Publicidad

El destino inclemente de la universidad chilena

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
Ver Más


La opinología en materia de educación superior abunda. Y sirviéndonos de ella, gracias al océano de afirmaciones utópicas, sensatas o disparatadas, aventuramos una hipótesis sobre otra forma de concebir la modernización de la Universidad Chilena. La idea es profundizar en un ejercicio contrafáctico sobre la cobertura suponiendo que la masificación se hubiera materializado sin aquel régimen de facto que Manuel Antonio Garretón suele denominar “modernización autoritaria” (1973-1989).

A modo de recapitulación, cabe recordar que las 8 Universidades tradicionales hasta 1973 eran de provisión mixta; algunas obraban por la vía del mecenazgo privado (Médicos o filántropos: don Federico Santa María… don Eduardo Morales) y otras lo hacían por el mecenazgo estatal. Sin embargo, existe una holgada evidencia empírica que nos señala que la demanda venía “golpeando” a la oferta desde 1965 a 1973 y ello forzaba –cual más cual meno– el paso de la Universidad elitaria a la Universidad de masas (Estado, Mercado y Conocimiento, FLACSO, 1992).

Ello abre dos interrogantes. A fines de los años 60, ¿es posible afirmar que la presión de la demanda forzaba en algún sentido una modernización postestatal que incidiría en las formas de provisión mixta de la educación chilena para la ulterior masificación de los grupos medios? Pero antes de eso, ¿era acaso la Universidad de Chile en septiembre de 1973 aquella monumental construcción humboldtiana, inclusiva y popular, la encarnación mitificada del proyecto socialista? ¿Bastaría, acaso, con invocar a Clodomiro Almeyda explicando la teoría del valor (marxista) en un aula de la Casa de Bello como prueba de genuina democratización? Cómo dar cuenta del estatuto de su “selectividad” –elitaria y pluralista– sin negar su vocación pública y su innegable fortaleza académica en el ideario latinoamericano.

A nuestro juicio ello establece un primer punto de inflexión, sin perjuicio de recordar o admitir que el recorte de gasto público a mediados de los año 70 forzaba el camino de las Universidades tradicionales hacia la autogestión, y admitiendo los cambios iniciados desde 1981, nos preguntamos;:¿existía otra cobertura para atender a la demanda que fuese radicalmente distinta a la que todos conocemos? Aparentemente, existe un consenso global en que las experiencias de masificación tienen externalidades complejas (acceso, democratización del saber versus deterioro de calidad y déficit de prevención regulatoria). Pero situados en un ejercicio contrafáctico, como ya mencionamos, hay a lo menos tres opciones viables de satisfacción de la cobertura en los años 90.

Primero: habrían sido las 8 universidades tradicionales las que contra la inyección de ingresos basales y expansión de la oferta hubieran tenido que tutelar la demanda de nuevas cohortes al régimen de educación superior –ello implicaba la supervisión de instituciones “alternativas”. Segundo: el modelo chileno habría continuado con su tradición estatal-reformista –consolidada el año 38–, abriendo puntualmente proyectos privados, confesionales o laicos. Por último, y tercero: el paradero obligado de la educación superior era un “relapse” del modelo brasileño y su consabida diversificación –como suele señalar buena parte de los expertos–.

Pero he aquí la crisis del malogrado patrón industrial, la ausencia de burguesías nacionales, la ruptura del consenso keyesiano, las transformaciones en la sociedad de red, la masificación de las nuevas tecnologías de comunicación de masas, el boom de la Universidad a “control remoto”, la crisis del Estado Nación, etcétera. Tales procesos no se pueden soslayar. Adicionalmente, todo indica que la expansión hegemónica de la “universidad docente-terciaria” en la región –desconectada masivamente de procesos de investigación y saber contemporáneos– habría incidido definitivamente en el mapa universitario nacional –so pena de una infausta similitud con un college (sudamericano)–.

Y lo anterior sin perder de vista un consenso transversal en la comunidad de expertos sobre la atrofia del “régimen curricular” latinoamericano que favorece una formación napoleónica-profesionalizante (pregrado) que obstruye el paso a una especialización más dinámica.

[cita tipo=»destaque»] Si bien es posible sugerir que sin modernización autoritaria (1973-1989) no habría ocurrido una creación tan acelerada de instituciones privadas en Chile, existe un dato sugerido por algunos investigadores, una pista relevante: según Eugenio Cáceres se dispuso que las universidades no tuvieran fines de lucro, a diferencia de los IP y los CFT. Ahí podría estar la prueba de que el grupo asesor que redactó el DFL1, cuando escribía aquella controversial ley pensaba en universidades privadas, similares a la Universidad de Concepción, la Universidad Austral, a saber, universidades concebidas desde una filantropía liberal a cargo de grupos de profesionales que no buscaban directamente el ejercicio lucrativo (al menos a gran escala).[/cita]

Pero todo ello es parte, cual más cual menos, de los cambios estructurales del capitalismo mundial. La cobertura, más allá o más acá, transcurría en el fin de una época: la capitulación de la Universidad Estatal-nacional. De otro modo, la fase financiera de la globalización forzaba –tendencialmente– un ciclo de desregulación en los mercados educacionales. Más preventiva o menos preventiva, ¡nunca lo sabremos!

De un lado, la masificación es una decisión política. De otro, la comunidad de especialistas aún no se pronuncia categóricamente sobre experiencias de masificación a gran escala sin los riesgos de calidad o marco regulatorio –mermado–. Todo indica que estamos ante un campo minado. Pero tal se puede reconocer la desregulación “full time” del caso chileno, y sin el ánimo de soslayar proyectos Universitarios que se transan en la bolsa, habría que evaluar con la misma distancia crítica que la noción de “gratuidad” –pese a su indiscutible gravitación ética– no tiene precedentes en la historia de Chile.

