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La reinvención del lujo Opinión

La reinvención del lujo

Claudia Mellado
Por : Claudia Mellado Doctora en Comunicación. Académica PUCV. Instagram: @claudiamellado
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Durante mucho tiempo los artículos de lujo fueron parte de un territorio exclusivo de la aristocracia. Hoy eso es muy distinto: Alexis Sánchez en Armani Prive, Adriana Barrientos en unos Christian Louboutin, Sebastián Dávalos y su Lexus IS-C 250, Oriana Marzoli y su cartera YSL, Daniela Aránguiz y su cartera Louis Vuitton… y la lista sería interminable. Los nuevos ricos fantasean y luego dan realidad a esas fantasías adquiriendo las prendas y accesorios más caros del planeta para después “moneárselos” al mundo. Los que no tienen tanto dinero, pero no les va mal, son capaces de hacer esfuerzos económicos importantes con tal de tener acceso a productos lujosos.


Sin lugar a dudas, la expansión del mercado, la consolidación de la sociedad de consumo, Internet, las redes sociales y, con ello, la difusión del estilo de vida de ricos y famosos por parte de los medios, han revolucionado el concepto del lujo dentro de la industria de la moda.

Aunque en un comienzo muchas de las marcas más lujosas de moda se mostraron horrorizadas ante la posibilidad de dañar su imagen y su estatus, la fuerza del mercado las obligó a unirse al enemigo a través del fenómeno llamado “democratización del lujo”.

Hace unas semanas, Kenzo lanzó su colección cápsula para H&M en Chile, donde clientes frecuentes del retail pudieron abrazar (y colgar en su clóset) una “pieza de colección” a un precio mucho más accesible que el de la marca oficial.

¿No se han sentido algo intimidados a la hora de entrar a tiendas como Hermès, Dior o Gucci, sobre todo considerando que el lugar estará prácticamente vacío, pero sí habrá cinco vendedoras observando cada uno de tus movimientos junto a un guardia de seguridad gigante en la puerta?

Pues bien, lo del día del lanzamiento de Kenzo en Chile no tuvo nada que ver con eso. Las cientos de personas que hacían fila en el Costanera Center y el Alto Las Condes se avalanzaron contra la tienda en el minuto en que se abrieron las puertas y acabaron con casi todo lo que dijera Kenzo en su etiqueta. Daba lo mismo si les quedaba bien o si realmente lo iban a usar alguna vez. Lo importante es que ya era suyo, y decía Kenzo.

El problema surgió un par de días después, cuando famosillos y no famosillos comenzaron a sacar sus prendas Kenzo al sol y se encontraron vestidos igualitos… una de las características de la compra retail y de las grandes tiendas. Yo ya estoy asustada con la blusa y el abrigo peludo que me compré… ¿Se imaginan me encuentro a alguien vestida igual dos cuadras a la redonda o en algún eventillo? Muero (y seguramente, con la prenda puesta).

Pero Kenzo no ha sido la única marca de lujo que se ha acercado a la “clase media” a través de esta estrategia. Karl Lagerfeld, Balmain, Lanvin y varias otras marcas emblemáticas de lujo han seguido sus pasos. En el caso chileno, esto también lo hemos visto en colecciones de diseñadores para multitiendas y supermercados.

Además de la creación de colecciones cápsulas para grandes tiendas, varias otras estrategias han sido claves para hacer frente a los cambios del mercado: la promoción desenfrenada a través de la “logomanía” generada por publicidad en revistas y desfiles; la ubicación de tiendas en las avenidas más cosmopolitas del mundo, como la Fifth Avenue de Nueva York, Via Condotti de Roma o Alonso de Córdova en Vitacura (y desde hace algún tiempo, el Distrito del Lujo en un mall de alta gama); la inclusión de celebridades televisivas, blogueras o chicas reality como “embajadoras de marca”, y la llegada a los outlets.

Algunas marcas, como Armani, Versace, Chloe, Hugo Boss o Yves Saint Laurent han optado, en cambio, por una división clara entre un producto de lujo y un producto premium. Creando “marcas paralelas” pero vinculadas a su nombre, han utilizado la “democratización del lujo” como una estrategia y oportunidad lucrativa, pero cuidando, supuestamente, su valor de marca de origen.

