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Encapuchados, estereotipos y omnipotencia: Carlos Peña desde su púlpito Opinión

Encapuchados, estereotipos y omnipotencia: Carlos Peña desde su púlpito

Larisa De Ruyt
Por : Larisa De Ruyt licenciada en Antropología
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El desajuste entre la realidad que viven miles de jóvenes y la imagen distorsionada que el rector de la UDP pretende darnos de ellos(as) permite aventurar que, en lugar de describirlos(as) en su columna, únicamente se está describiendo a sí mismo: es él quien ha experimentado notable movilidad ascendente –en sentido socioeconómico–, quizá alimentadora de una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia que lo llevaría a sentirse dueño de la verdad, a escribir impulsivamente cualquier cosa y a negarle derecho y razón a lo que no consigue comprender por falta de reflexión y de diálogo. Es solo una hipótesis, por supuesto.


Carlos Peña, en una de sus últimas columnas en El Mercurio, criticaba la inconsistencia del actual ministro del Interior. Quisiera, a mi vez, compartir con ustedes algunos comentarios acerca de inconsistencias, inexactitudes y afirmaciones antojadizas contenidas en los planteamientos públicos del propio Peña, tomando como punto de partida su columna anterior a esa, El Cristo roto’, publicada en el mismo medio.

1. Si se promueve como valor cívico el respeto a los símbolos religiosos, ¿no debería extenderse este respeto a todas las creencias, sin limitarse solo a las cristianas?

Expresiones decimonónicas (que quizá Carlos Peña aprendió leyendo Tarzán) como el sonido tribal de los tambores o tambores y gritos tribales –en torno a los cuales se congregarían turbas animalescas entregadas a pulsiones irracionales– pueden resultar altamente ofensivas.

Como ustedes saben, el tambor llamado kultrún es sagrado para el pueblo mapuche. En torno a su sonido se reúnen ceremonialmente las comunidades y sus invitados. Gritos como el afafán son también muy importantes en su cultura. Como las imágenes de Cristo y de la Virgen María para el catolicismo, kultrún y afafán son parte de una tradición cultural que un gran número de personas mapuche ha decidido honrar y mantener.

¿Qué dice Carlos Peña?: “… La parte animal que habita en todos los seres humanos. Basta que un número de personas suficientemente grande, alimentada por el combustible de una pulsión, por el sonido tribal de los tambores y los gritos, experimente el placer y el abrigo del anonimato y de la manada (…) para que en cada una de ellas brote y florezca la irracionalidad, ese rasgo que habita el alma humana y que, a la menor oportunidad, toma las riendas.”

No pretendo hablar por el pueblo mapuche ni por ningún otro pueblo originario. No me corresponde hacerlo: lo hacen ellos. Me limito a señalar que este tipo de imaginario descalificador resulta incompatible con el respeto a la diversidad que estamos intentando establecer en el siglo XXI. Y ocurre que se puede ser mucho más irracional escribiendo una columna que tocando un tambor.

En su ‘Elogio de Vargas Llosa’, Peña plantea como deseable que un intelectual público se mantenga muy atento a los desafíos del tiempo en que le ha tocado vivir e intervenga en sus debates empujado por el anhelo de que el mundo sea mejor de lo que es. Expresiones como las señaladas –y el tipo de fantasía sociocultural que las sustenta– no cumplen con ninguno de los dos requerimientos.

2. Las turbas irracionales no suelen alcanzar a ponerse una capucha; con suerte, se sacan una selfie. Cubrirse la cabeza de esta forma peculiar es, por una parte, una acción racional destinada a evitar ser identificado y, por otra, un signo de distinción para quienes lo hacen: un emblema de que se formaría parte de una cierta minoría políticamente consciente y activa. Aunque estemos en completo desacuerdo con quienes se encapuchan y cometen actos violentos, lo sensato no es caricaturizarlos sino intentar elucidar el sentido de sus acciones.

El hecho fue ejecutado por un grupo pequeño y organizado de personas, no por una turba desbocada. Una turba hubiera arrasado con todo a su paso, sin seleccionar objetivos específicos.

Lo que hicieron los encapuchados –quizá planificadamente, no lo sabemos– fue destruir en público un símbolo de la religión católica. Este tipo de acción violenta no es nueva, sino que posee una raigambre político-cultural: la iconoclasia de los anarquistas durante la Guerra Civil Española.

