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El contenido profético en las novelas de Houellebecq

Por: Leonidas Irarrázaval Ossandón


Señor Director:

Hace poco leí la última novela de Michel Houellebecq, Sumisión. El escritor francés narra la historia de un profesor de literatura, cuya existencia transcurre en el más anodino escepticismo valórico, en total comunión con el ambiente universitario circundante. Recordemos que Francia se enorgullece del laicismo que se transmite en sus aulas de generación en generación, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a raíz de la asunción al poder político del partido pro islamita, representado por un musulmán moderado, las universidades, y en consecuencia todos los establecimientos educacionales, así como los llamados a impartir clases, se ven obligados a convertirse al Islam. Literalmente, un golpe a la cátedra. Nuestro protagonista, ante la disyuntiva, opta sin demasiados escrúpulos por abrazar la nueva religión de Estado.

Para quienes hemos leído algunas de sus novelas (es también autor de Las Partículas Elementales, Plataforma, El Mapa y el Territorio –premio Goncourt del año 2010–, entre otras), y más allá del valor literario que uno le asigne a Sumisión –y de sus opiniones con respecto a los seguidores de Mahoma–, las obras de Houellebecq contienen un alto contenido profético, a su manera, con un toque de resignado humor muy francés.

Lo que comunica este autor es la decadencia de una sociedad sin valores ni religión, cuyos máximos referentes, el consumismo y el sexo, van dejando un trazado sin solución de continuidad hacia el vacío existencial más absoluto. Nos dice que el nihilismo ha terminado por triunfar en Europa –y en otras sociedades que se autodenominan civilizadas–, pero también que la falta de referentes morales conduce inexorablemente a la autodestrucción. Los recientes atentados yihadistas validan sus tesis y nos llaman la atención sobre la proximidad con la que pueden realizarse esas profecías.

Curiosamente, estos sucesos han generado a nivel mundial una serie de ataques contra las religiones, como si su existencia constituyera la matriz embrionaria de ISIS y de su radicalismo mortal. En mi opinión, esta visión es errónea. Como lo dice muy claramente el editorialista del periódico español Actual, Víctor Gago, muchos de los miembros de ISIS son ciudadanos de los países donde han sembrado el terror. Más aún, no han adherido al Islam sino en forma relativamente reciente, tras haber transitado por la educación pública y adherido al estilo de vida de las sociedades europeas. Textualmente, nos dice que “su predisposición a la violencia no proviene de una educación en un Islam integrista, recibida al margen de las instituciones de socialización occidentales, sino de un trato cotidiano con el significado de la vida y de la dignidad humanas en esas sociedades”.

Días atrás, una columna del Padre Hugo Tagle hablaba sobre la necesidad de tener clases de religión en nuestros colegios. Planteaba la conveniencia de una cultura religiosa, más allá del credo al que uno adscriba, que permita a cada cual formarse sus propias convicciones, y en definitiva, profesar o no alguna religión (casi como un sucedáneo de los desaparecidos y añorados cursos de educación cívica). El sacerdote también pone énfasis en la buena calidad de los textos preparados sobre este tema por el gobierno, como una muestra de imparcialidad y buena fe, lo que siempre se agradece.

Finalmente, creo que la pregunta que debemos plantearnos como sociedad es si la responsabilidad de los ataques terroristas proviene del radicalismo islámico o de la ausencia total de valores que estamos entregándoles a nuestros jóvenes, si la miseria espiritual a la que nos estamos acostumbrando –y que algunos propugnan como un credo progresista–, constituye la respuesta adecuada a los tiempos que se avecinan.

Si el debate sobre una reforma educacional está abierto –si verdaderamente lo está–, una consideración primordial debiera estar centrada en lo que está pasando en Europa y en Estados Unidos, y si queremos que ese sea nuestro futuro como país en 50, 30, 20, 10 o 5 años más. La cuenta regresiva comenzó hace rato.

Leonidas Irarrázaval Ossandón

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