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El sofá con Otto y la ley mordaza


El proyecto de ley que sanciona con cárcel las filtraciones de los fiscales a la prensa, ha sido masivamente cuestionado tanto por el ánimo silenciador que lo inspira como por su desprolijidad técnica.

Efectivamente, la norma tal como ha sido propuesta, muestra precipitación, confusión conceptual, y falta de integración de los diferentes derechos e intereses en juego.

Pero hay dos aspectos que se han tratado poco, y que quiero desarrollar en las líneas que siguen.

El primero, es la inutilidad que tendría la norma en la práctica.

El segundo, es el espacio que abre para pensar en una regulación más integral y razonable de las relaciones entre medios de comunicación y sistema judicial, que busque armonizar y dar protección a todos los intereses y derechos en juego, sin afectar la libertad de expresión y el derecho de la gente a estar informada.

I.- La norma no va a funcionar

Comenzaré por lo más fácil. La norma, tal como se ha propuesto, no va a funcionar.}

Primero, porque es tan probable que con la misma premura con la que fue propuesta, sea retirada. Si el senador y ex presidente del Colegio de Periodistas, Alejandro Guillier, se dejó pasar un gol (y de túnel), los diputados tendrán que atajar. A eso le llamamos «dejar que las instituciones funcionen».

En segundo lugar, la norma solo se refiere a las filtraciones realizadas por los fiscales, y no a la publicación misma de los hechos investigados, que sigue siendo legítima. La fuente y la forma en que una información ha sido obtenida, es un tema que no se toca, y sabemos que los fiscales son solo una de las decenas de personas que conocen los hechos, muchos de los cuales tienen un interés activo en su difusión: abogados, camaradas/competidores de partido, víctimas y testigos, hackers, amantes despechadas, empleados, etc.

Pero hay más: todos los ordenamientos jurídicos reconocen el derecho de los periodistas a la reserva de sus fuentes informativas, válido aún en el caso de requerimiento judicial. En Chile hay norma expresa al respecto, por lo que los fiscales podrán seguir transmitiendo información, con la relativa certeza de que sus nombres serán bien resguardados. Y si queremos más garantía, bastaría conseguir un chip de prepago o enviar los antecedentes en un sobre sin remitente. Si hemos tenido acceso a los papeles del Pentágono, a la ejecución de Saddam Hussein y a los cables diplomáticos de la Casa Blanca, pretender impedir la divulgación pública de hechos de altísimo interés para la opinión pública, es una simple fantasía.

Luego, en el juicio penal mismo (suponiendo que llegue a haber acusación) la prueba del delito sería muy difícil, y dudo que los mismos jueces que se han visto imposibilitados de sancionar graves casos de corrupción y colusión, tengan la predisposición a encarcelar fiscales.

Y todo esto, sin considerar los potenciales vicios de inconstitucionalidad de la propuesta, que dejaremos para otra oportunidad.

II.- Es posible regular, pero no del modo planteado

El segundo aspecto que trataremos es más interesante y constructivo.

La propuesta regulatoria que analizamos fue hecha a la rápida y sin mayor reflexión, eso es claro.

Pero ello no significa que no existan graves abusos y malas prácticas por parte de los fiscales, policías y otros funcionarios.

Es evidente que hay filtraciones estratégicas y mal intencionadas, que buscan influenciar y presionar a los jueces (a los fiscales no les gusta que sus acusaciones sean desestimadas), forzar declaraciones de los inculpados y testigos, o generar en la opinión pública un juicio anticipado sobre la culpabilidad de una persona (lo cual podría afectar, por ejemplo, el resultado de una elección o el mapa político de un país). Sin entrar siquiera a plantear sospechas sobre posibles transferencias de dinero vinculadas al acceso a ciertas informaciones exclusivas, o a la negativa a entregarla.

[cita tipo= «destaque»]La conclusión es obvia: quien no sea capaz de soportar un escrutinio público intenso, y a ratos brusco y molesto, tiene todo el derecho a permanecer en el mundo privado. Si alguien, incluso de buena fe, no consideró este factor, nada podemos hacer.[/cita]

Todas estas situaciones son indeseables y corregibles, al menos parcialmente. Pero dada la multiplicidad de actores, situaciones y derechos en juego, para avanzar antes es necesario tener claros algunos supuestos conceptuales fundamentales.

En primer lugar, hay que recordar que la libertad de expresión, cuando se refiere a asuntos de interés público y a los actos de autoridades políticas y órganos de gobierno, goza de la más intensa protección constitucional existente, permitiendo que, frente a una situación de colisión o conflicto con otro derecho, real o aparente, se imponga. Dicho en otras palabras, para que la democracia sea posible, es necesario que estemos bien informados sobre los asuntos de interés público (actos de las autoridades, etc.), y que todos podamos opinar sobre ellos sin temor.

Quienes entran a la política, saben perfectamente esta condición, que casi no tiene excepciones. La conclusión es obvia: quien no sea capaz de soportar un escrutinio público intenso, y a ratos brusco y molesto, tiene todo el derecho a permanecer en el mundo privado. Si alguien, incluso de buena fe, no consideró este factor, nada podemos hacer.

