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Si es con Irán, entonces con todos

Bruno Ebner
Por : Bruno Ebner ‎Periodista y realizador independiente
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Parece curioso, o al menos olvidadizo, que las vociferantes críticas que provocó la reciente visita del canciller iraní a Santiago apunten a cuestionar los derechos humanos sólo en ese país y no en los varios con los que Chile tiene relaciones diplomáticas normales.


No fueron pocas las voces críticas que lamentaron la visita a Chile del canciller de Irán, Mohammad Javad Zarif, el jueves 25 de agosto. Parlamentarios, destacados miembros de la Comunidad Judía de Chile, como su director ejecutivo, Yonathan Nowogrodski, o el abogado y ex presidente de la misma, Gabriel Zaliasnik. Hasta ex altas autoridades del Gobierno, como el ex ministro del Interior, Jorge Burgos, en su nuevo rol de panelista político de Canal 13. Era de esperar, también, reacciones de los colectivos LGTB, como el Movilh o Iguales. Y además reputados académicos, como el rector de la UDP y columnista, Carlos Peña.

Fue justamente este último, en su tribuna del domingo 28, en El Mercurio, quien, sustentándose en los atropellos a los derechos humanos que lamentablemente se cometen en Irán, señaló a los DD.HH. como una línea roja obligatoria como política de Estado. Y pidió, por ende, no relativizar los abusos a los DD.HH. a las diferencias culturales que claramente hay entre un país laico como Chile y una república autodefinida como islámica.

Peña fue directamente duro con el canciller Heraldo Muñoz, a quien posteriormente acusó de «cinismo» en nuestras relaciones exteriores. Muñoz no la tuvo fácil. Además de soportar los múltiples tiros, debió pedirle al jefe de la Dirección de Medio Oriente del Edificio Carrera, Hernán Mena, telefonear al saliente embajador de Israel en nuestro país, Rafael Eldad. No solo para despedirlo de su misión en Chile; también para explicarle los alcances de la polémica visita del representante persa a Santiago.

Abordando el fondo del asunto –y las vestiduras aquí rasgadas, a raíz del episodio–, es cierto que la definición religiosa oficial de un Estado, y la interpretación literal de antiguos y a veces cuestionables textos sagrados, hacen muy difícil inculcar en ese país, en este caso Irán, la visión moderna del respeto a los DD.HH. que existe en gran parte del mundo. Lo digo con el conocimiento de haber estado en Irán el año pasado y advertir cómo la religión es una fuerte herramienta de control, propaganda, sometimiento y adoctrinamiento, sobre todo en las clases más humildes y menos instruidas.

[cita tipo= «destaque»]Si se acatara a rajatabla el fondo de la crítica (prohibir la venida a Chile de autoridades de países poco amigos de los DD.HH.), debiera ser no solo Irán, sino varios países más con los que Chile debiera eliminar sus relaciones diplomáticas y no recibir a sus cancilleres o jefes de Estado, de acuerdo a la apatía que varias naciones manifiestan hacia el respeto a los DD.HH.[/cita]

Sin embargo, por sobre el legítimo y necesario debate (y obvia condena) que debe existir en la sociedad internacional en relación con los abusos a los DD.HH., la diplomacia –guste o no– funciona bajo el concepto de realpolitik. Según este, priman los intereses prácticos en la negociación entre países por sobre consideraciones y convicciones morales, que es exactamente la línea roja que plantean Carlos Peña y varios otros al reprochar la presencia del jefe de la diplomacia iraní.

Yendo más allá, si se acatara a rajatabla el fondo de la crítica (prohibir la venida a Chile de autoridades de países poco amigos de los DD.HH.), debiera ser no sólo Irán, sino varios países más con los que Chile debiera eliminar sus relaciones diplomáticas y no recibir a sus cancilleres o jefes de Estado, de acuerdo a la apatía que varias naciones manifiestan hacia el respeto a los DD.HH.

