Publicidad
Ricardo Lagos arrojado al futuro Opinión

Ricardo Lagos arrojado al futuro

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
Ver Más

Cuánto más interesante sería leer a Lagos reflexionando sobre sus experiencias fallidas en la política y en el Gobierno, en lugar de encontrarlo distribuyendo deberes y haciendo pasar autojustificaciones como visones futuristas. En todo momento, Lagos permanece en esa distancia, llena de sí misma, en que –como diría Sartre– ‘el infierno son los otros’ y solo se puede deplorar la incomprensión y la ingratitud.


La exposición de las ideas de Ricardo Lagos, en El Mercurio del 5 de junio, es una apuesta importante para fijar posiciones en nuestro escenario político. El despliegue de Lagos es generoso y se arriesga por escrito. Más precisamente, en una transcripción escrita de su particular manera de hablar. Se ha cuidado de mantener una cierta espontaneidad verbal que se lee con indulgencia como apuro en la escritura. Ha desaparecido el horrible “aquello”, comodín que expresa la rapidez argumental como vaguedad y remite a una economía floja de las referencias de lo que dice. En este escrito, entrevista-manifiesto, Lagos corre el riesgo de separar el grosor de su voz del espesor de las ideas que propone.

No se puede hablar de las propuestas sin pasar por el personaje. El hombre es la fuente de autoridad de ideas que en boca de otro no tendrían la misma relevancia. Véanse sus opiniones sobre educación en el punto IX de una puntuación que no puede ser sino romana. “Lo de la gratuidad, espléndido… pero, la enseñanza on-line va a ser cada día más lo normal…”.

Lagos nos ofrece como futuro la antigua tradición económica de los activos comunales. Lo hace por la vía tortuosa de descubrirlos… “de aquí en adelante”.

Este redescubrimiento de los ‘bienes comunales’ se efectúa cuando el cadáver de los bienes públicos todavía está caliente y su fantasma clama por la reinstalación de sus derechos.

Pero Lagos reinventa la tercera vía en estos bienes novedosos asignándolos a un nuevo sector de la economía. Estos bienes comunales no se refieren a los bosques que reclaman los Mapuche ni a los derechos de agua vendidos a precio vil a empresas extranjeras. No habla de los derechos a contaminar contra un pago razonable. El concepto se limita a las plataformas de las tecnologías digitales, las redes sociales, las comunicaciones, la información y la educación no presencial.

La reflexión que propone no alcanza al aire, al agua ni a las relaciones de tacto, convivencia y suciedad en nuestra experiencia de la Tierra.

Cuánto más interesante sería leer a Lagos reflexionando sobre sus experiencias fallidas en la política y en el Gobierno, en lugar de encontrarlo distribuyendo deberes y haciendo pasar autojustificaciones como visiones futuristas. En todo momento, Lagos permanece en esa distancia, llena de sí misma, en que –como diría Sartre– ‘el infierno son los otros’ y solo se puede deplorar la incomprensión y la ingratitud.

Con su manera de tomar distancia de las responsabilidades públicas, nuestro estadista emerge, en el punto XIII de su manifiesto, con la sorprendente pregunta de ‘cómo recuperamos que la función pública no es para hacerse rico’. Castellano hablado, que pregunta sin interrogarse. Adopta la apariencia de una duda y desenfunda una ordenanza. No sabemos si se trata de una exageración del entusiasmo moral o de una revelación que todavía no es pública.

Personalmente, no creo que haya políticos relevantes que estén en lo público por el negocio. Para gente con carisma y con influencias, la política es un modo ineficiente de emprendimiento. Hay rémoras nadando a su alrededor y hay quienes están en política por defender negocios personales que estiman de interés público. Pero la afirmación de Lagos es un guiño al populismo que detesta.

Es necesario confiar en la gente de una vez. A diferencia de lo que sugiere Lagos, la iniciativa plebiscitaria no puede limitarse a ‘obligar al Parlamento a discutir’ un determinado proyecto. Es necesario que la ciudadanía pueda tener iniciativa de ley, directamente. Tampoco se pueden limitar las consultas revocatorias a un período del mandato. La revocación debe estar vinculada a incumplimientos o faltas calificadas y no tiene por qué formar parte de una periodización de los mandatos.

