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La penumbra de la transparencia: sobre el itinerario constituyente de Michelle Bachelet

Fernando Muñoz
Por : Fernando Muñoz Doctor en Derecho, Universidad de Yale. Profesor de la Universidad Austral. Editor de http://www.redseca.cl
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«s silencios del anuncio de Bachelet parecieran ser más elocuentes que sus dichos respecto al significado que tendrá, en los hechos, el proceso constituyente; pues detrás de esta apariencia de transparencia y participación parecieran esconderse significativas penumbras e incertidumbres que podrían posibilitar que la Constitución cambie para que todo permanezca igual».


*El 13 de octubre de 2015, Michelle Bachelet anunció, mediante transmisión por cadena televisiva, el itinerario que su gobierno llevará a cabo con el fin de reemplazar la Constitución vigente. El itinerario constituyente de Bachelet comprende al menos ocho etapas. La primera consiste en una etapa de “educación cívica”; la segunda, otra de “diálogos ciudadanos”. A partir de ellos, en una tercera etapa, alguien –no sabemos bien quién– elaborará un texto de “bases ciudadanas para la nueva Constitución”.

A continuación, en una cuarta etapa, el gobierno propondrá al Congreso una reforma al actual texto constitucional para incluir en él un capítulo para regular el reemplazo total del texto, capítulo en que se le ofrecerá al Congreso tres alternativas para llevar a cabo dicho reemplazo (una “comisión” integrada por parlamentarios de ambas cámaras, una “convención” integrada por parlamentarios y ciudadanos, o una “asamblea” elegida por la ciudadanía especialmente con tal propósito) y una cuarta alternativa consistente en remitir al electorado la potestad de decidir entre estas alternativas mediante un plebiscito.

Al finalizar su período presidencial, y en una quinta etapa, Bachelet enviará un proyecto de nueva Constitución elaborado a partir de las ‘bases ciudadanas’. En una sexta etapa, el Congreso elegido en las elecciones parlamentarias de noviembre de 2017 deberá decidir entre las cuatro alternativas contenidas en el capítulo de reemplazo; mientras que una séptima etapa consistirá en que se lleve a cabo lo decidido por dicho Congreso o por el electorado, esto es, que el proyecto de nueva Constitución presentado por la ya ex Presidenta Bachelet sea discutido por una “comisión”, una “convención”, o una “asamblea”. Finalmente, como octava etapa y final, se realizará un plebiscito para que la ciudadanía apruebe o rechace el fruto de ese trabajo.

Ha habido quienes han aplaudido el anuncio de Bachelet porque delinea un itinerario constituyente de manera más transparente y con más espacios de participación que lo que jamás haya existido en nuestra historia política. Desde luego, considerando que los actos constituyentes que dieron origen a las tres Constituciones Políticas más duraderas de nuestra historia fueron ejercicios particularmente autoritarios del poder constituyente, no es tan claro que esta comparación sea particularmente reveladora. Pero, más allá de ello, habría que señalarle a dichos sectores que los silencios del anuncio de Bachelet parecieran ser más elocuentes que sus dichos respecto al significado que tendrá, en los hechos, el proceso constituyente; pues detrás de esta apariencia de transparencia y participación parecieran esconderse significativas penumbras e incertidumbres que podrían posibilitar que la Constitución cambie para que todo permanezca igual.

A mi juicio, ya es problemático que se haya anunciado, como forma de sociabilizar el proceso constituyente, una etapa de “educación cívica”. Así planteado, con esta terminología, el proceso parece como un imposible, pues como varios comentaristas se han encargado de señalar, es imposible que en unos pocos meses la población se “eduque” sobre las complejidades de un texto constitucional. Y esto es cierto, pero no en el sentido elitista y juridizante en que dichos críticos entienden el asunto. Lo que ocurre es que el gobierno y sus críticos coinciden en creer que el único tipo de episteme válida, al momento de entender la Constitución, es aquella de carácter técnico producida por aquellos cuyo trabajo consiste en estudiar las reglas constitucionales vigentes; y, claro está, es imposible transmitirle dicho saber en unos pocos meses a una gran masa de la población cuyos saberes, en virtud de sus actividades habituales, no les proporcionan dicho conocimiento. Vistas así las cosas, la tarea efectivamente consiste en un imposible: los pocos que saben deberán instruir a los muchos que ignoran.