Por ejemplo, no podríamos tener diplomacia con China, debido a su régimen no democrático, represión a los disidentes, ejecuciones y censura. Tampoco con Egipto y sus autoridades golpistas, cuyos tribunales han condenado a muerte a cientos de opositores. Obviamente habría que terminar las relaciones con Siria y su opresivo autócrata Bashar al-Assad. Argelia también posee un régimen dictatorial añejo; en Indonesia hay zonas donde rige la sharia, la inclemente ley islámica, y las mujeres son azotadas, sean o no musulmanas. No lejos en ahí, en Malasia la homosexualidad puede ser penada con la muerte, y la justicia civil está supeditada a los tribunales islámicos. En Singapur se encarcela a los activistas de oposición, y tanto en este país como en Malasia e Indonesia los traficantes de drogas son ejecutados.

En el caso de Turquía, el presidente Recep Tayyin Erdogan coquetea cada vez más con el autoritarismo, y cierra medios de comunicación, reprime a opositores y busca reponer la pena de muerte para purgar al ejército, policía, jueces y otras autoridades, tras el fallido golpe del 15 de julio. Rusia, por su parte, reprime abiertamente a los homosexuales y anexa territorios sin preguntarle a la ONU.

En Latinoamérica, Cuba es gobernada por una dictadura represiva casi sexagenaria; Venezuela, ya sabemos: atropellos descarados a la democracia; caudillismo; represión y ataques a la oposición; presos políticos; separación dudosa de los poderes del Estado; invasión ideológica de las instituciones estatales; ataques a la libertad de prensa. Nicaragua, por su lado, acaba de dar el primer paso para instaurar una dinastía familiar de Daniel Ortega con su mujer, sus hijos y otros parientes. Un insólito guiño a su antiguo enemigo, el dictador Somoza.

¿E Israel? No olvidemos que no es un país que pase muy inadvertido en materia de DD.HH., y son varios los países y organismos internacionales que denuncian violencia y excesos israelitas contra la población palestina. Podría terminar este listado con el mismo Estados Unidos, donde la pena de muerte sigue vigente en varios estados y su política exterior militar y de intervenciones no es aplaudida por todo el mundo, precisamente.

¿Qué tienen en común estos países? Que todos tienen embajadas chilenas, por tanto relaciones diplomáticas absolutamente normales.

Irán posee una embajada en Santiago desde hace años. Chile acaba de reabrir la embajada en Teherán, hace unos meses, buscando potenciar el intercambio y oportunidades comerciales con ese importante país del golfo pérsico. A Irán le fueron levantadas en enero las sanciones nucleares, en un gran paso de acercamiento a Occidente.

De seguro que el embajador iraní piensa muy parecido a su gobierno y su canciller en temas de DD.HH. Y aunque no lo hiciera íntimamente, aunque ninguno de los dos lo hiciera (de hecho Mohammad Javad Zarif es tenido por moderado), la misión de ambos es transmitir, explicar y defender cosas inentendibles e injustificables para nosotros, como que la mujer en Irán no pueda ingresar a los estadios o sea multada y detenida si no lleva el velo islámico en la calle.

O el estricto bloqueo y control a internet y las redes sociales. Y no por eso se debe vetar o excluir a ese embajador de las actividades del cuerpo diplomático extranjero en nuestro país, ni a ninguno de los países antes mencionados. Si es así, si las diferencias son tan grandes, mejor sería –apelando a la honestidad y convicciones morales– no tener embajada y punto, al chocar nuestros valores modernos con los de países más conservadores, jurídicamente arcaicos, menos democráticos y tolerantes. Si según algunos fuimos cínicos el pasado 25, entonces seámoslo con todos y no que nos dé el arranque de moralidad y justicia con un país en particular.

Pero ahí están la realpolitik, las palabras de buena crianza y el famoso «discurso oficial» (que como periodista detesto): para tender puentes, generar tratados y beneficios favorables entre países, e incluso para ser hipócritas y falsear sonrisas entre estados que no se llevarían bien viviendo juntos. A veces esto no es grato ni cómodo, pero en una sociedad global como ahora, es necesario. De lo contrario, estaríamos peleados literalmente con medio mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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