La sentencia de la Corte Suprema que resolvió favorablemente un recurso de protección interpuesto en favor de prisioneros políticos encarcelados en Venezuela ha abierto interesantes interrogantes. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad del derecho y la justicia? ¿Qué circunstancias deben concurrir para que la pretensión de decir el derecho, ius dicere, constituya un acto de autoridad, un ejercicio de potestades públicas, y no un acto fallido, una performance psicoanalítica? ¿Es posible tener juridicidad sin estatalidad, jurisdicción sin coerción, auctoritas sin potestas?

Hace tres siglos y medio, Thomas Hobbes adelantó una respuesta en su lúcido tratado de teoría política Leviathan. Allí, el inglés sostuvo que “antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos”. Estas perceptivas palabras demuestran por qué Hobbes mantiene, como los genuinos clásicos, su actualidad: escribiendo en pleno proceso de construcción de Estados en Europa Occidental, Hobbes logra discernir las estructuras profundas de la realidad social mejor que unos jueces chilenos que, obnubilados por medios de transporte y tecnologías de la información que transmiten la confusa idea de que vivimos en un Estado de Derecho global, creen que pueden resolver los problemas de tierras lejanas.

Por supuesto, el imaginario político propio de la globalización neoliberal nos hace soñar despiertos y pensar que, así como se ha globalizado el capital, también se ha globalizado la justicia. Inevitablemente acude en respaldo de dicha ensoñación el hecho de que el leading case en la materia, el precedente más invocado en favor de una respuesta positiva, sea el caso Pinochet. Las diferencias entre un caso y otro nos aclaran por qué la reciente sentencia de la Corte Suprema es un caso psicoanalítico más que jurídico.

Si la estatalidad es, como sostenía Hobbes, condición de posibilidad de la jurisdicción, entonces tiene pleno sentido que un criminal de lesa humanidad localizado, por azares del destino, en el territorio de un estado ajeno pueda ser arrestado por un simple policía. La justicia que –renuentemente– intentó ejercer el Estado inglés debido a la solicitud del juez Baltasar Garzón, es la misma justicia de la manus iniectio romana, del habeas corpus inglés, y del clásico arresto policial: el apoderamiento de un cuerpo individual situado a no mucha distancia de la autoridad cuyo poder se invoca. El caso Pinochet no es una genuina innovación sino en cuanto a la retórica jurídica invocada para justificar el arresto del criminal respectivo: la jurisdicción universal y el desconocimiento de la inmunidad diplomática. Estas justificaciones, por añadidura, son reflejo de asimetrías de poder estatal; específicamente, del hecho de que juzgar y extraditar a un ex dictador sudamericano no era algo realmente problemático para un Estado europeo (nadie ha arrestado hasta el momento a los criminales de guerra George W. Bush, Tony Blair, o José María Aznar).

Pero en el caso Pinochet la estatalidad de la justicia, el  hecho de que el ejercicio de la jurisdicción requiera como condición de posibilidad la existencia de un “poder común, apto para la defensa contra la invasión extranjera y las ofensas ajenas” (Hobbes), jamás estuvo en discusión. Eso se demuestra fácilmente mediante una sencilla pregunta contrafáctica: ¿habrían logrado algo el Estado inglés o el español solicitando la extradición de Pinochet desde Chile en, por ejemplo, 1973? ¿O en 1990? ¿O incluso en 1999? Más allá de enardecer a los partidarios del dictador, la respuesta es que no.

El régimen de Pinochet, por supuesto, fue objeto reiterado de condenas desde tierras lejanas, incluso desde el tipo de organismos internacionales a los que la Corte Suprema ha pretendido recurrir. Pero esas fueron condenas que entendían sus propias limitaciones; esto es, que hacían uso del soft power de la diplomacia internacional, no del hard power de la jurisdicción.

Desde luego, la erosión de la estatalidad en la era contemporánea no ha dejado incólume la relación entre jurisdicción y estatalidad. Hoy en día existen tribunales internacionales que pretenden detentar jurisdicción sobre la realización de crímenes de lesa humanidad, como la Corte Penal Internacional, y otros que adjudican respecto a vulneraciones de los ‘derechos’ de inversores extranjeros, como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI). La diferencia entre la efectividad de unos y otros, sin embargo, es tremendamente elocuente respecto a las limitaciones derivadas de la ausencia de estatalidad en la jurisdicción internacional. Los tribunales penales internacionales tienen poca efectividad; por lo general, tan sólo sirven para enjuiciar a militares derrotados y ex dictadores provenientes de la periferia global. Los tribunales comerciales internacionales, en cambio, tienen mucha eficacia, debido a que han reemplazado la coerción física por la coacción económica; un país que no cumpla con las resoluciones de este tipo de tribunales se ve expuesto a todo tipo de sanciones económicas.