No se trata tampoco de proponerle a los ciudadanos, como se desprende de las palabras de Nicolás Eyzaguirre, que plasmen sus “sueños” en “hojas en blanco”; si la anterior formulación presenta a nuestra ciudadanía como adolescentes que necesitan instrucción, esta otra los presenta como niños o, peor aún, como idiotas. En ambos casos, hay una negativa a reconocer a los ciudadanos como productores de conocimiento sobre lo constitucional; y ahí ya radica la primera penumbra que nubla el proceso constituyente. Es necesario reivindicar la verdad de que, debido a que hay múltiples formas en que los ciudadanos se involucran con lo constitucional, hay también múltiples saberes sobre lo constitucional, producidos localmente por cada uno de nosotros, quienes vivimos regidos por la Constitución.

En sus respectivas cotidianeidades, la totalidad de quienes integran nuestra comunidad política se encuentran con eventos, hechos, situaciones en las que experimentan las aplicaciones prácticas de la Constitución Política. Por ejemplo, una gran parte de la población experimenta el carecer de acceso a educación y salud de calidad, el no poder negociar colectivamente, o el carecer de la posibilidad de interrumpir un embarazo no deseado. El propósito de un proceso de deliberación entre ciudadanos epistémicamente reconocidos como tales no debe ser el explicarle a ellos tecnicismos constitucionales, como las etapas que comprende el proceso de tramitación de la ley, o la relación que existe entre ley y potestad reglamentaria. Más bien, el propósito debe ser permitirles conectar sus saberes, tanto los prácticos o experienciales como aquellos que provengan de sus ideas e ideologías, con lo constitucional, a fin de que queden claras las conexiones que existen entre sus posiciones en la estructura social y lo constitucional. Las etapas de “educación cívica” y de “diálogos ciudadanos” podrían servir este propósito, en la medida en que estas etapas fomenten una discursividad apegada a la realidad social, no a la altisonante pedagogía constitucional (y en la medida en que tampoco inviten a los ciudadanos a dibujar en una hoja en blanco sus sueños, fantasías y otras alucinaciones).

Ahora, conspira contra dicha legitimación epistémica y, en última instancia, política, de la ciudadanía, el hecho de que el destino final del proceso de “diálogos ciudadanos” sea el servir de materia prima para la elaboración de unas “bases ciudadanas para la nueva Constitución” y estas, a su vez, para la redacción de un proyecto de Constitución Política que, al decir de Bachelet, “recoja lo mejor de la tradición constitucional chilena y que esté acorde con las obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo”. Aquí está la principal penumbra del itinerario constituyente. ¿Quién redactará dichas “bases ciudadanas” y el anteproyecto de nueva Constitución? Y ¿qué ideologías, cuáles intereses de qué actores sociales, buscará representar quien redacte dichos documentos?

Inevitablemente, aquí corremos el riesgo de que exista una nueva “Comisión Ortúzar”; un grupo de asesores jurídicos no elegidos que redacten los contenidos de nuestra Constitución Política. Y esto se revela como una oportunidad de incidir políticamente desde la penumbra más allá de lo que ocurra posteriormente en el itinerario constitucional. Incluso si es que este proyecto de nueva Constitución es posteriormente discutido por una asamblea constituyente, aún así sus contenidos representarán un ‘mínimo’ para las distintas posturas e intereses que estén representados en dicha asamblea, transformándose en una alternativa de default en aquellos casos en los que no se llegue a acuerdo. Definir el punto de partida es, a menudo, definir también el punto de llegada. Y la penumbra que hasta el momento recubre la redacción del anteproyecto de nueva Constitución es particularmente relevante, en la medida en que el gobierno de la Nueva Mayoría ha revelado estar fragmentado internamente, en lo ideológico, entre sectores que desean –al menos, dicen desear– realizar reformas estructurales, y sectores que han anunciado, y han logrado cumplir su promesa, que no permitirán que se transforme el modelo ‘subsidiario’ de Estado. ¿Quién redactará el anteproyecto de nueva Constitución, los sectores de ambiciones reformistas o el ‘partido del orden’? Si nos atenemos al mejor predictor del futuro, el pasado, la respuesta pareciera ser que serán los segundos, tal como ocurrió con la reforma tributaria, la reforma educacional, y la reforma laboral llevadas a cabo por el gobierno de Bachelet.