A mayor abundamiento, en el ámbito judicial la libertad de expresión y opinión esta fortalecida por otro derecho fundamental: la publicidad procesal.

A diferencia de la libertad de expresión (que busca garantizar la calidad de la democracia), la publicidad del proceso ha sido establecida para velar por las garantías de un juicio justo.

En esta materia, hay dos errores muy difundidos. El primero, deriva de la distinción entre publicidad «frente a terceros» y publicidad «frente a las partes», donde la última es más importante que la primera. Pero en estricto rigor, la publicidad como garantía del debido proceso solo se refiere a la publicidad ante terceros, que en la actualidad se realiza con la participación de los medios de comunicación.

La publicidad frente a las partes no es más que una condición mínima para poder ejercer el derecho a defensa.

También se ha dicho que la etapa de investigación es administrativa y prejudicial, y que, por lo mismo, en ella debe primar la reserva (o el secreto de sumario, según el país) por sobre la publicidad.

Más allá de los debates doctrinarios y las diferencias semánticas, parece razonable que la investigación goce de mayor protección y menos exigencia de publicidad que el juicio oral, donde se admiten muy pocas excepciones. Pero cuando los hechos investigados son de interés de la ciudadanía, sería inaceptable que la investigación de los mismos los excluyera del dominio público, sobre todo considerando que normalmente las investigaciones tardan años.

Con este tipo de antecedentes a la vista, numerosos fallos de diversos países han sostenido que la reserva de la investigación (o el secreto de sumario) debe entenderse restrictivamente, y que solo debe alcanzar aquellos actos que puedan perjudicar a la investigación o dañar algunos derechos especialmente relevantes.

Un interesante ejemplo de un esfuerzo por regular estas materias es el caso de España. El Protocolo de Comunicaciones del Poder Judicial (2015) y las normas del Ministerio Público sobre relaciones con la prensa (2005), plantean la necesidad de una relación colaborativa entre el sistema judicial y los medios de comunicación. La instrucción fiscal 3/2005 (digna de ser leída para quien quiera adentrarse más en el tema) es más clara aún. Primero, asume que todos los órganos del Estado deben facilitar el acceso a la información pública que esté en sus manos (transparencia activa), resguardando también los derechos de terceros y los demás bienes jurídicos en juego.

Asimismo, y esto es lo más interesante, da por perdida la batalla por mantener los hechos que se investigan al margen del conocimiento público, por lo que opta por contribuir a que su conocimiento sea serio, completo, oportuno y responsable.

Bajo esta lógica, han adoptado una serie de medidas de organización. La más importante es la creación de gabinetes de prensa, asumiendo que facilitar la relación con los medios es parte de sus obligaciones en una sociedad democrática, y no solo una molestia que sacarse de encima. La asignación de esta responsabilidad a un grupo profesional permite conciliar la dedicación exclusiva de los fiscales a sus investigaciones, con las necesidades informativas de la opinión pública, minimizando de paso el riesgo de los «jueces y fiscales estrella», conocidos por dedicar buena parte de sus horas y de su energía a ruedas de prensa, entrevistas y programas de televisión.

Al mismo tiempo, se ha exigido a los medios de comunicación requisitos adicionales para dar protección constitucional a la publicación de noticias que puedan afectar la honra, la imparcialidad del tribunal, o la presunción de inocencia, permitiendo también algunas restricciones específicas. Por ejemplo, se permite la realización de juicios a puerta cerrada, no se puede dar información de menores ni de víctimas de delitos sexuales (en EE.UU. se ha llegado a la conclusión opuesta para no afectar la libertad de expresión), pueden editarse algunas sentencias y resoluciones, etc. En otros países, como por ejemplo Francia, para no generar condenas mediáticas anticipadas, se ha prohibido la publicación de fotografías de personas bajo custodia o con esposas, etc.

En resumen: lo que sucede en las investigaciones criminales y en los juicios es de interés público, y la regla general debe ser el permitir su conocimiento, sobre todo cuando en ellos participan autoridades y políticos. Pueden establecerse excepciones para que la publicidad no perjudique la investigación o derechos especialmente sensibles y dignos de protección. Pero las figuras públicas poco podrán pedir en este sentido, ya que por el rol social que detentan, y que libremente han asumido (en la gran mayoría de los casos), deben tolerar más que nadie un celoso escrutinio público de sus actos.

La molestia de los afectados por las filtraciones abusivas atribuidas a ciertos fiscales es más que comprensible, pero no puede llevar a decisiones apresuradas o incompletas. Ojalá el momento ofrezca una buena oportunidad para abrir el debate y pensar en una regulación que minimice la afectación de los derechos, pero que al mismo tiempo permita un vigoroso ejercicio de la libertad de expresión, información y opinión.

Hay muchas vías de acción. Pero la norma propuesta no logrará avanzar en nada. Como en el chiste del sofá de don Otto, amenazar con sanciones a una de las múltiples fuentes de información, no impedirá que siga habiendo publicaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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