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Reformas, intereses corporativos y falsos consensos

Eugenio Rivera Urrutia
Por : Eugenio Rivera Urrutia Director ejecutivo de la Fundación La Casa Común.
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El debate económico actual deja en evidencia que, tras una presunta preocupación por la precisión (como algunos que pretenden cuantificar exactamente el impacto del “schock autónomo” en el crecimiento de los últimos meses)  y por una política ecuánime, aparecen declaraciones que con frecuencia carecen de rigor intelectual, denotan opciones ideológicas no reconocidas explícitamente.

Un ejemplo de esto son quienes sostienen, sin más, que las reformas laborales y educacionales corresponden a intereses corporativos. No deja de llamar la atención que diferentes analistas acudan a la descalificación de ciertas posturas y propuestas como correspondientes a “intereses corporativos” y como opuestos al interés general, cuando se trata de movimientos sociales críticos al estado de cosas.

Sin lugar a dudas hay intereses particulares tras las diferentes posiciones, pero esas demandas no se agotan ahí, constituyen también una mirada legítima respecto a lo que se considera el interés de la sociedad. Lo que los analistas en cuestión  no reconocen con la misma frecuencia e ímpetu es que, también, hay intereses corporativos en llamados genéricos a preocuparse por el ahorro y la inversión. Cuando se defiende, por ejemplo, el modelo de impuesto a la renta existente previo a la reforma como un incentivo adecuado para promover la inversión, en particular el FUT, ¿se puede sostener sin más que ello constituye una expresión de la preocupación por el interés general de promover la inversión y que no corresponde a la defensa de un mecanismo que reducía significativamente la carga tributaria de un pequeño, pero influyente sector, de la sociedad chilena?

La manera simple y eficiente con que el actual ministro de Hacienda está resolviendo los presuntos problemas insuperables de la reforma tributaria, deja en evidencia que tras los supuestos problemas técnicos de la reforma, estaba muy presente el deseo de (otros) intereses corporativos, de no pagar los impuestos que el legislador determinó.

Otro ejemplo es el de aquellos que creen resolver fácilmente problemas complejos, como afirmar que “el gobierno tiene que mirar siempre cuál es el interés general de la nación”. Parece sin duda razonable el aserto. Pero como Arrow, en su famoso libro Social Choice anda Individual Values, concluyó, al excluir la posibilidad de comparaciones interpersonales de utilidad, la única manera de obtener una preferencia social satisfactoria es que esta sea impuesta dictatorialmente o acordada democráticamente. En tal sentido, ¿con qué autoridad se arrogan algunos la capacidad de conocer el interés general y, por la vía de la descalificación, clasificar posturas en el debate democrático como propias de intereses corporativos?

[cita] Se peca también de falta de rigor cuando se pretende, sin más, dar recetas de validez general, como por ejemplo afirmar que el éxito o no de una reforma depende del diseño y la capacidad de construir consensos técnicos y políticos amplios. Si bien un buen diseño es indispensable (aun cuando, como sabemos, una forma frecuente de oponerse a una reforma es argüir que no está técnicamente madura), suponer que los consensos son condición necesaria siempre, es insostenible. La reforma previsional del 2008 fue el resultado de un consenso, solo aparente, pues excluyó a todos aquellos críticos del sistema de AFP. [/cita]

Falta rigor también cuando se habla de la posibilidad de que la desaceleración se transforme en estructural, relevando el llamado mal clima de negocios, olvidando que los objetivos de las reformas, junto con apuntar hacia una menor desigualdad, buscan romper como problemas estructurales de la economía nacional.

¿No sufre acaso el país graves problemas estructurales de larga data que se vienen acumulando desde hace, digamos al menos, 10 años, producto del relativamente escaso desarrollo de la infraestructura, de una universalización de la educación de mala calidad, de un impuesto a la renta que incentivaba la evasión y elusión, de la falta de una política industrial moderna, de una inversión en ciencia y tecnología paupérrima y de no haber aprovechado el “boom” de las commodities, para transformar la estructura productiva del país?

Las fuertes tendencias congénitas al estancamiento de la productividad, son un testimonio elocuente de esta situación. Al contrario de lo que sectores (¿interesados?) afirman, de que las reformas podrían producir “una desaceleración estructural” con todos sus problemas (que sin duda los ha habido), dichas reformas están abordando los problemas estructurales que venía arrastrando el país.