Estos elementos de penumbra recuerdan lo dicho por Bachelet en julio de 2015, cuando expresó que no convocaría a la ciudadanía a decidir mediante un plebiscito si desea una nueva Constitución, sino que convocaría a las “juntas de vecinos” y los “centros del adulto mayor” a “conversar”. Dicha convocatoria a “conversar” sobre la decisión constituyente, anunció ya en aquel entonces, sería “consultiva”; pero aún así, anunció la Presidenta, sería realizada “tomándose en serio las consultas porque tampoco se trata de hacer una faramalla de participación”. En vistas a las zonas de penumbra que emergen en el anuncio presidencial, no cabe sino calificar esta última expresión como un verdadero acto fallido; una confesión involuntaria de lo que las élites, personificadas en la voz de su Presidenta, desean ofrecer para salir del atolladero en que están metidas: una faramalla de participación.

Por otro lado, también es una zona de penumbra aquella afirmación de Bachelet según la cual el anteproyecto constitucional, además de alimentarse de las “bases ciudadanas”, recogerá “lo mejor de la tradición constitucional chilena” y satisfará “las obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo”. ¿Cómo se equilibrará cuánto de las “bases ciudadanas”, cuánto de la “tradición constitucional chilena” y cuándo de las “obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo” habrá en aquel anteproyecto?

Concentremos nuestra atención en el primer elemento. ¿Qué criterio se empleará para determinar qué es “lo mejor” de la tradición constitucional chilena? Esa “mejor” parte de dicha tradición, ¿será una actitud que haya caracterizado a esta tradición, como por ejemplo, el imitar modelos de las metrópolis como Francia o Estados Unidos? ¿No podemos mejor mirar al constitucionalismo de países como Sudáfrica o Colombia? ¿Será la existencia de determinados órganos, como por ejemplo la Presidencia? ¿Proveerá entonces su tradicional existencia de suficientes razones para oponerse a suprimirla y crear en su reemplazo un gobierno parlamentario? ¿Será el respeto de ciertos derechos? Pero, ¿qué significa respetar dichos derechos? ¿Se respeta el derecho de propiedad, por ejemplo, cuando su concentración en pocas manos se limita, como ocurrió durante la reforma agraria? ¿Qué integra la tradición en cuestión, todo aquello que alguna vez ha existido en nuestra práctica constitucional, por muy breve que haya sido su existencia? ¿O sólo son parte de aquella tradición aquellas actitudes, órganos y derechos que han subsistido durante en largos plazos? Parece que nadie advirtió a Bachelet que invocar la “tradición” invita más al desacuerdo que al acuerdo, no porque alguien se oponga a ella, sino porque cada quien entiende a su manera qué es la tradición.

El segundo elemento, “las obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo”, también son una fuente de penumbra. ¿A qué se refiere la Presidenta, a los tratados internacionales de derechos humanos, tales como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer y el Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre pueblos indígenas? ¿Intentará la nueva Constitución enmendar aquellas situaciones que han llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a condenar a Chile por discriminación sexual en el caso Atala v. Chile (2012), por persecución política al movimiento mapuche en el caso Norín Catrimán y otros v. Chile (2014) y por no haber logrado reparaciones satisfactorias a los torturados por la dictadura en el caso Maldonado Vargas y otros v. Chile (2015)? ¿O las obligaciones a que se refiere la Presidenta son aquellas que emanan de los tratados de libre comercio? ¿Está pensando en el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica –más conocido por las siglas de su denominación en inglés, Trans-Pacific Partnership, TPP– el que está siendo en estos momentos negociado en secreto por los gobiernos de toda la cuenca pacífica, sin participación de los parlamentos ni debate público sobre sus contenidos? ¿Esas “obligaciones jurídicas que Chile ha contraído con el mundo” son el derecho internacional de los derechos humanos y de los derechos económicos, sociales y culturales, o es el así llamado ‘derecho administrativo global’ y su red de organismos jurisdiccionales y administrativos preocupados de crear la mejor de las condiciones para la inversión extranjera?

