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Nueva Constitución, DD.HH, Civismo y Filosofía

Alejandro Osorio Rauld
Por : Alejandro Osorio Rauld Universidad Complutense de Madrid https://ucm.academia.edu/AlejandroOsorioRauld
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Aunque el impacto del neoliberalismo en la sociedad chilena es más visible y palpable que nunca —movilizaciones sociales mediante, desigualdad en todos los niveles y exacerbada concentración de la riqueza en el 0,1% más rico, corrupción de políticos, cooptación (?) del Estado por parte de los grandes grupos económicos, y cuestionamiento generalizado a las estructuras económicas centrales del modelo de desarrollo socioeconómico como las AFP, las isapres, la educación mercantilizada, entre otros— no deja de ser sorprendente el nivel de violencia social y política que padecen importantes sectores de la sociedad chilena.

Es posible percibir una atmósfera de odio profundo, que se siente en el aire, en ambos bandos del espectro político, que se expresan en un anticomunismo y antiderechismo feroz, muy similares a la alta polarización de la sociedad chilena en la década de los 60’ y 70’, pero claramente, sin las condiciones objetivas para dicha polarización que en ese momento se producía por la disputa ideológica entre el socialismo y el capitalismo.

De modo semejante, existe una brutal disposición a la violencia en parte significativa de la población, orientada por una pulsión de castigo hacia un “otro”, desconociendo causas, motivos, razones y fundamentos, los que quedan suspendidos para realizar un ejercicio foucaultiano de castigo en el “cuerpo”, por ejemplo, a través de las detenciones ciudadanas donde se somete a la humillación y a la violencia a personas que delinquen sin ningún ápice de misericordia; castigos que grafican décadas de frustración, de violencia social aprendida por las injusticias del modelo, y por sobre todo, por la impunidad de los autores intelectuales y materiales del Chile actual, dentro los cuales algunos emergen hoy como “fantasmas” de los tiempos traumáticos para nuestro país, con actitudes políticas propias del régimen autoritario, menospreciando la capacidad de entendimiento de la población, bajo una actitud mesiánica que bordea el populismo.

A modo de ejemplo, en el Chile actual se celebra en las redes sociales la muerte de menores de edad que han delinquido, tratándolos de “lacras de la sociedad” sin ningún sentido humano; nadie se pregunta por causas, por familia, por trayectorias, ni se hace el más mínimo esfuerzo de empatizar con el otro. Se establece una relación cómplice entre una acción y reacción, entre el acto de delinquir y la muerte, en un mismo momento, como si un acto obligara moralmente al otro, aun siendo estos pequeños menores de edad.

Evidentemente, esta lógica antagónica de amigo y enemigo está consagrada en la Constitución dictatorial de 1980; los pocos casos de violencia que citamos están absolutamente legitimados en la Carta Magna que promueve el odio entre los compatriotas chilenos, pero no sólo se incita sentimientos negativos hacia el otro, sino también la posibilidad de violar los derechos humanos contra aquellos que piensan y actúan distinto a la ideología movilizada por dicha carta. La sociedad chilena lleva casi 37 años orientada por los principios básicos de la desigualdad política pero además por el odio institucionalizado, internalizado como cultura política, que se naturaliza entre los actores de la sociedad y que entrona directamente con un malestar social que se viene gestando desde la dictadura y la transición hasta nuestros días. Un volcán social muy cerca de erupcionar, cuya lava y nube piroplástica tiene paradero ideológico, por cuanto ha estado (des) educado en un “Estado de naturaleza” y un individualismo economicista radical también consagrado en la Constitución. A tal punto que sus defendores, extremadamente ideologizados en el dogma neoliberal, llegan a sostener incluso contra todo sentido común que el lucro va contra la naturaleza del hombre…

[cita tipo=»destaque»]Sería un error fundamental incurrir en una nueva práctica de desmovilización ciudadana como sacar la obligatoriedad de la filosofía de los currículums académicos para convertirla en una asignatura de tipo opcional. Si, como señalamos antes, la sociedad chilena ha estado educada en una suerte de “Estado de naturaleza” que hace de nuestro espacio en común un lugar complejo para la convivencia ante la proliferación de valores como la intolerancia, el odio, el racismo, lo prescindible de los derechos humanos, el retirar la única herramienta de reflexión crítica, podría tener consecuencia insospechadas para el devenir de nuestro país.[/cita]