Finalmente, casi todas las marcas consideradas de lujo se han acercado al consumidor actual –con precios altos, pero no prohibitivos– a través de la generación de sucedáneos de lujo. Si bien no puedes comprar ese “Little Black Dress” de Channel, el último bolso de Dolce & Gabanna o el trench más ondero de Burberry, sí puedes tener sus perfumes y cosméticos e incluso sus accesorios, como toallas, llaveros, gorros o paraguas.

En esta lucha entre el marketing comercial y el valor de marca, varios han salido trasquilados. Miren al pobre Michael Kors, que aunque de seguro gana mucho dinero, su concepto de marca se desplomó al masificar sus productos y hacerlos accesibles al mercado mundano. Al mejor estilo Carrie Bradshaw, aún recuerdo cuando fui de compras en Nueva York a Century 21 (tipo outlet o prendas únicas) y me compré unos zapatos MK originales, ¡a un 40% de descuento! Tiffany & Co lanzó hace un tiempo la línea “silver” y hasta tuvo ofertas… Imagínense, ¿cuándo se había visto que marcas de lujo se pusieran de oferta? ¿O que ocuparan como rostros a chicas reality para llegar a sus metas de venta?

Si lo lujoso se hace accesible a todos, si lo extraordinario se hizo ordinario, y si la barrera entre lo lujoso y lo común se disolvió, ¿se puede seguir hablando de lujo?

El lujo ha sido definido tradicionalmente dentro de la industria de la moda como el acceso a prendas u objetos de un alto costo, como algo que excede lo necesario pero satisface deseos, que da estatus, que es exclusivo y, por lo tanto, escaso. Se vincula asimismo con la idea de diferenciarse del resto, así como con un sentido de pertenencia a un grupo generalmente elitista y, por ende, de clase social alta.

Hoy, sin embargo, la estructura social de clases no es la misma que antes y corre por un carril muy distinto al de la posesión de dinero y de acceso al “lujo”. Hoy alguien puede tener mucho dinero y ser un nuevo rico, un “flaite”, una “pituca sin lucas” o un consumidor aspiracional (seres fundamentales para el mercado actual), así como venir de una familia adinerada y además ser elegante… o no.

[cita tipo= «destaque»]La democratización del lujo ha terminado por afectar al concepto en sí mismo, y  hoy somos testigos de un cambio en la forma de entenderlo: desde la posesión de prendas de valores imposibles como forma de conseguir estatus y superioridad, a un lujo discreto, sin logos (a lo más Goyard) ni gran exposición mediática.[/cita]

Paralelamente, la idea de que Internet es para todos, contradice el principio central de exclusión en el cual se protege el lujo. Sin embargo, la red está construyendo el nuevo imaginario de lo que es el lujo en la sociedad actual. Antiguamente, si uno no iba físicamente a la tienda o no asistía a los desfiles de los diseñadores, no tenía idea de cuáles eran sus colecciones. La única forma era a través de las revistas. Piensen en Vogue, por ejemplo: más del 70% es publicidad de marcas, el otro 20%, de modelos usando la ropa de estas marcas y un 10% de contenido editorial. Hoy, las tiendas tienen página web, venden online prendas con valores que pueden superar los 15 millones de pesos, mientras los chinos hacen las réplicas más infartantes del planeta.

Frente a todo ello, es relevante preguntarnos si lo que hoy vivimos es una democratización del lujo, una evolución del lujo o una desaparición del lujo, tal y como lo conocíamos, considerado que varios de los aspectos que lo definen han desaparecido.

Si se entiende el lujo como algo simplemente caro, bonito, ondero, “de moda” y apetecido por un público que antes no podía acceder a él y que ahora incluso puede presumirlo en sus redes sociales y comprarse, no uno, sino cuatro bolsos y en diferentes colores porque lo que era escaso ahora abunda, efectivamente el lujo está democratizado y, por lo tanto, ha muerto en su concepción tradicional.