Todo ello pone bajo una renovada luz otras declaraciones de la Presidenta Bachelet y de su gabinete. Recordemos que el 8 de octubre de 2015, Bachelet acudió a la ceremonia de conmemoración de los 35 años del Centro de Estudios Públicos, donde ante 150 empresarios anunció que el proceso constituyente no afectaría el derecho de propiedad. ¿Por qué la Presidenta siente que tiene la posibilidad de formular tal anuncio? ¿Qué le da la seguridad de que el derecho de propiedad no será modificado? ¿Qué sentido tendría llevar a cabo un proceso constituyente si no se modifica la protección a la propiedad que existe en la Constitución de 1980?

Por otro lado, escuchemos a su jefe de gabinete, el Ministro del Interior Jorge Burgos. Hasta hace no mucho, Burgos se oponía rotundamente al reemplazo de la actual Constitución Política; pues ella, según dijo en la Universidad del Desarrollo en julio de 2015, ha “impuesto un orden, que aunque imperfecto, nos ha permitido resolver los problemas dentro de una institucionalidad, en paz, conforme a unas reglas, con vigencia del Estado de Derecho”, declaraciones cuyo vacío pragmatismo (el orden como fin en sí mismo) lo revelan como heredero directo de Patricio Aylwin. Pero tras el anuncio de Bachelet, su postura cambió, en apariencia, radicalmente; afirmó en la ceremonia de apertura del Encuentro Nacional del Agro 2015 –los lugares que Burgos escoge para hablar sobre la Constitución dicen mucho sobre con qué clases sociales mantiene una alianza histórica–que “debemos reconocer que algo anda mal en nuestra institucionalidad política”.

Pero, específicamente, ¿qué quiso decir ese cambio? Que hay algo que no está funcionando bien en la estructura constitucional; más específicamente, en sus palabras, «hay un ruido en ese engranaje del que no debemos hacernos los sordos a riesgo de que por no haber enfrentado o escuchado el problema oportunamente, más tarde nos explote en la cara. El motor, la sala de máquinas puede volver a revisarse, la institucionalidad permite hacerlo y hacerlo de un modo institucional y ordenado conforme a reglas a través de una política de Estado, por mayorías calificadas».

El rococó exceso de metáforas que emplea Burgos, evidentemente, busca dejarle en claro al público aquello que no se puede decir con todas sus letras: que el proceso constituyente no introducirá cambios en las “reglas del juego” social, en las correlaciones de fuerza entre clases, en la hegemonía. Tan sólo se trata de cambios en los instrumentos de gobernanza, a fin de evitar un estallido social más fuerte que el ocurrido el 2006 y el 2011. Tal como Lagos lo hiciera en 2005 y como Aylwin lo hiciera en 1989, el propósito de la nueva Constitución es insuflarle nueva legitimidad al modelo neoliberal.

Las palabras de Bachelet y de Burgos dan a entender un preciso diagnóstico: lo que está mal y requiere arreglo son aspectos muy específicos del funcionamiento de la Constitución Política, el ‘equilibrio’ entre poderes públicos; pero ello no involucra reformular la constitución social, las reglas constitucionales que inciden en la capacidad de los distintos grupos para defender sus intereses, incluyendo la regulación constitucional de la propiedad, de la sindicalización, de la huelga, de la educación, de los derechos sexuales y reproductivos, entre otros. Por ello, no estamos convocados a discutir de política constituyente sino de técnica constitucional; por supuesto, todo ello aderezado con diálogos, visitas en terreno de autoridades, fotos con la Presidenta y sus Ministros abrazando a ciudadanos comunes y corrientes, que nos permitan volver a sentir a las autoridades como ‘próximas’, ‘nuestras’, en un gran acto de amor que restituya la confianza en la institucionalidad.

* Publicado en RedSeca.cl

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