Uno de los pactos de la transición política a la democracia tuvo que ver con promover aspectos de exclusión de fuerzas políticas para establecer gobernabilidad democrática (promovidas por el mismo Boeninger), pero en el mismo movimiento, estrategias de desmovilización social y política de la ciudadanía que hoy tienen a nuestra sociedad como una suerte de “Frankestein”: han creado un monstruo incontrolable, que funciona, sale a la calle, se moviliza, pero que también, en su versión más oscura, castiga, odia y puede volverse contra su propio creador. Estas estrategias desmovilizadoras han tenido que ver con retirar, por ejemplo, la educación cívica de los colegios. Hoy día, un escolar, un joven universitario, y probablemente un adulto joven no puede distinguir con claridad aspectos básicos de la política, de “lo político”; no ha escuchado hablar de los valores democráticos como la tolerancia, el entendimiento, el diálogo comunicativo, de la idea de consenso., la justicia social, entre otros tantos valores necesarios para vivir armónicamente en sociedad. Por el contrario, producto de este déficit de capital cultural en materias políticas, se tiende a desracionalizar para promover sentimientos irracionales, fanatismos y en consecuencia, una visceralización del discurso hacia el odio ante todo lo que no se conoce ni se pretende conocer. Nuevamente, los aspectos constitucionales de la violencia política y social consagrados en la Constitución Pinochetista, el miedo al pueblo y hacia el “otro”, la suspensión de los derechos humanos en casos excepcionales (como si se tratase de un beneficio), se vuelven prácticos y “carne”, convirtiendo todo lo que no se comprende en un circo romano cuya principal atracción es el castigo y la violencia, cualquiera sea el estrato social o grupo ofrecido como espectáculo. Basta observar cómo los ciudadanos claman “correr sangre” de políticos que han incurrido en actos de corrupción o empresarios vinculados a financiamientos ilícitos o vinculaciones oscuras con la clase política.

Se trata de una disposición autoritaria que se va profundizando cada día más en la sociedad chilena, y que por su actual naturaleza, puede tornarse presa fácil del populismo, no sólo de izquierda, sino también de derecha. No hay que olvidar que aunque la crítica conservadora asocia con fines electorales populismo con izquierda, las experiencias históricas de la relación entre derecha y populismo son variadas. Sin ir más lejos en el tiempo, por nombrar algunas, tenemos el caso de Fujimori en Perú, de Menem en Argentina o actualmente la posibilidad de triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos.

En tal sentido, sería un error fundamental incurrir en una nueva práctica de desmovilización ciudadana como sacar la obligatoriedad de la filosofía de los currículums académicos para convertirla en una asignatura de tipo opcional. Si, como señalamos antes, la sociedad chilena ha estado educada en una suerte de “Estado de naturaleza” que hace de nuestro espacio en común un lugar complejo para la convivencia ante la proliferación de valores como la intolerancia, el odio, el racismo, lo prescindible de los derechos humanos, el retirar la única herramienta de reflexión crítica, podría tener consecuencia insospechadas para el devenir de nuestro país. Bajo esa tesitura, no sólo habría que promover y mantener a la filosofía como una asignatura obligatoria en el currículum, sino también fortalecer la asignatura de cultura cívica que acaba de promulgar la presidenta Bachelet, introduciendo en ella los Derechos Humanos como un elemento central de esas reflexiones.

Para concluir, es de esperar que el Proceso Constituyente y los debates en él desarrollados y los que están por venir, logren incorporar la dimensión de los Derechos Humanos como eje central de la Nueva Constitución. Con mucha insistencia, y tomando en consideración el dolor de miles de chilenos del alguna manera afectos por la dictadura, la Nueva Carta debiera estar regida por el derecho internacional, abriendo su organización política a los dictámenes de derecho de órganos supranacionales en derechos humanos, para mantener la mantención la paz, la cooperación y la integración latinoamericana.

Muy probablemente con estos cambios, con el paso de las generaciones, podremos recuperar la tradición cívica, liberal y social que caracterizó a la sociedad chilena hasta el quiebre de la democracia de 1973, y frenar de paso esta disposición al autoritarismo que tiene a la sociedad chilena en los límites del mal vivir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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