Se peca también de falta de rigor cuando se pretende, sin más, dar recetas de validez general, como por ejemplo afirmar que el éxito o no de una reforma depende del diseño y la capacidad de construir consensos técnicos y políticos amplios. Si bien un buen diseño es indispensable (aun cuando, como sabemos, una forma frecuente de oponerse a una reforma es argüir que no está técnicamente madura), suponer que los consensos son condición necesaria siempre, es insostenible. La reforma previsional del 2008 fue el resultado de un consenso, solo aparente, pues excluyó a todos aquellos críticos del sistema de AFP.

Es por ello, que ha resurgido con tanta fuerza en la actualidad la idea de introducir una reforma profunda del sistema de capitalización individual y han sido necesario ardides y maniobras importantes para sacar el tema de la agenda política. La propia reforma laboral de 1991 que, más allá de los avances, sancionó la reforma laboral de 1979, fue también un consenso excluyente, pues quedaron fuera del debate importantes cambios que solo casi 25 años después ha sido posible ponerlos en la agenda pública. Todo esto, sin mencionar ninguna de las reformas de la dictadura que tuvieron como base el consenso de solo cuatro uniformados, que componían la junta de comandantes en jefe.

El no profundizar en las afirmaciones genéricas indicadas sí puede responder a intereses corporativos (de quienes, por ejemplo, disfrutaron de una estructura impositiva muy favorable a las rentas del capital) o incluso de intereses personales en defender ex post lo que se hizo o no se hizo, cuando tuvieron posiciones de poder.

Se ha hablado también de la necesidad de que la lógica política no le pase la aplanadora a la lógica económica (y viceversa). Como siempre, el facilismo en política, se expresa en la preferencia del punto medio, que con frecuencia no ayuda a profundizar en el problema y más bien tiende a eludirlo. Es muy lejano a una actitud rigurosa no definir qué se entiende por los conceptos indicados. La lógica económica por ejemplo, se presenta como unívoca. Habría solo una posibilidad de ser consistente con ese lógica. Sin embargo, sobre los distintos temas, sólo extremistas podrían sostener que existe una sola mirada.

En el tema presupuestario por ejemplo, que muy pronto va a llenar la agenda económica, están fundadas en las diferentes corrientes del análisis económico tanto las posiciones que abogan por un crecimiento acotado del gasto público (de entre 3 y 5%) como aquellas que sostienen, por ejemplo, que este debería crecer entre un 5 y 7%, para asegurar que se avanza suficientemente en revertir la caída del PIB tendencial para avanzar al desarrollo. Esto último,  aun cuando deba recurrirse a los fondos soberanos o a un mayor endeudamiento, pues la mayor capacidad productiva de la economía generará los recursos fiscales necesarios en el futuro.

Tampoco se entra a definir lo que se entiende por la lógica política. Subyacente, está la mirada de que bajo ese concepto ha de entenderse la irresponsabilidad en el manejo de los recursos públicos. Poco tiene que ver el concepto de lógica política con ello en un país como Chile, que ha ido construyendo un prestigio sólido en materia de finanzas públicas y de manejo macroeconómico.

Bajo ese concepto ha de entenderse en primer lugar la necesidad de considerar otros elementos en el análisis. Por ejemplo, la construcción de un clima de cohesión social puede justificar erogaciones aun cuando presionen los equilibrios fiscales. En segundo lugar, alude a la lógica democrática. Y es de esta acepción que se deriva que la decisión democrática reflexiva tiene que tener el timón de mando, pues la verdad no está en la cabeza de los técnicos sino que ella se construye en la deliberación ciudadana informada.

En la contribución al empobrecimiento del debate económico, dañando seriamente la deliberación democrática, tiene un lugar privilegiado la afirmación de que  “hay solo una racionalidad, que es la racionalidad de las cosas bien hechas”. Afirmaciones como estas darían pábulo a recordar episodios históricos que, pese a lo perfectamente organizados y realizados, debían ser condenados.

Desde la propia teoría de la organización queda en evidencia que muchas empresas han fracasado por “hacer bien” cosas inútiles o equivocadas. La reiteración de que no son importantes las visiones del mundo, los valores diferentes y que no existen (en la posición propia) intereses particulares, puede ser una estrategia política rentable pero que no ayuda al necesario sinceramiento de las posiciones en el debate político, cuestión indispensable para avanzar en mejorar la deliberación pública.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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