Para los anarquistas que siguen esta tendencia, las religiones son instrumentos de dominación, parte orgánica del poder político, social y cultural al que han decidido oponerse activamente. Es posible que las personas que ejecutaron el acto comentado adhieran a dicha tendencia. Pero, en rigor, lo ignoramos.

La destrucción de la imagen de Cristo fue una acción muy violenta, pero no irracional ni animalesca: la manera en que se llevó a cabo sugiere –y solo sugiere– que podría sustentarse en alguna forma de reflexión política. Si esto fuera así, y desconocemos cuál es el sentido que asignan a iniciativas de este tipo quienes las llevan a cabo, ¿cómo podríamos identificar los aspectos de la realidad chilena que podrían estar alimentando tales orientaciones?

Desconocemos también si, efectivamente, los jóvenes que lo hicieron disfrutan de una billetera tan grande como para estar hastiados de consumir o si pertenecen a una clase social notablemente diferente a la de sus padres y abuelos, como postulan –sin base alguna– Berríos y Peña.

Es entendible que el horror y la indignación que provocan este tipo de actos inunden a las personas que los contemplan al punto de impedirles razonar al respecto, pero ello es impropio de un analista. Y el mismo Peña ha dicho reiteradamente que echa de menos mayor racionalidad en el debate público.

3. Por otro lado, tan espeluznante y doloroso como la destrucción de una imagen religiosa es que mujeres de carne y hueso sean apuñaladas, mutiladas y asesinadas continuamente en Chile, pero Peña no ha dicho ni escrito una palabra acerca de esto, como si no fuera un asunto de igual relevancia pública que la agresión a un objeto de culto cristiano. Óscar Contardo, en cambio, ha escrito recientemente una brillante columna –cuya lectura me permito recomendar a todas y todos– acerca de las formas y contenidos socioculturales que promueven la violencia contra las mujeres.

Este tipo de violencia –que también sufren personas gays, transexuales e intersexuales– no es uno de esos temas que le permiten a la Presidenta establecer esa rara intimidad a distancia de la que ella es capaz: los temas de género, las tribulaciones que causa un hijo enfermo, etcétera –como afirmó Peña en ‘Un discurso simple y, lo peor, fiel’–, sino un temazo central en el proceso de modernización acelerada que está experimentando la sociedad chilena, proceso que el rector de la UDP afirma valorar y examinar con la mayor atención.

En una sociedad que se moderniza, las personas –hombres, mujeres o lo que deseen ser– crecientemente quieren autoconstituirse como sujetos autónomos, libres e iguales en dignidad y derechos; quieren elegir sus propias vidas sin por ello perderlas o verlas truncadas por las secuelas de un ataque. Esto es lo mínimo, pero en Chile constituye, más bien, una suerte.

También las personas desean elegir cómo ser padres y madres, no solo cuando sus hijos están enfermos sino siempre –y muchas empresas están otorgando facilidades para ello por el prestigio o ganancia reputacional que tal práctica permite obtener–.

Es cierto que en el siglo XIX la crianza de los hijos y los temas que hoy llamamos de género eran considerados como propios de la intimidad –cuando no de la criminología–, pero eso fue hace muchos años. Cabe preguntarse por qué Carlos Peña parece creer que solo la despenalización del aborto es un tema de género públicamente atendible, y que solo la mutilación de una imagen de Cristo es lo bastante espeluznante para inspirarle una columna.

4. Nos dice Peña en ‘El Cristo roto’: «Quienes tienen hoy entre 16 y 21 años constituyen la generación que, en toda la historia de Chile, ha dispuesto de los mayores niveles de bienestar material y simbólico; en una palabra, de consumo. Se trata de jóvenes que han experimentado una notable movilidad intergeneracional. Es probable que ese fenómeno haya alimentado en cada uno de ellos una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia que se suma a la natural falta de control de impulsos que impera en la adolescencia: la idea de que basta que algo sea afirmado por la propia voluntad para que, entonces, sea definitivo; la absurda convicción de que sus ocurrencias ocultan la verdad definitiva y están amparadas por una indudable justicia; la creencia en que lo que ellos no logran comprender (por ejemplo, el misterio que la Cruz ejemplifica), simplemente no tiene razón alguna, ni derecho, de existir (ni siquiera en imagen)».

