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A más de 200 años de la Revolución Francesa, todo sigue igual


La Revolución Francesa de 1789 representa sin duda un momento histórico crucial para entender el sistema político y social en el cual nos encontramos hoy. No por nada una multitud de políticos se dicen admiradores o seguidores de un proceso que marcó el fin de la monarquía y el inicio del sistema político actual, el gobierno representativo.

Con la declaración de la Presidenta Bachelet de una renuncia parcial a sus promesas programáticas frente al negativo panorama económico, se ha ido imponiendo la idea de que  el gobierno debe mantener una política seria y evitar caer en el populismo. Más que seriedad parece que la Nueva Mayoría ha dado la espalda a los problemas actuales.

No existe ninguna medida que plantee seriamente impedir todos los casos de corrupción que han aparecido en la política nacional, desde el caso Caval hasta el financiamiento de campañas políticas. Más bien, los parlamentarios reafirman el aporte privado a los partidos políticos. En resumen, debemos entender que es muy natural que se entreguen desinteresadamente sumas millonarias a políticos que después votarán neutralmente las leyes, sin duda un claro ejemplo de caridad cristiana.

De manera paralela, los parlamentarios se niegan a reducir sus “dietas” mientras realizan un exiguo aumento del salario mínimo, que en nada modificó la capacidad adquisitiva del 24,5% de los trabajadores chilenos como lo expone la Fundación Sol. Parece que la “vocación de servicio público” no es en ningún caso desinteresada porque, como muy bien decía el Presidente Rajoy, en relación con la deuda griega: “Todos queremos ser solidarios, pero ser solidarios a cambio de nada es otra cosa”.

Muchos se  acordarán de la famosa frase de George Orwell en Rebelión en la granja: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales lo son más que otros”. Debemos recordar que este libro y esta frase son una sátira de la Revolución soviética y el posterior gobierno de Stalin. Mucho menos son los que se acuerdan de una frase similar en un contexto mucho menos humorístico, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En su primer artículo se puede leer, a continuación de la famosa frase “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, la menos conocida: “Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”.

La mayoría de esos “revolucionarios” tenían como objetivo acabar con el monopolio del poder por los detentores de la riqueza inmobiliaria, es decir, la nobleza y la Iglesia que poseían tierras y construcciones, para extenderlo a una nueva clase emergente que poseía la riqueza mobiliaria, vale decir, la burguesía que había hecho su fortuna con los negocios. Pero en ningún caso los derechos que deseaban para su clase social debían ser extendidos a toda la población, pues su riqueza se basaba en los escasos recursos que inversamente percibía la mayoría de la población.

[cita] El debate político sigue siendo desde 1789 el límite de los conceptos de libertad e igualdad. Algunos proponen que el progreso social pasa por el respeto irrestricto de las libertades individuales, mientras que otros proponen que las libertades individuales no deben ir en contra del Bien Común y que se debe buscar mayores niveles de igualdad donde todos puedan tener ciertos mínimos. Por el momento, con la relación de fuerza entre libertad e igualdad, el mínimo en Chile alcanza para ir y volver al trabajo, tener techo y comer un kilo de pan al día. [/cita]

Incluso el profundo anticlericalismo de la revolución no se aplicaba al pueblo, donde durante mucho tiempo los sacerdotes siguieron enseñando catequismo a los niños para que aprendieran a resignarse de las desigualdades terrenales en espera de una mejor vida después de la muerte. Como decía Voltaire, “es muy bueno hacer creer a las personas que tienen un alma inmortal y que existe un Dios vengador que castigará mis campesinos si roban mi trigo”. Idea reafirmada posteriormente por Napoleón: «¿Cómo puede haber orden en un estado sin religión? Pues si un hombre se está muriendo de hambre cerca de otro que está enterrado en la abundancia, aquel no puede resignarse a esta diferencia a menos que haya una autoridad que declare ‘Dios así lo quiere’. La religión es excelente para mantener tranquila a la gente común.»

Fue en esa época que se construyeron los conceptos de izquierda y derecha. Frente al modelo propuesto, algunos miembros de la izquierda liderados por Robespierre planteaban múltiples críticas. ¿Son compatibles la idea de libertad económica y de propiedad sagrada frente a la idea de igualdad entre los hombres? Pues en las colonias, los esclavos eran considerados como propiedad. La libertad económica, proponían ellos, debía tener por lo tanto como límite la condición humana.

Otro punto clave en las diferencias entre la izquierda de Robespierre y la mayoría del Parlamento era sobre quién residía la soberanía del país. Mientras los seguidores de Voltaire consideraban que el bienestar de la Nación debía ser entregado a los ricos, basándose por lo tanto en el sufragio censitario, los seguidores de Rousseau planteaban que la soberanía residía en el pueblo, y por lo tanto apoyaban el sufragio universal. Esta incesante posición de Robespierre de querer integrar al pueblo (trabajadores, campesinos y pequeños comerciantes) en las consideraciones del bien común molestaba bastante, como se puede apreciar en un artículo del 28 de octubre de 1789, en “Le Journal de Paris”: «Ayer, el señor Robespierre, ha subido de nuevo al estrado. Se vio rápidamente que iba a hablar de nuevo a favor de los pobres. Y se le cortó la palabra».

Esa desconfianza frente a las decisiones que podría tomar el pueblo sigue asustando los políticos en la actualidad, como bien se puede apreciar en la Nueva Mayoría que intenta no solamente postergar la redacción de una nueva Constitución sino que además busca evitar un proceso de Asamblea Constituyente para dejar a la sola clase política el rol de escribir las reglas que los regirá.

