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Chile 2016: los flancos abiertos del discurso hegemónico


Desde el retorno a la democracia, la clase política ha tratado de hacerse cargo de las demandas sociales por medio de dos recetas que le impuso la actual era de la postpolítica.

Primero, a la hora de diseñar las políticas públicas, las decisiones relevantes para la comunidad quedan supeditadas a los juicios de «expertos» cuyas visiones siempre son cercanas a los círculos del pensamiento económico neoliberal.

Segundo, en tiempos de campaña electoral, los programas de gobierno ceden paso a las frases y eslóganes construidos desde el marketing político, donde lo esencial es meramente «vender el candidato» a los consumidores-votantes. Así las propuestas políticas son susceptibles de ser compradas como paquetes de mercancías, equiparando la elección democrática con una elección privada. Es decir, como si se tratase de elegir una marca de champú en el supermercado.

Se trata de dos prácticas imbuidas de un discurso hegemónico que se presenta a sí mismo como la no-ideología, como el pensamiento técnico adecuado a la realidad y como la expresión máxima de la realización de los derechos del individuo en una sociedad civil pujante y emprendedora. Sociedad que además es presentada en oposición directa a la tiranía burocrática del Estado, fuente de todos los males de la sociedad.

Este relato, mientras es defendido y celebrado sin tapujos por una elite tradicionalmente conservadora, paralelamente es justificado por la otra elite, la concertacionista, como una triste realidad que hay que mitigar con reformas que le brinden al modelo un «rostro humano». Pese a ese matiz, lo cierto es que ambos bloques comparten la visión hegemónica, en donde la explicación a las sucesivas crisis sociopolíticas puede estar en cualquier parte menos en los cimientos del modelo económico que configura a Chile desde los años 80.

Entre 1990 y 2010 esta manera de aproximarse a los conflictos y demandas sociales rindió sus frutos, pues no solo fue consolidando el modelo impuesto en dictadura con un manto de legitimidad democrática, sino que afianzó la desmovilización social.

No obstante, la fragilidad sobre la cual se asienta el ideario de la postpolítica (por lo tanto del discurso hegemónico), comenzó a mostrar signos de resquebrajamiento en numerosos flancos a partir del año 2011. En un escenario donde las movilizaciones sociales reciben un apoyo transversal y son legitimadas por la población, la elite inicia un plan para desarticularlas recurriendo una vez más a la misma receta sacada del obsoleto manual diseñado por los intelectuales de la Transición. ¿Resultó el camino escogido? Evidentemente, sí, al menos de forma parcial.

La Concertación, devenida Nueva Mayoría, lanzó un ambicioso plan de reformas para el país bajo los ya manidos eslóganes de «Chile cambió», «Chile ya no es el mismo país de hace veinte años» y «los cambios que el país necesita». A la luz del tiempo transcurrido desde 2013, podemos darnos cuenta que esas frases no eran más que otra dosis de marketing que en sí mismas no ofrecían ningún diagnóstico, sino que meramente reflejaban la torpe respuesta que la clase política sugería para paliar la actual crisis institucional.

La ausencia de contenido en estas sentencias desnuda el intento de la élite por reducir las reivindicaciones del movimiento social de 2011, que enarbolaba el discurso de los derechos sociales, a frases elaboradas por publicistas y community managers.

El hecho crucial es, entonces, que las recetas de la Transición son inocuas en este nuevo escenario en el cual las fuerzas emergentes van cobrando un inusual protagonismo y los poderes económicos van perdiendo capacidad para capturar la efervescencia política, al menos permanentemente.

[cita tipo=»destaque»]Debemos ser cautos con el análisis: que la hegemonía muestre signos de resquebrajamiento no implica una crisis profunda al modo de pensar ni que este vaya a caer por su propio peso.[/cita]

Transcurrida la primera parte del Gobierno de Bachelet, comenzamos a ver que la tesis de la elite, de que no solo es posible sino también deseable gobernar sin el pueblo, se hace cada vez más insostenible. Los intentos por hacerse cargo de esta situación están plenamente vigentes entre la clase política, y tenemos cuatro ejemplos que ilustran esta situación.

Primero, la voluntarización del voto durante el Gobierno de Piñera. Esta medida buscaba tender puentes entre la institucionalidad y la ciudadanía, pero no hizo sino poner la lápida a la única participación política exigida por ley para mantener el sistema de libertades y garantías que nos rigen (precario y todo, es el que tenemos). El resultado del voto voluntario saltó a la vista con una abrupta baja en la participación electoral: del 87,6% en 2009 al 49,3% en 2013, contando las primeras vueltas presidenciales.

Segundo, el ingreso del PC a la coalición de centroizquierda para disputar la última elección presidencial mencionada, la cual ganó Bachelet.

Tercero, líderes del movimiento estudiantil fueron llamados a formar parte de la bancada parlamentaria afín al Gobierno (Camila Vallejo, Karol Cariola) o a ser sus aliados (Giorgio Jackson); líderes del mundo sindical fueron invitados a ser parte de las reformas (Bárbara Figueroa) y otros líderes del movimiento social fueron enrolados en las filas del Gobierno de la Nueva Mayoría (Cristián Cuevas, Javiera Parada, Iván Fuentes).

Cuarto, el denominado «proceso constituyente», hoy en una etapa de consulta ciudadana, pero que no contempla promover una Asamblea Constituyente como mecanismo para elaborar una nueva Constitución.

Resulta tentador caer en la apología de la época propia diciendo que estamos ante una coyuntura histórica. Ciertamente, ninguna Constitución chilena había sido objeto de consulta ciudadana, y por primera vez el ojo crítico de la ciudadanía está puesto con tanto ahínco sobre el problema del financiamiento ilegal de la política. Si añadimos la existencia de nuevas obligaciones legales en el ámbito de la transparencia pública, deberíamos esperar entonces que en las próximas elecciones municipales las campañas tengan un poco más de contenido y menos de «vender al candidato» como un producto de supermercado.

Sin embargo, debemos ser cautos con el análisis: que la hegemonía muestre signos de resquebrajamiento no implica una crisis profunda al modo de pensar ni que este vaya a caer por su propio peso.

Después de todo, tendremos unas elecciones en donde la participación electoral ha sido históricamente baja en comparación con las presidenciales y las parlamentarias, lo cual sugiere que son poco relevantes para la ciudadanía. La cifra del 43,2% de participación en la última elección municipal (2012) nos indica que la tendencia de cara a octubre no debería ser muy distinta. Así, la despolitización ciudadana será un factor con el cual tendremos que convivir en el largo plazo.

Con todo, afirmar que ahora no es el momento histórico no quiere decir que no se abran oportunidades para cambiar la correlación de fuerzas en la política chilena. Si el pesimismo del intelecto, como dijo alguna vez Gramsci, nos lleva a determinar que no estamos ante la gran coyuntura, se impone también leer los signos que nos indican cómo radicalizar esos flancos que venimos describiendo a través del optimismo de nuestra voluntad.

El relato contrahegemónico que se construye en torno a las consignas de los derechos sociales tiene la oportunidad de recuperar el terreno perdido desde 2011 si proyecta su quehacer sobre el evidente daño que provoca el poder económico a la democracia. Este sería el primer paso para rearticular un discurso que lidere la disputa política en favor de la gente común y corriente. Nunca es el momento histórico; el momento histórico se construye.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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