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Hacer daño Opinión

Hacer daño

Frente a cualquier cuestionamiento público a nuestra Iglesia, a quienes agitan un poco la alfombra, a los que mueven las aguas, a quienes intentan poner sobre el tapete puntos de vista distintos y discusiones sobre la doctrina y el magisterio, se les acusa de hacer daño. Y eso, para quienes aún guardamos cariño por la Iglesia, duele y desconcierta. Imagino que a Juan Carlos Cruz también.


No  me voy a referir ni a al cardenal Errázuriz ni al arzobispo Ricardo Ezzati. Con el contenido de los mails que están circulando por medios y redes sociales, basta y sobra para que cada uno se forme su propia opinión. Yo ya tengo la mía.

Pero sí me interesa referirme a otro punto de esta entramada historia. Y es a esa costumbre, equivocada y cobarde a mi juicio, de responsabilizar y culpar a otros por los propios errores y horrores. En referencia a Juan Carlos Cruz, otrora víctima de Karadima, y en el intercambio de emails entre el arzobispo y el cardenal, se habla de “salteadores”, “lobos” y “serpientes” y del “grave daño” que causaría la presencia de Cruz en la Comisión contra abusos sexuales en el Vaticano. “Él va a utilizar la invitación para seguir dañando a la Iglesia”, advertía el Cardenal en uno de sus envíos.  Y por eso se movilizaron y activaron sus contactos e influencias para evitar a toda costa que Cruz llegara hasta la Santa Sede. Y lo lograron.

Ya lo he escuchado antes. Frente a cualquier cuestionamiento público a nuestra Iglesia, a quienes agitan un poco la alfombra, a los que mueven las aguas, a quienes intentan poner sobre el tapete puntos de vista distintos y discusiones sobre  la doctrina y el magisterio, se les acusa de hacer daño.  Y eso, para quienes aún guardamos cariño por la Iglesia, duele y desconcierta. Imagino que a Juan Carlos Cruz también.

El trato que recibe es injusto. Para cualquiera que haya seguido medianamente de cerca el caso Karadima se dará cuenta que la denuncia que realizó, a cara descubierta, con nombre y apellido, junto a otros, no fue precisamente para sacar provecho personal o simplemente por el gusto de ver caer a la Iglesia. Fue más bien un grito de auxilio, de justicia, de impotencia frente a graves abusos que ocurrían en lo más alto y encumbrado del catolicismo local. Y no fue gratis. Vaya a preguntarle a Cruz, Hamilton o Murillo los costos, los dolores, los miedos y la exposición que eso les significó. Por esto, achacarle ahora a uno de ellos la pesada carga de hacer daño a su propia Iglesia es, a lo menos, un triste y lamentable despropósito.

[cita] ¡No, señores! No es Cruz quien hace daño. Es la misma Iglesia la que se ha encargado de abrir heridas profundas y que, al menos por lo visto estos días, se niega a reconocer en toda su hondura y magnitud. [/cita]

Más todavía para quienes creemos –muy por el contrario a lo que piensan nuestras autoridades eclesiales– que Cruz y sus amigos le hicieron un tremendo favor y un bien invaluable a Chile. Gracias a ellos y su valiente testimonio cayó Karadima y con él una historia de abusos, desidia y poder. Propusieron al país y a los católicos un cambio de mirada, corrieron el eje y abrieron los ojos a muchos sobre la necesidad de virar hacia una Iglesia más transparente, menos santa y más humana.

¡No, señores! No es Cruz quien hace daño. Es la misma Iglesia la que se ha encargado de abrir heridas profundas y que, al menos por lo visto estos días, se niega a reconocer en toda su hondura y magnitud.

Mientras el Papa ha realizado insistentes llamados y ha dado claras señales en cuanto a pastorear con olor a oveja, a estar cerca de los dolores y las necesidades de las personas, a escuchar con humildad y “a decir todo lo que se siente con parresía”, aquí en Chile insistimos en querer tapar el sol con un dedo y en defender viejas estructuras de poder que solo amenazan con dejarse caer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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