En última instancia, pareciera ser que la jurisdicción depende de alguna fuerza histórica que la haga realidad. Y, desde la conformación de aquello que Immanuel Wallerstein ha denominado como la economía-mundo capitalista, dicha fuerza es el capital. En la época de Hobbes, la gran burguesía respaldó y financió la construcción absolutista de la estatalidad debido a que ella beneficiaba su interés en contar con una autoridad política centralizada y eficiente. Hoy, sus intereses, que radican en la seguridad de la inversión extranjera, no en la persecución de violaciones a los derechos humanos, están custodiados por el nuevo orden mundial del capital encarnado paradigmáticamente en el CIADI. La idea de una jurisdicción universal de los derechos humanos, como la que ha vislumbrado la Corte Suprema, no es sino, tal como el socialismo utópico de antaño, un devaneo sin futuro.

Todo lo que la sentencia de la Corte Suprema logra es revelar el deseo de Carlos Aránguiz –la pesadilla judicial de la corruptela concertacionista, el juez que enjuició y condenó, entre otros a Patricio Tombolini, Víctor Manuel Rebolledo y Cristián Pareto– de consagrar su carrera como juez favorito del conservadurismo nacional. Esto es coherente, por ejemplo, con que Aránguiz haga uso de los eslóganes del conservadurismo (“esta Corte no puede favorecer un proyecto de ley que atenta contra la vida humana, base misma y primigenia de nuestra institucionalidad”) en el Informe que la Corte Suprema emitió sobre el proyecto de ley que despenaliza el aborto. La sentencia sobre Venezuela es, en el fondo, y de manera muy elocuente, una sentencia sobre cómo Carlos Aránguiz desea verse a sí mismo: como el Juan Guzmán de la derecha.

Por último, no es posible hablar de este asunto sin aludir al trasfondo explícitamente político de la discusión: el esfuerzo que han hecho la derecha y el sector más conservador de la Democracia Cristiana por condenar al gobierno de Nicolás Maduro. Estos sectores de dudosos compromisos democráticos (mal que mal, son los mismos que hace décadas promovieron el golpe de Estado en Chile, y que hace una década apoyaron un golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez) han caracterizado al gobierno de Maduro como una dictadura, debido a la represión policial que ha dirigido contra sus opositores.

La caracterización del gobierno de Maduro como una dictadura es provocadora; mal que mal, se trata de un gobierno electoralmente elegido. Sólo es posible caracterizarlo de dicha manera a partir de definiciones más exigentes de lo que una democracia es; es decir, a partir de una definición que entienda una democracia, por ejemplo, como una forma de Estado en la cual no sea empleada la violencia estatal contra los disidentes.  Ahora bien, en la medida en que aceptemos esta asimilación entre gobiernos represivos y dictaduras, entonces debemos exigir coherencia en su aplicación, y llegar a la conclusión de que todo gobierno que reprima policialmente –esto es, con palos, disparos y cárcel– a sus disidentes es un gobierno dictatorial.

Caerá entonces en esa calificación el gobierno de Sebastián Piñera, cuyo esfuerzo por ir más allá de la pura represión policial, criminalizando incluso legislativamente al movimiento social, le sitúa más cerca de la dictadura de Pinochet de lo que Maduro jamás ha estado; y caerán también en esa calificación los gobiernos concertacionistas, responsables de la muerte de luchadores sociales como Daniel Menco (Frei), José Huenante y Alex Lemun (Lagos), Jaime Mendoza Collio, Rodrigo Cisterna, y Matías Catrileo (Bachelet); gobiernos que han llevado a que, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condene a Chile por la criminalización del movimiento mapuche en el Caso Norín Catrimán y otros.

La pasión de la Democracia Cristiana y de la derecha por presentarse como salvadores de grandes causas –en este caso, la agenda política de los disidentes en Venezuela– debiera ser contrastada con la actitud de estos actores en Chile, donde se alinean sistemáticamente con las causas estructurales de la opresión social, tomando partido por las grandes empresas contra los pequeños productores y los consumidores; por las instituciones patriarcales y heteronormativas, contra la igualdad de género y la diversidad sexual; por los sostenedores de colegios particulares y los dueños de cadenas universitarias, contra las demandas por educación pública y de calidad. Considerando la fascinación que el piñerismo, la UDI y la Democracia Cristiana comparten por la iconografía religiosa, no queda otra cosa sino invocar la idea del fariseísmo para entender las obsesiones del conservadurismo nacional con lo que ocurre en Venezuela. Harían bien estos actores políticos en comportarse al interior de nuestro demos, de nuestra estatalidad, con el mismo sentido emancipador que pretenden exigir en otras tierras.