Lagos sugiere que los cabildos y el debate constitucional parten de cero. Ese vacío postulado no refleja más que el desconcierto de la elite y de los profesionales de la política y la sociedad. Lagos tiene una vasta trayectoria y una obra sobre sus hombros que lo inclina al pasado y a la autojustificación. Se trata de un pie forzado, una muletilla irónica de la que es imposible desprenderse cuando se aspira a repetirse en la ejecución del poder.

Dice Lagos: ‘hay que plantear la salud de otra forma y orientarse a prevenir más que a curar’. Es notable cómo el contexto de la edición puede transformar la más vieja de las ideas en una propuesta que se vea fresca. Se echa de menos la pregunta de ¿por qué la curación relega a la prevención? ¿Cuáles son los condicionantes culturales y económicos que expulsan la prevención al dominio de la moral y de la religión?

Hemos avanzado, es verdad, pero se ha roto el pacto con la naturaleza. En la utopía del salvaje feliz, el menor tropiezo nos devolvía, todavía robustos, a la tierra. Actualmente, vivimos más porque reparamos mejor los daños. Tenemos vidas más largas aunque también nos dañamos más.

Hemos avanzado en prevenir. Se puede pedir que la prevención se convierta en un indicador de cultura y de bienestar. Pero todavía debemos preguntarnos si la economía de la salud no contribuye a minimizar la acción preventiva. El espacio institucional está determinado porque el negocio es la enfermedad, no la salud. El examen, el remedio, la consulta y la hospitalización convergen en una economía que te enferma y una medicina que te  expropia.

La prevención está relegada a un segundo plano y a una segunda calidad porque ella subvierte la economía de la salud-enfermedad y les entrega el poder y la responsabilidad sobre su cuerpo a las personas.

Lo nuevo, si algún estadista lo quisiera abordar, no está en repetir recetas griegas sino en independizar al Estado del gremio médico. De pasada se podría liberar a los médicos de sus contradicciones hipocrático-mercenarias.

Lamentablemente, la constitución sanitaria se basa en la alianza entre el gremio médico –depositario del saber científico y la verdad de la salud– y el Estado, que garantiza y encarna todas las verdades científico-sociales. Enfatizar la prevención, la vida sana y la buena alimentación supone una energía enormemente mayor que la que desgastó a J. Mañalich en su conflicto con los anestesiólogos.

Lo nuevo sería frenar el círculo de encarecimiento y frustración creciente en la salud, parar la sicosis sanitaria, multiplicar los consultorios y poner a la población en situación de  asumir mayores responsabilidades sobre su propia salud.

No hay derechos sin deberes

A nuestro maestro le cuesta entender que la autoridad política o administrativa no tiene derecho a imponerle deberes a la ciudadanía. El soberano es el único que puede imponerse cargas y limitaciones; someterse a la ley, pagar impuestos, votar y ejercer su soberanía. Ninguna autoridad bajo el soberano puede imponerle o recordarle de un modo paternal e impertinente sus deberes. (Salvo que la soberanía popular sea una ficción y, entonces, se comprende que la autoridad consista en pensar en lugar de la ciudadanía).

La educación del príncipe exige evitar la desubicación del estadista ante el soberano.

Ochenta años de debates sobre educación no han hecho mella en la ideología del profesor que vierte el saber que es suyo en la mente-jarra-vacía del estudiante o del oyente ciudadano. Que el aprendizaje es una experiencia en común de alumnos y profesores le parece una frase bella pero una práctica inviable. En el mismo registro, que el pueblo sea el soberano, le parece espléndido, siempre que pasemos rápidamente a una práctica expedita (unilateral) del ejercicio de la autoridad.

Así como condenamos la colusión, también debemos condenar la evasión en el Transantiago.

No. No como un empate entre miserables.

Primero, porque hay asimetrías en las responsabilidades según las reparticiones del poder. A la gente solo se le puede exigir responsabilidad política en el momento en que ejerce su derecho a votar.