Hay un conjunto de factores ancestrales, algunos ya mencionados más arriba (déficit de elite modernizadora, industrialización fallida, ausencia de capitanes schumpeterianos, déficit de secularización, etcétera) que hacen algo kafkiana la retórica inicial de la Nueva Mayoría, ¡por obra y gracia del igualitarismo! Y no deja de llamar la atención cómo su elite política, muy a sabiendas de lo que se describe sumariamente en estas notas, se haya sumado –azuzando– al despertar de pasiones socavando el pacto transicional de los años 90.

El grito de la calle tuvo el mérito genuino de trasladar la discusión del “voucher” al ámbito de la gratuidad y ello nos permitió –entre otros aspectos– poner en el tapete los vicios de la extrema desregulación iniciada en los años 80. Pero una cosa es la crítica radical a un tipo de modernización, y otra, muy distinta, es cuestionar estructuralmente la modernización, ontológicamente –al decir de un filósofo–. La Confech, que si bien proponía el etapismo en el terreno procedimental y político, tenía en su fuero íntimo el anhelo de materializar el 100% de gratuidad universal. Y para muestra un botón: ¡que Finlandia aquí!, ¡que Canadá allá!, ¡que Holanda hizo lo otro!, etcétera. ¡Por fin! ¡Y sí, está el antídoto! ¿Por qué nosotros no podemos acceder a la gratuidad universal? Y así se fue pavimentando el camino para una borrachera ideológica en plena sociedad de consumo. Como si nuestra larga “noche colonial” interrogada desde la experiencia europea –la ilustración, la revolución industrial, la Francia secular– fuera remontable en un par de quinquenios.

Pero la elite concertacionista, más sagaz, más ladina, más librada a la cultura de check in, la misma que cual coro del laguismo (2000 y 2006) celebraba la cobertura y ocultaba las prácticas de lucro (como dos planos inconexos para no asumir los costos inconfesos), cambió súbitamente de relato y empezó a administrar e inducir los discursos de ciudadanía que padecía los escarnios del retail. A decir verdad, la Concertación (Actual Nueva Mayoría) “sodomizó” al mundo alternativo –lo anhelos de las minorías activas– cuando articuló un relato “ficcional” que sugería cuestionar sus propios mecanismos de producción política. Pero a poco andar quedó en evidencia su falta de convicciones.

Todo esto implica un diagnóstico desapasionado, ingrato, extremadamente impopular. Se trata de sugerir una lectura que no haga concesiones demagógicas al sentido común –2011 mediante–. De hecho, salvo honrosas excepciones, llama la atención el “silencio de los expertos” y la sobreinterpretada evidencia empírica. Ellos cedieron –por omisión– ante la empatía de contenidos éticos; otro campo intelectual obvio, el realismo y se consagró a la tarea de elaborar un discurso de los derechos sociales y proponer El Otro Modelo.

Al final, una parte de la Concertación trató de reencontrarse con ese programa abandonado a comienzos de los años 90. Es más, nos atreveríamos a sostener que la elite de especialistas en materia de educación superior aún mantiene fuertes diferencias en términos de cómo interpretar el lucro. Quién sabe si después del 2011 son repudiables figuras como Federico Santa María, porque la cultura de la donación es declarada pecaminosa dada la copiosa producción de enunciados éticos. Se parte de la premisa de que todo lo articulado el año 1981, ¡cual teoría del complot!, fue una estratagema urdida para el enriquecimiento ilícito a 20 años plazos… como quien devela, cual pitonisa, el proceso social predictivamente.

Solo un balance muy general para no sugerir que nuestra hipótesis colinda de entrada con una ficción improductiva (¡tentación inevitable!). Si bien es posible sugerir que sin modernización autoritaria (1973-1989) no habría ocurrido una creación tan acelerada de instituciones privadas en Chile, existe un dato sugerido por algunos investigadores, una pista relevante: según Eugenio Cáceres se dispuso que las universidades no tuvieran fines de lucro, a diferencia de los IP y los CFT. Ahí podría estar la prueba de que el grupo asesor que redactó el DFL1, cuando escribía aquella controversial ley, pensaba en universidades privadas, similares a la Universidad de Concepción, la Universidad Austral, a saber, universidades concebidas desde una filantropía liberal a cargo de grupos de profesionales que no buscaban directamente el ejercicio lucrativo (al menos a gran escala). Fue así como los primeros tres proyectos que se formularon bajo el año 1981, que fueron la Universidad Fínis Terrae –que no surgió hasta mucho después–, la Universidad Central y la UDP, resultaron proyectos que gozaron de autonomía universitaria sin investigación.

A la sazón la sociedad chilena ya tenía una tradición universitaria informal, de academias, institutos de secretariado, que nos permite elucubrar que para los militares la universidad iba a ser una cuestión más bien selectiva y reservada para las elites. De suyo, cabe reconocer que si en los 80 la modernización hubiera obrado con una dosis adicional de regulación –“dosis”, porque mucha regulación excluye acceso– el enfoque no habría variado sustantivamente, porque ello hubiese desatado una expansión inorgánica del mapa universitario y la consecutiva exclusión de grupos medios masificados. Y a no olvidar: la masificación y sus vicios comenzaron el año 1990, en aquel tiempo la clase política sugería que todo era posible (¡en la medida de lo posible!).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias