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Inmigrantes: de las cifras a lo ético

H. Solís
Por : H. Solís Licenciada en Historia con mención en Ciencia Política
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Cuando el problema de la migración deja de enmarcarse en números y pasa a ser algo ético, es que la discusión se torna más interesante. Y lo es porque se descubre una serie de complejos, prejuicios y discursos armados y/o argumentos que se escuchan y leen pero que pocas veces se profundizan y, en una sociedad como la chilena, históricamente mucho más homogénea en términos culturales, es que la llegada de inmigrantes ha marcado la pauta de discusión en las últimas semanas.

Como sabemos, las buenas relaciones entre estados es un elemento de relevancia para toda la comunidad internacional, ya que, básicamente, estas nacen por las mismas razones que se origina una sociedad: la cooperación, la cual resulta mucho más atractiva que la autosuficiencia, respecto al acceso a recursos naturales, seguridad y organización. No obstante, el hecho de que una comunidad se encuentre constituida por individuos con diferentes aspiraciones, criterios éticos, hace dificultoso establecer principios y esquemas normativos que sean aceptados y respetados por todos, es una tarea complicada. No por nada, cuando algunas declaraciones de Chile Vamos han sacado ronchas respecto a cómo se debe tratar el tema de los inmigrantes.

Y si algo nos ha enseñado la historia es que un orden político centrado en una única identidad étnica o religiosa está condenado al fracaso. De igual forma, sabemos que el dinamismo y la complejidad de las sociedades modernas exigen que el orden internacional se edifique sobre principios universalistas. Estos valores nos dan las claves de actuación frente a los problemas colectivos y han de proporcionárnoslas también respecto a la inmigración.

Frente a ellos, los movimientos de raíz totalitaria vigentes aún, sobre todo en Europa, luchan por difundir el odio y el miedo. Esa es su primordial apuesta y es preciso reconocer que sus métodos están consiguiendo su propósito. Nada más falso e injusto que la identificación del inmigrante como fuente de riesgos y conflictos, nada más peligroso y demagógico y, sin embargo, ese es el mayor logro que los movimientos totalitarios actuales han conseguido apuntarse en las sociedades occidentales. De hecho, ni siquiera se le atribuyen acciones a la persona en sí, sino que se asumen ciertas conductas y costumbres asociadas desde el prejuicio al país del cual proviene (Fernández, 2004: 172-173)

Ahora bien, el conflicto y la discusión no se limitan a las cifras que se han dado a conocer por distintos medios y asociaciones de inmigrantes sino que dejan entrever una profunda crítica ética sobre qué pensamos sobre lo que es justo, correcto, lo que nos pertenece, y quiénes merecen ciertos derechos y quiénes no. En el artículo 13-2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se afirma que cada uno tiene el derecho de abandonar cualquier país, incluso el suyo propio, y de regresar a su país, pero este derecho humano no implica un derecho a inmigración o una obligación, de parte de otras naciones, a aceptar el ingreso de estos «emigrantes» (Loewe, 2007: 25).

De hecho, es incoherente proponer un derecho a emigración sin un derecho complementario a inmigración, a menos que exista, como ocurrió a mediados del siglo XIX, una cantidad importante de estados que permitan la entrada libre o que la fomenten (Dummett, 1992: 173). Esta idea está ligada a la teoría de “Igualdad Democrática”, propuesta por Elisabeth Anderson, que se sustenta en la premisa de que todas las personas tienen igual valor moral, ante lo cual tienen el mismo derecho al acceso a las capacidades u oportunidades necesarias para funcionar como un ciudadano igual a otro en un estado democrático (Anderson,1999: 20-22).

Sin embargo, muchos de los argumentos antiinmigración señalan que el tipo de personas que llega a un país no es el adecuado o no cumple con cierto perfil esperado y no es justo ni para aquellos que sí cumplen con dichos parámetros ni para los nacionales. Entonces, ¿qué entenderemos por justicia? Siguiendo a Rawls, la justicia como imparcialidad constituye aquella virtud que tiende a satisfacer de forma objetiva a dos partes que se pueden contraponer. Esta definición tiende a manifestar aquella relación confrontacional que puede existir entre dos partes, la cual exige una decisión justa, y esta decisión justa, por su parte, se debe basar en la objetividad del caso y las circunstancias que lo rodean (Troncoso, 2013: 9-11)

[cita tipo= «destaque»]La integración viene de la mano de la aceptación del otro como un deber social ético, ni siquiera económico o político, ya que de lo contrario se estaría cimentando el retorno de ideologías basadas en las diferencias como una desventaja y no como una ventaja.[/cita]

Como sabemos, Rawls, en su artículo “The law of people”, desarrolla su concepción del llamado Derecho de Gentes, sustentado en su Teoría de Justicia como es conocida, y a pesar de que rechaza la interpretación cosmopolita de su teoría o de “justicia global”, es relevante en cuanto es una teoría acerca del derecho de los pueblos, es decir, una teoría normativa sobre las relaciones entre los pueblos. Sin embargo, a diferencia de las concepciones comunitaristas, el liberalismo igualitario parte de la premisa de que las entidades colectivas no poseen los atributos de individualidad, autonomía y dignidad que caracterizan al agente moral, de forma que los derechos liberales (tanto individuales como sociales) priman sobre los culturales, con base en dos argumentos: el del individualismo ético y el de la imparcialidad.

Conforme al primero, los individuos son más valiosos que los grupos a los que pertenecen, de manera que las naciones están obligadas a posibilitar a todas las personas el goce de los derechos vinculados con la satisfacción de sus necesidades básicas. Este argumento se complementa con el de la imparcialidad. De acuerdo al mismo, los posibles conflictos interculturales que muchas veces nacen a partir del proceso de inmigración, se deben resolver desde una perspectiva que sea pluralista culturalmente, de manera que existan “consensos profundos” respecto a los bienes primarios y necesidades básicas objeto de los derechos humanos, y “consensos variables” y tolerancias respecto a bienes secundarios contingentes a las diversas tradiciones culturales.

De hecho, en el texto El inmigrante como paria, Owen Fiss responde que, si bien es justificable a través de la categoría de ciudadanía, que los nacionales de un determinado Estado tengan participación política y los inmigrantes no, pareciera que no lo es cuando, a través de categorías y distinciones, los Estados orillan a los inmigrantes a una suerte de discapacidad social por medio de prohibiciones para trabajar, de exclusiones de las escuelas públicas o de la negación de servicios médicos, contrariando la garantía constitucional de igual protección de las leyes que prohíbe, también, la existencia de leyes o medidas que creen o perpetúen estructuras sociales de tipo “casta”.

Como lo menciona el autor, las leyes que imponen discapacidades sociales a los inmigrantes implican una consiguiente estratificación o degradación de los muy pobres. No todos los inmigrantes son pobres, no todos los inmigrantes ilegales son pobres, pero este tipo de leyes se ensañan con los pobres y multiplican las desventajas que se derivan de la pobreza. Además, aíslan a los inmigrantes pobres de los grupos dominantes de la sociedad y los hacen vulnerables de un modo en que las leyes que privilegian la inteligencia o la riqueza no hacen. Aquellos inmigrantes que, por regla general, precisan un trabajo o hacer uso de las escuelas públicas o que puedan llegar a necesitar de la seguridad social, corren el riesgo de verse convertidos en parias (Owen, 2008: 29-44).

Por otro lado, Will Kymlicka sostiene que los temas de las fronteras y de la diferencia entre derechos de ciudadanos y de extranjeros son obviados muchas veces, ya que, a través de las fronteras, los estados realizan distinciones y elaboran categorías como la de ciudadano, la de migrante, la de migrante ilegal, la de refugiado. Cambiar esa lógica, conforme a este criterio de justicia, pone en entredicho la idea de soberanía, la idea de ciudadanía, la idea de frontera y la idea de democracia procedimental como fuentes legitimadoras de la tiranía de las mayorías y de discriminaciones y violaciones a la dignidad de las personas, sobre todo de minorías vulnerables como los inmigrantes (Vázquez, 2008: 306).

Entonces, ¿es justificable que los Estados receptores de migrantes adopten categorías y medidas que hagan distinciones entre los derechos humanos de los nacionales, de los migrantes legales y de los migrantes ilegales, sobre todo cuando se trata de la satisfacción de necesidades básicas como la educación, la salud o el trabajo? ¿Cuándo se considerarían discriminatorias o contrarias al principio de igualdad dichas categorías o distinciones y cuándo no?

Una probable respuesta la podríamos encontrar en los postulados de Thomas Pogge, el cual, recogiendo la teoría de Rawls, señala que a través de los derechos humanos se puede exigir el diseño de instituciones sociales, de tal modo que todas las personas, en la medida de lo razonablemente posible, tengan un acceso seguro a los objetos de los derechos humanos como la alimentación, la educación, algunas libertades básicas o la participación política. Así, un derecho humano es una demanda moral ante cualquier institución social impuesta sobre uno mismo, ya que lo que realmente importa, según el autor, es el acceso seguro a los objetos de esos derechos, independientemente de su realización a través de derechos jurídicos. Esto es, la definición de inmigrante, ilegal, indocumentado, ciudadano, nacional (Pogge, 2005, 76-78)

En este sentido, los gobiernos y los individuos tienen la responsabilidad de trabajar por un orden institucional y por una cultura pública que garantice a todos los miembros de la sociedad un acceso seguro a los objetos de sus derechos humanos. Si bien todas las personas tienen el derecho humano a que sus necesidades básicas sean satisfechas, este derecho debe ser asegurado por un orden social coercitivo –entendido como Estado–, pero, por otra parte, la integración viene de la mano de la aceptación del otro como un deber social ético, ni siquiera económico o político, ya que de lo contrario se estaría cimentando el retorno de ideologías basadas en las diferencias como una desventaja y no como una ventaja.

Desde el punto de vista de la actual sociedad globalizada, es la inclusión y no la exclusión de los millones de caracteres culturales que se expresan e intentan convivir, el principal objetivo a alcanzar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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