Una persona inculta que lleva cosas de lujo es, por decirlo de alguna forma, una total contradicción. Yo no me atrevería a comprar algo de lujo sin saber cómo se confecciona, de dónde vienen los materiales, cuál es su historia, etc. Pero tengo la sensación de que el chileno considera «lujoso» cualquier objeto y prenda que sea caro, y caro no es sinónimo de «lujoso».

Durante mucho tiempo los artículos de lujo fueron parte de un territorio exclusivo de la aristocracia. Hoy eso es muy distinto: Alexis Sánchez en Armani Prive, Adriana Barrientos en unos Christian Louboutin, Sebastián Dávalos y su Lexus IS-C 250, Oriana Marzoli y su cartera YSL, Daniela Aránguiz y su cartera Louis Vuitton… y la lista sería interminable. Los nuevos ricos fantasean y luego dan realidad a esas fantasías adquiriendo las prendas y accesorios más caros del planeta para después “moneárselos” al mundo.

Los que no tienen tanto dinero, pero no les va mal, son capaces de hacer esfuerzos económicos importantes con tal de tener acceso a productos lujosos. Por otro lado, el consumidor medio está, por lo general, más educado y ha tenido acceso a viajar por el mundo, desarrollando un cierto gusto por la buena vida.

Ahora bien, si se entiende el lujo como algo exclusivo y único, fuera de las grandes vitrinas, no disponible para las masas y sin grandes campañas publicitarias, poco conocido por el consumidor masivo y aspiracional (y, por lo tanto, no interesante para ellos), estamos ante un lujo que sobrevive aferrándose a la discreción, la tradición, la elegancia y a valores intangibles para mantenerse con vida, como la artesanía y el proceso de producción. El diseño de autor, especialmente el de alta costura, podría entrar perfectamente dentro de este segmento.

Ese producto suele manejarse en el llamado silent market, ese que no hace ruido, donde solo quienes lo tienen saben que están frente a una prenda lujosa y, en consecuencia, se manejan códigos en un grupo de nicho bastante cerrado

Imagino que marcas como Hermès, en Francia, donde se fabrican a mano menos de 20 bolsos Birkin al mes, no se atreverían a externalizar su producción a países como la India y China (como sí lo hace Prada, por ejemplo), sin arriesgar su valor de marca y su percepción de lujo.

La democratización del lujo ha terminado por afectar al concepto en sí mismo, y  hoy somos testigos de un cambio en la forma de entenderlo: desde la posesión de prendas de valores imposibles como forma de conseguir estatus y superioridad, a un lujo discreto, sin logos (a lo más Goyard) ni gran exposición mediática.

Nace así un consumidor con un nuevo sentido del lujo, el que valora la calidad extrema en los productos, la ropa hecha a medida, la escasez y en algunos casos la individualización y, con ello, la posesión de piezas únicas, huyendo de los nuevos ricos y de lo masivo. El lujo responde a tradición. Es por excelencia conocimiento, historia y técnica. Quien compra una cartera Goyard, por ejemplo, no lo hace por su mayor capacidad para resistir el peso de las cosas que mete dentro de la cartera, sino por su escasez y por la satisfacción emocional que genera tener algo que es totalmente exclusivo y hecho a mano. Se podría fabricar una copia del mismo bolso  por 100 dólares, pero el dueño sabría que es una copia, y ya no sería lo mismo.

Nunca me había puesto a pensar cómo antes la gente ocupaba el acceso a marcas lujosas como una forma de diferenciarse y distanciarse del resto de la sociedad, mostrando sus bienes y posesión del lujo de forma abierta; mientras que ahora ese acceso lo ocultan, lo protegen, como un preciado tesoro que puede ser masificado o pirateado. El lujo de la moda hoy pasó a ser un espacio personal, ‘one-to-one’, vinculado al refinamiento, al buen gusto, y no solamente a la demostración de la posesión de dinero o de bienes.

El verdadero lujo requiere discreción y, de eso, no hay mucho. A su vez, el verdadero consumidor de lujo no es necesariamente millonario, sino un correcto jerarquizador de su presupuesto para mantener una visión coherente entre lo que proyecta, su satisfacción personal y su autorrealización.

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