[cita tipo= «destaque»]Si tanta es la molestia que le producen a Peña, los(as) supuestos(as) narcisistas, pulsiones cabeza-de-ladrillo, ¿por qué no dirige una universidad para adultos, y que no promueva valores como el respeto a la diversidad? Porque las diferencias etarias son una forma de diversidad. ¿Y con qué ropa lamenta Peña el predominio en el debate público de estereotipos y prejuicios, si no se abstiene de ostentarlos cuando se trata de jóvenes?[/cita]

Dejando aparte lo extravagante que resulta pensar que un misterio religioso puede comprenderse –por algo es misterio: porque está más allá del entendimiento humano y, además, un misterio no ejemplifica nada, solo es–; o suponer que el consumo proporciona, sí o sí, bienestar simbólico –Peña se declara admirador de Žižek sin (al parecer) haber captado que parte importante de la obra del esloveno gira en torno a elucidar por qué el consumo no produce bienestar sino insatisfacción permanente–; o meter a todos(as) los(as) aludidos(as) en el mismo saco de un bienestar que se fundamenta, no en las experiencias propias, sino en la perspectiva transhistórica establecida por el columnista; dejando aparte –como digo– todo esto, cabe preguntarse por qué Peña recorta la generación joven a un rango tan limitado.

El tramo entre 16 y 21 años corresponde, aproximadamente, a quienes están cursando desde Segundo Medio hasta Cuarto Año en la universidad, es decir, al grueso de quienes forman parte del movimiento estudiantil, hoy muy activo en la universidad que Peña dirige.

Las elucubraciones del rector de la UDP en torno al supuesto narcisismo y obcecación de los(as) jóvenes de ese rango etario, dan la impresión de tener por objetivo descalificar –veladamente– a los(as) integrantes de dicho movimiento.

Notemos que Peña considera probable que el mayor acceso (diacrónico) al consumo y la movilidad intergeneracional hayan alimentado en cada uno de ellos una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia, etc., etc. –y no en algunos o, mejor dicho, en pocos, que fueron los que destruyeron la imagen de Cristo–.

Okey. Imaginemos a una persona minifundista estrangulada por los préstamos que ha tenido que pedir para intentar tirar p’arriba. Si esta persona comentara en la plaza del pueblo que el chancho está mal pelado, porque en el molino le exigen cuatro sacos de trigo –cuando lo justo serían dos– y, al rato, le contaran que el curita sermoneó desde el púlpito que ella no es más que una narcisista que se cree dueña de la verdad y se queja de puro llena, porque sus padres fueron inquilinos y sus abuelos gañanes, la persona así denostada diría: «Chis, muy minifundista seré, pero igual me están cagando y, si me embargan, me transformaré en inquilino o en gañán y, en el intertanto, el molinero y el prestamista se habrán quedado con mi dinero. ¿Por qué tengo que mirar solo hacia atrás, y no alrededor, para evaluar mi grado de bienestar material y simbólico?». Y se interrogaría: «¿En qué mundo vive este curita?». Y tal vez hasta se preguntaría: «¿Cómo irá el curita en el asunto del molino?».

Les ruego que consideren si la persona del ejemplo estaría siendo irracional y absurda, o no.

El desajuste entre la realidad que viven miles de jóvenes y la imagen distorsionada que el rector de la UDP pretende darnos de ellos(as) permite aventurar que, en lugar de describirlos(as) en su columna, únicamente se está describiendo a sí mismo: es él quien ha experimentado notable movilidad ascendente –en sentido socioeconómico–, quizá alimentadora de una gigantesca sensación de narcisismo y omnipotencia que lo llevaría a sentirse dueño de la verdad, a escribir impulsivamente cualquier cosa y a negarle derecho y razón a lo que no consigue comprender por falta de reflexión y de diálogo. Es solo una hipótesis, por supuesto.

¿Han notado que Carlos Peña tiende a ningunear a personas jóvenes solo por serlo? En su columna ‘Jackson versus Tohá’ se permitió afirmar enfáticamente que Giorgio Jackson no ha tenido historia, cuando resulta evidente para cualquiera que el diputado de Revolución Democrática está donde está precisamente por su historia: por haber sido uno de los dirigentes del movimiento estudiantil de 2011. Lo apegado a los hechos era escribir que la historia de Jackson es breve, no que carece de ella.