Dos, si el servicio no se presta en las condiciones pactadas, no hay obligación de pagar el precio. La degradación de la promesa del servicio es parte de la degradación a todo nivel de la palabra empeñada.

Tres, la información sobre evasión es interesada, de metodología desconocida y cifras contradictorias. Varían entre un 10 y un 30 por ciento.

Cuatro, la equivalencia de las responsabilidades tiene dos efectos: producir el pudor de los peatones y el blanqueo de los diseñadores y ejecutores de uno de los sistemas más caros e ineficientes del mundo.

Cinco, nada de este argumento me dice qué puedo esperar del Estado y del sistema de transportes y, para cuándo. No hay políticas públicas sin promesa y sin exigibilidad de la promesa.

Lagos habla, al pasar, del fracaso del Transantiago como si no lo interpelara. No lo describe, no asume responsabilidad alguna ni menciona las fallas aprendidas y que pudieran mejorar el servicio. No se le ocurre que la falla de diseño sea una falla ideológica; la prioridad por las personas estuvo ausente, encubriendo su falta entre los supuestos técnicos que asumen, indebida e implícitamente, su lugar. El propósito de proporcionar viajes cómodos y más rápidos, no estuvo presente en el diseño.  En cambio se privilegiaron los trayectos cortados, la descongestión del centro y la ‘capacidad para leer mapas’. Lo que prueba el Transantiago es que ambas series de variables no están conectadas. Las prioridades de los técnicos no llevan a satisfacer las necesidades de la gente. Es la política la que podría unir estas dos veredas.

[cita tipo= «destaque»]A nuestro maestro le cuesta entender que la autoridad política o administrativa no tiene derecho a imponerle deberes a la ciudadanía. El soberano es el único que puede imponerse cargas y limitaciones; someterse a la ley, pagar impuestos, votar y ejercer su soberanía. Ninguna autoridad bajo el soberano puede imponerle o recordarle de un modo paternal e impertinente sus deberes. (Salvo que la soberanía popular sea una ficción y, entonces, se comprende que la autoridad consista en pensar en lugar de la ciudadanía).[/cita]

La exploración de las necesidades de la gente y su ubicación en el centro de las políticas públicas no es una pirueta populista ni puede considerarse cubierta por los mecanismos técnicos. El Transantiago es la demostración de que, por ejemplo, ‘el aumento de la velocidad media de desplazamiento vial’ no implica un menor tiempo de transporte de los usuarios.

El voto debe ser obligatorio

Es cierto. Sin un compromiso de la ciudadanía con su propia naturaleza, el sistema democrático renuncia a su fuerza. El ejercicio de la soberanía es obligatorio. Más allá del deber de votar, la ciudadanía implica que se la reconozca como soberana y que se la fortalezca en una dimensión cotidiana y no solo periódica. Esto significa asumir institucionalmente los vacíos que existen en su calidad de usuaria de servicios, mercados e instituciones.

La obligación ciudadana es consigo misma. Sin una ciudadanía fuerte y comprometida con su propio despliegue, la democracia no se sostiene. La vida pública queda reducida al juego entre declaraciones públicas moralistas y discretos enjuagues de pasillo.

La ciudadanía tiene tres obligaciones que definen su lugar en la convivencia.

Primero, actuar en la política a través del voto en elecciones y plebiscitos, dando forma y controlando al Estado.

Segundo, crear y fortalecer organizaciones de la sociedad civil que mantengan a raya al Estado y a los monopolios privados.

Tercero, ejercer la diversidad política y cultural a través de la libertad de expresión, de asociación y de opinión pública.

Como opinión pública, la ciudadanía tiene la doble exigencia de cuidar la confianza entre las personas y con las instituciones y el deber de mantener una distancia crítica hacia toda forma de autoridad: establecida o emergente. Presunciones de inocencia y de culpa se mezclan en los juicios públicos de modo que no hay uno sin el otro. Tal vez, el actual desbalance chileno se deba al largo sopor crítico que llamamos el ‘apagón cultural’ y que se extendió hasta entrado el nuevo milenio.

Yo estoy bien, el país está mal / Not in my backyard.