El segundo proceso revolucionario se inicia después del intento de huida del rey y la muerte en las manos del general La Fayette de cientos de “ciudadanos pasivos” que querían pedir la abdicación del rey, esos ciudadanos que, a pesar de ser iguales que los otros, no podían participar de las elecciones porque no pagaban impuestos. En ese segundo proceso, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 tendrá como primer artículo: “La finalidad de la sociedad es el bienestar común. El gobierno es instituido para garantizar al hombre la vigencia de sus derechos naturales e imprescriptibles”. Pero si en la época se podía concebir el fin de los privilegios de la nobleza y la Iglesia, no se podía aceptar la idea de reducir las desigualdades sociales que sostenían el sistema productivo. Como dijo Madame de Staël, el drama de la Revolución Francesa fue que “la gente de la clase obrera se imaginó que el yugo de la disparidad de la fortuna iba terminar de pesar sobre ellos».

Ese segundo período es conocido como El Terror, debido a la cantidad de personas que murieron bajo la guillotina en juicios llevados a cabo por los tribunales revolucionarios. Muchos creen que fue el mismo Robespierre quien creó dichos tribunales, sin embargo, fueron propuestos por un revolucionario “moderado”, Danton, quien hizo el llamado de “una cabeza por día”. Robespierre aprovechó esa situación para eliminar a los que consideraba los enemigos de la Nación, como el mismo Danton o Hébert, quienes recibían dinero por parte de Inglaterra y otras potencias extranjeras. Pero los tribunales revolucionarios no conocían ningún límite y se prestaron a todo tipo de excesos.

Lamentablemente en una época de crisis económica grave con escasez de alimentos como la que vivía Francia, por las deudas contraídas por la realeza desde Luis XIV, el pueblo reaccionó emocionalmente y estaba dispuesto a condenar incluso a inocentes si dicho acto les hacía creer en un mañana mejor, en un acto más cercano al exorcismo, a un sacrificio ritual, que a la justicia. De hecho podríamos asociar ese período a las cazas de brujas en el siglo XVI y XVII donde tribunales populares, principalmente en Alemania, condenaron decenas de miles de personas.

Ese proceso pasó a los Anales de la Historia, mientras la buena revolución, aquella que no cuestionaba las desigualdades sociales, se impuso como una inspiración para la conformación de las repúblicas alrededor del mundo. El pensamiento que promovía Voltaire a nivel político, y que refleja el espíritu de la Ilustración, puede apreciarse en su Estudio sobre los hábitos y el espíritu de las naciones: “El espíritu de una nación reside siempre en el pequeño número, que hace trabajar la mayoría, es alimentado por ella y la gobierna”. No en vano los revolucionarios franceses del Parlamento decían ser inspirados por sus posturas.

En la actualidad el gobierno de la Nueva Mayoría debe tomar decisiones claras sobre sus planteamientos ideológicos, aunque tal vez sea algo pasado de moda en la política actual, donde el interés se centra más en la imagen que en el contenido. Sin importar la gradualidad de las reformas, la Nueva Mayoría debería plantear claramente su posición frente a una Asamblea Constituyente, frente a la realización de plebiscitos, sobre la creación de mecanismos para que la ciudadanía pueda proponer plebiscitos, la relación entre política y empresariado, el rol del Estado y de lo público, entre tantos temas centrales en una sociedad.

Podríamos recordar al gobierno que el realismo también debe considerar que «un salto corto es sin duda más sencillo que uno largo, pero nadie que quisiera cruzar un foso ancho empezaría por saltar hasta su centro» (Clausewitz). En este caso el salto debe ser cualitativo y no cuantitativo. Hay que jerarquizar las prioridades, es verdad, pero deberían estar acordes a un pensamiento político diferente. Las cosas no cambian si se sigue pensando de la misma manera. Cuando el gobierno dice que el momento no es adecuado para realizar reformas, la verdadera pregunta debería ser ¿entonces cuándo?, pues, siguiendo la lógica, en buenos tiempos tampoco se deberían realizar reformas ya que todo marcha bien.

Los contextos económicos pueden influir en la velocidad de implementación de las reformas, pero no en sus objetivos. El discurso de que “no es el momento adecuado para realizar reformas” porque se frenaría la economía, es muy antiguo. Ya los esclavistas se quejaban de que iban a perder dinero con la abolición de la esclavitud, al igual que cuando se prohibió el trabajo infantil o se puso un máximo de horas de trabajo al día. Vemos hoy día que la economía siguió creciendo muy bien y que esos empresarios temerosos siguieron ganando mucho dinero. La verdadera pregunta sobre el crecimiento económico debería ser qué tipo de crecimiento necesita el país.

Los economistas usan las estadísticas a su favor mostrando imágenes globales, pero no el detalle de la realidad. Comparemos dos tipos de crecimiento. En uno, el crecimiento permitió que el patrón de una empresa obtenga un nuevo jet privado mientras que sus 9 trabajadores compraron un helado de agua. En el otro, el crecimiento inferior de otra empresa le permitió al patrón comprarse un auto deportivo y a sus 9 trabajadores mandar a sus hijos a un paseo a la playa. Lo importante por lo tanto no es cuánto se haya crecido sino cómo se creció.

El debate político sigue siendo desde 1789 el límite de los conceptos de libertad e igualdad. Algunos proponen que el progreso social pasa por el respeto irrestricto de las libertades individuales, mientras que otros proponen que las libertades individuales no deben ir en contra del Bien Común y que se debe buscar mayores niveles de igualdad donde todos puedan tener ciertos mínimos. Por el momento con la relación de fuerza entre libertad e igualdad, el mínimo en Chile alcanza para ir y volver al trabajo, tener techo y comer un kilo de pan al día.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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