Si tanta es la molestia que le producen a Peña, los(as) supuestos(as) narcisistas, pulsiones cabeza-de-ladrillo, ¿por qué no dirige una universidad para adultos, y que no promueva valores como el respeto a la diversidad? Porque las diferencias etarias son una forma de diversidad. ¿Y con qué ropa lamenta Peña el predominio en el debate público de estereotipos y prejuicios, si no se abstiene de ostentarlos cuando se trata de jóvenes?

¿Es razonable que Peña empañe su trayectoria y arriesgue no solo su prestigio sino también el de la institución que hasta aquí dirige, escribiendo columnas despectivas hacia las personas jóvenes, que no solamente son parte del país sino que no han elegido la condición en virtud de la cual el rector las está denigrando, ni tampoco haber nacido en el momento histórico en que lo hicieron y, además –por si fuera poco–, son clientes actuales o potenciales de la UDP? Porque no puede hablarse de comunidad universitaria allí donde los(as) estudiantes jóvenes, al mirarse en los ojos de su rector, solo encuentran una imagen deforme y degradada de ellos(as) mismos(as). Eso también es doloroso y espeluznante.

Los(as) estudiantes movilizados(as), por su capacidad de organizarse y actuar colectivamente en tanto estamento autónomo y no mera clientela, definiendo sus propios objetivos –como democracia interna, igualdad de género, mejoramiento de las condiciones laborales en las instituciones de las que forman parte– y la manera de conseguirlos, constituyen un poder.

Lo que Peña parece estar haciendo es utilizar su columna de opinión para intentar inducir a la opinión pública a considerar que los(as) jóvenes –pretendidamente narcisistas e irracionales– no son interlocutores(as) válidos(as), a pesar de que ha afirmado que trata de distinguir, hasta donde le es posible, su trabajo como columnista de sus opiniones como rector.

5. Les agradezco que hayan leído estas reflexiones. Si he cometido algún error o alguna incoherencia, les ruego que me lo hagan notar –es mi primera vez con público, ¿saben?, y una se pone un poquito nerviosa–. Escribirlas me ha hecho más consciente de errores e inconsecuencias propios, que tengo el deber de tratar de reparar. Esa será mi tarea en los años que vienen, si es que dispongo de ellos. Si así fuera, bueno pues: nos encontraremos, confluyendo desde nuestras respectivas historias en eso que llaman la Historia. E, incluso –ya que estamos–, con mayor lucidez, redoblando los esfuerzos, con más reflexión y participación, quizá nos encontremos intentando, al fin, la democracia. En palabras de Durkheim: «Ideas nuevas de justicia y solidaridad se están creando y, tarde o temprano, suscitarán instituciones apropiadas».

Durkheim pensaba que solo la existencia de un ideal social y de fines y proyectos compartidos podía garantizar el libre acatamiento de las normas, y desarrolló el concepto de mal del infinito –antojadizamente empleado por Peña en su columna– para describir el estado de inquietud febril, incertidumbre, desencanto y volubilidad que experimentan los individuos ante posibilidades ilimitadas, no para analizar la violencia política desplegada por grupos cuyos integrantes se restringen a solo algunas posibilidades de acción, de opinión y hasta de vestimenta.

¿Conocen a algún encapuchado dispuesto a integrar una mesa de trabajo interministerial o a irse de paseo con el gerente de SQM, con capucha y todo? Dicho sea de paso, hay muchas formas de encapucharse y ocultar el verdadero rostro. ¿Y acaso no se educa con el ejemplo?

¿Y qué ocurre cuando católicos como el padre Felipe Berríos –que fueron elegidos por Cristo para ser testigos de Su amor infinito– se permiten hablar despectivamente y sin misericordia de sus hermanos, como lo son en el amor de Cristo las personas que destrozaron Su imagen? ¿Quién ofende más a Cristo: quien –no creyendo en Él– destruye un símbolo religioso o quien –creyendo en Él– no sigue Sus enseñanzas? ¿Y qué quiere ser Felipe Berríos: cristiano o fariseo?

¿No se dan cuenta, señores, que con la expansión de la escolaridad y el desarrollo de los medios electrónicos ahora al púlpito se puede subir cualquiera? Bájense del púlpito y conversen, como todas y todos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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