Lagos alude a estas dos versiones de moda del subjetivismo y el egoísmo de la población. En la primera, la experiencia reconoce ‘estar bien’, pero la opinión subjetiva dice que, en el colectivo estamos mal.

Esta separación no implica que los estadistas busquen una explicación particular. La separación misma constituye un hallazgo feliz que confirma la estupidez de las personas. Es todo lo que se necesita para descalificar la opinión política de la gente y situar su papel en el ámbito de las sensibilidades manipulables.

Las estadísticas se pueden llenar de percepciones sobre productos y servicios y evitar las incómodas investigaciones sobre comportamientos efectivos. Por ejemplo, la gente ‘no percibe’ problemas en su servicio de agua potable, pero no se le ocurriría beberla.

Es como en los informes de victimización. La gente ‘percibe’ más crímenes aunque las estadísticas ‘reales’ muestran que los delitos han disminuido. La adjudicación a la gente de esta capacidad –constitutiva– de distorsión de la realidad opera como una potente autoafirmación de la autoridad y simultáneamente la deja sin contraparte. Descartada la ciudadanía por pasional, el único espejo que queda es el de Blanca Nieves.

Esta visión de una ciudadanía, que quiere el progreso pero no sus costos, es lo que está detrás de la estrategia el ministro Pacheco y de algunas empresas mineras en el sentido de ‘hacer participar a la población local en los beneficios del negocio’. El que ensucia paga; en dinero o en fuerza eléctrica.

Esta combinación, que parece ser la más progresista convergencia de las grandes obras industriales y de infraestructura con el ‘respeto al medio ambiente’, es en verdad producto de una flojera imaginativa abismante. El pago no da derecho a la contaminación. No hay que mirar muy lejos al futuro para encontrar y adaptar tecnologías limpias y económicamente eficientes.

Ese ha sido uno de los descubrimientos de este par de años convulsos. La paralización de obras contaminantes ha abierto paso a formas de producción de energía que superaron ampliamente el pánico de desabastecimiento creado por Endesa y Colbún hace poco. Pensemos en tecnologías de tratamiento de la basura y en todos los depósitos rechazados por la gente, para hacerlos democráticamente dignos de los patios traseros de cualquiera.

Finalmente, en la entrevista de Lagos en El Mercurio se profiere una serie de proposiciones misteriosas: las cosas hay que hacerlas mejor; si uno estuvo ahí y es lo que es, lo menos es transmitir estas ideas.

Lagos se refiere a su disponibilidad política y a su fijación con los trenes. Su sueño ha sido recuperar el tren a Puerto Montt y construir el tren bala a Valparaíso. Está bien, ha habido una relación entre los trenes y la construcción del país. Nadie puede, tampoco, negarle el mérito personal en la enorme obra carretera realizada.

Lagos defiende las concesiones como si la crítica –a la renovación directa y discreta de los contratos y a los costos de los peajes para las personas– fuera una oposición a la inversión en carreteras.

En su ansiedad, el ex Presidente entrega datos que el MOP se ha negado a poner sobre la mesa. En el contrato de Pudahuel, el Estado –según Lagos– se queda con un 77 % de la ganancia y la concesionaria con un 23%. ¿Es esa misma la proporción en los peajes carreteros? ¿No constituyen esos cobros una forma de impuestos determinados administrativamente y que gravan las espaldas de los menos adinerados?

El argumento de que ‘se ha hecho crecer la riqueza del sector público’, acentúa la oposición planteada por este modelo de peajes concesionados, entre la riqueza del Estado y la riqueza de las familias. Esto no tiene que ver con los debates ideológicos por la primacía del mercado o del Estado. Esto tiene que ver estrictamente con la explotación abusiva y concreta de las personas por el Estado.

Igual que en el Transantiago, el debate no se da entre kilómetros más o menos sino sobre quién los paga, en qué moneda, a qué plazos y con qué intereses. Cuando se habla de rentabilidad social no se asume que necesitamos bajar la carga impositiva de las personas del 90% más pobre del país.

El debate que se elude y al que Lagos está invitado a sumarse, es sobre las personas y su relación con el territorio, con el emprendimiento y con la justicia distributiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias