irrupción de los eventos de corrupción a partir de esa fecha.

Entre estas soluciones aparece siempre la idea de un gran acuerdo o consenso nacional. ¿Qué significa consenso, unanimidad o consenso mayoritario?: si es lo primero, se establece un veto de la minoría. Más allá de las intenciones que puedan tener algunos de que en tal acuerdo se produzca un empate respecto del pasado y no se sancionen las conductas reprochables, un consenso “entre todos” no podría por su naturaleza sino ser superficial y no llegar al problema de fondo, porque, por un lado, se basaría en los mismos actores involucrados, lo que debilitaría su legitimidad y, por otro, no podría refundar el sistema, porque algunos de los sectores que participarían en tal acuerdo son los que lo fundaron y buscan preservarlo.

Otra solución ha sido la del cambio de gabinete. Si bien es cierto que este recurso presidencial tiende a resolver crisis coyunturales y a generar nuevos impulsos en la gestión gubernativa, por sí mismo no resuelve para nada la crisis estructural. Lo más importante es que quienes buscan un cambio de gabinete para frenar el proceso de reformas y cambios, han visto frustrada esta posibilidad con la afirmación de la Presidenta de que el gabinete actual o uno nuevo están y estarán comprometidos con mantener y profundizar las reformas prometidas al país.

Por último, se ha planteado, sin pensar mucho, el adelanto de las elecciones parlamentarias. Evidentemente esto no resuelve ninguna crisis. ¿Podrían ser candidatos los mismos titulares actuales?, ¿por qué los nuevos parlamentarios electos tendrían más legitimidad que los actuales? Hay quienes han tratado de solucionar la falta de argumentos serios en esta materia, proponiendo agregar atribuciones constituyentes al eventual nuevo Congreso. Pero de nuevo parece predominar la ceguera ante la profundidad de la crisis de la relación entre política y sociedad, porque una medida como esta no implicaría mayor involucramiento ciudadano ni mayor legitimidad del nuevo Parlamento, puesto que no va al problema de fondo: la crisis estructural del actual sistema político. Y si, por otra parte, tal aparente solución requeriera una reforma constitucional, lo razonable sería que tal reforma fuera para generar un mecanismo de participación ciudadana en la solución de la crisis, no para adelantar elecciones, sino para elaborar nuevas reglas del juego, es decir, nueva Constitución.

Desde el Gobierno se ha planteado, en primer lugar, el dejar que operen las instituciones de justicia, lo que es estrictamente necesario. Pero esta sola vía deja entregado el problema a una institucionalidad muy débil, por virtuosos que puedan ser sus actores, que no sanciona a una gran parte de los comportamientos corruptos por no constituir delitos y que, cuando lo hace, son sanciones muy pequeñas respecto de la falta cometida. Por supuesto que la justicia es indispensable, pero de su aplicación actual no se sale de la crisis. Por ello, el Gobierno ha sido más proactivo frente a la crisis y ha propuesto otras vías dos vías, que se supone son complementarias.

Por un lado, la presentación de nuevas normas, entre las que están sanciones a quienes infrinjan la transparencia electoral o sean penalizados por ello; es evidente que con esto se apagan algunos incendios para el futuro y se da una señal, pero se trata de medidas parciales y aisladas. Por otro lado, ha sido de mayor importancia la nominación de un Consejo Asesor Anticorrupción que proponga un conjunto amplio de medidas en la materia que su nombre indica. Pero la experiencia y los estudios señalan que este tipo de solución tiene varios problemas. Por un lado, está implícito que tales Consejos busquen acuerdos entre todos sus miembros, algunos de los cuales representan a los sectores y actores involucrados, y sus conclusiones dependerán del Parlamento y ahí tenderá a primar la idea del “acuerdo entre todos los sectores”, cuyas limitaciones ya hemos señalado. Por otro, estos Consejos han tendido a relegitimar posiciones derrotadas por la opinión pública, como fue el caso del Consejo de Educación respecto del lucro. Finalmente, buscan en principio resolver una coyuntura, lo que dificulta, independientemente de la voluntad de quienes lo integran, que se planteen la cuestión estructural y de fondo (recordemos que el Consejo de Equidad no incluyó en su momento el tema de reforma tributaria). De modo que el aporte de este Consejo dependerá, precisamente, de su capacidad de vincular la crisis estructural con la coyuntural.

En este sentido, la nominación de este Consejo no es en sí un momento histórico, pero abre la oportunidad de desencadenar un proceso histórico: ir más allá de una lista de propuestas por completas y adecuadas que ellas sean y generar un proceso de refundación de las relaciones entre economía y política, proponiendo una solución integral que exige tratar esta crisis, y las que la han precedido, como un problema que exige nuevas reglas del juego y convivencia, redefinición del papel del Estado y la subordinación de la economía y los intereses privados a la política y la sociedad. Pero ello no puede hacerse sin plantear la cuestión constitucional, es decir, el cumplimiento del programa de la Presidenta de tener una nueva Constitución. Mostrar la relación entre la crisis de la política y el dinero, la corrupción, etc., y la cuestión constitucional del cambio radical de las reglas del juego y formas de convivencia, es el gran aporte histórico que puede hacer este Consejo.

Hay que reconocer que resolver la cuestión constitucional, lo que todos los países –excepto el nuestro– después de sus transiciones han abordado, es hoy tardía y no funcionará si no se busca superar la crisis de legitimidad de la política y su ruptura con la sociedad. Cualquier solución al problema de fondo, las raíces estructurales de la corrupción, del que la relación entre política y dinero, la corrupción, etc., son solo efectos, pasa por reconstituir la legitimidad de la política y ello no puede hacerse con consensos, proyectos o acuerdos puramente parlamentarios, que carecerían de legitimidad, sino con un proceso constituyente que involucre a todos los actores sociales y políticos. Ese es el único acuerdo nacional viable: uno que no se reduce a los actores afectados (políticos, empresarios, tecnocracia) sino que aborda un proceso de expresión de la soberanía popular, distanciada hoy de la política y las instituciones.

Se trata de un proceso largo, pero que hay que desencadenar desde ahora y en el que se combinarán necesariamente movilizaciones y arreglos institucionales. Sin duda que la manera más adecuada de hacerlo sería una reforma constitucional que permita la realización de un Plebiscito en que la ciudadanía se pronuncie respecto de una nueva Constitución: si quiere mantener la actual, si quiere reformarla a través del Parlamento o si quiere una nueva a través de una Asamblea Constituyente. Por supuesto que en la convocatoria a plebiscito se establecerían las consecuencias de cada una de estas opciones en el caso de ganar. Creo que la opción de la Asamblea Constituyente, dada la crisis de legitimidad de los actores políticos actuales y la ruptura entre política y sociedad, no sólo es la que mejor garantiza una Constitución legítima, sino que es el mejor espacio de recomposición de la relación entre el mundo político y el mundo social.

Si se es consciente de la gravedad de la crisis actual y de la urgencia de una solución, este año podría discutirse la reforma constitucional para el Plebiscito, de modo de realizar este en conjunto con las elecciones municipales del próximo año, lo que además permitiría una mucho mayor participación electoral.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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