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¿Cómo un movimiento social alcanza su madurez?


Abrir caminos nunca es fácil. A fines de los años ochenta, un joven de Seattle llamado Kurt reunió a dos amigos para formar una banda de rock. Provistos de una guitarra, un bajo y una batería se fueron internando por una senda desconocida que al ritmo de nuevos acordes los fue alejando de sus antecesores. Tras superar el anonimato de los circuitos musicales alternativos, las críticas cuestionaban su heterodoxia estética e interpretativa. Hoy ese sello es sinónimo de una escuela. El mundo recibía a Nirvana y con estos el Grunge marcó una época.

En el ámbito político también existen momentos en que un grupo de personas imagina otras formas de hacer política, donde modificando los ingredientes y las proporciones de recetas ya probadas interpelan al sistema para que las cosas se hagan de otro modo. Por definición, las ideas de un movimiento social se sitúan como desafiantes al orden establecido.

Frente a estos, el primer mecanismo de defensa del establishment es calificar como profanos, «outsiders» o «populistas» a quienes proponen caminos alternativos. Esto supone que el movimiento social debe sortear dos barreras discursivas si quiere alcanzar sus objetivos.

La primera es el reduccionismo de los conflictos. El discurso del establishment centra la atención en la figura de un líder en oposición de un sistema de consenso mayoritario. Así, se desvía la atención del movimiento social y las propuestas de este son marginadas de la discusión central.

La segunda barrera se caracteriza por narrar linealmente la experiencia de un movimiento colectivo, como si todos los pasos hubiesen sido planificados de antemano. Quedan ocultas las imperfecciones de procesos sociales complejos y, en consecuencia, las virtudes y debilidades recaen exclusivamente en unos pocos protagonistas. En este sentido, la historia privilegia a las imágenes por sobre los procesos (los estudiantes parisinos en mayo del 68, la caída del muro de Berlín el 89, la llegada de Boric y Jackson al Congreso chileno el 2014).

La ecologista Vandana Shiva nos advierte cuando dice que la historia de los movimientos sociales y políticos generalmente se centra en los resultados, pasando por alto los procesos históricos. Esto provoca dos problemas a la hora de imaginar caminos alternativos.

Primero, impide que el trabajo organizativo posterior aprenda de las lecciones de perseverancia y paciencia que nacen durante los años en que se construye el movimiento. Dice ella que “la gente comienza a buscar soluciones instantáneas porque a través de la pseudohistoria le han vendido triunfos instantáneos”.

En segundo lugar, la evolución histórica de los movimientos sociales concentra en pequeños momentos y espacios las contribuciones de miles de participantes ocurridas durante largos períodos, permitiendo que “un individuo o grupo se apropie del movimiento y borre los aportes de los demás”, con lo cual se desconoce el hecho de que “los movimientos son procesos sociales y políticos muy importantes y trascienden del ámbito individual”.

Si trasladamos este diagnóstico a los nuevos movimientos políticos que surgen en Chile, ¿cómo promovemos caminos alternativos a ellos?, ¿cómo nos alejamos a los cantos de sirenas que nos invitan a seguir recetas ya probadas? Finalmente, ¿cómo evitamos que un grupo particular se apropie de estos movimientos?

Si existe una palabra que resuma el espíritu de esta cruzada, sería “osadía”. La osadía necesaria para llevar adelante un proyecto alternativo propio que no tenga más deudas que las propias del movimiento. Dice Nietzsche, en boca de Zaratustra, que quien quiera ir más arriba para llegar al desarrollo pleno (el Superhombre) debe servirse de sus propias piernas, y agrega: «No pretendáis que os suban, no os sentéis sobre espaldas o sobre cabezas ajenas».

[cita tipo=»destaque»] Desde hace décadas el Congreso chileno se parece poco a Chile. Cambiar esta situación es un desafío que requiere ser asumido por los movimientos sociales o por los nuevos partidos políticos. Quienes lo hagan deben asumir riesgos y, como los chicos de Seattle, decidirse a recorrer nuevos caminos. Solo así crecen las opciones para convertirse en actores referentes de una época. La consigna es clara: escuchar a quienes conocen la geografía y sumarlos para formar parte de la expedición. Nadie sobra en el camino escogido. Ninguna ruta debe ser desechada.[/cita]

Aquellos movimientos que se conviertan en partidos políticos deberían tener la osadía y pretensión de entrar en las instituciones del Estado, para que sirvan a los intereses de la mayoría. Si este es el deseo, es fundamental conocer el pasado para no cometer los mismos errores de sus antecesores. En este sentido, la creatividad e imaginación son fundamentales para pensar en fórmulas diferentes para habitar lo que es «de todos».

Cuando las ideas del proyecto social y político llegan a las instituciones, desde distintos sectores dirán que es momento de la política real, donde se deben cerrar las puertas por dentro y donde toca ponerse serio (esto sucedió en la transición). Nosotros decimos que no. Decimos todo lo contrario: que la voz crítica de la ciudadanía debe estar presente para iluminar aquellos espacios de penumbras donde ha dejado de operar la democracia. Para entregar oxígeno a unas instituciones asfixiadas por prácticas antidemocráticas es fundamental confiar en la ciudadanía. Cuando un movimiento social decide transformarse en partido político, es fundamental no perderse dentro de unas instituciones diseñadas para homogeneizar las acciones en favor del orden establecido. En este sentido entregamos dos claves:

Lo primero es mantener vías de diálogo permanentes con las bases sociales. Los procesos por los cuales las instituciones son recuperadas para la ciudadanía requieren permanentemente de momentos deliberativos y de consenso entre las bases sociales y el nuevo partido político. Se trata de constituir un círculo virtuoso entre la mayor cantidad de actores que buscan el cambio social. Es cierto que para alcanzar sus objetivos se ponen en marcha procesos más largos, pero sus frutos tienen unos recorridos más robustos que los acuerdos entre cuatro paredes, alejados de la ciudadanía.

Lo segundo es establecer mecanismos participativos no instrumentales. La participación ciudadana debe evitar que se creen falsas expectativas. Sobre todo con los alcances y los resultados que la participación tendrá en las propias vidas de los vecinos. Pero, más aún, debe velar por respetar las decisiones que sean tomas por quienes han participado, aun cuando esta sea marginal. En ningún caso la participación puede ser promovida como una fase que legitime unos procedimientos diseñados previamente por tecnócratas.

Desde hace décadas el Congreso chileno se parece poco a Chile. Cambiar esta situación es un desafío que requiere ser asumido por los movimientos sociales o por los nuevos partidos políticos. Quienes lo hagan deben asumir riesgos y, como los chicos de Seattle, decidirse a recorrer nuevos caminos. Solo así crecen las opciones para convertirse en actores referentes de una época. La consigna es clara: escuchar a quienes conocen la geografía y sumarlos para formar parte de la expedición. Nadie sobra en el camino escogido. Ninguna ruta debe ser desechada.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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