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Gorbachov y la desintegración de la URSS

Por: Alberto Rojas, director del Observatorio de Asuntos Internacionales de la Universidad Finis Terrae


Señor Director:

El 25 de diciembre de 1991, a las 19:32, se arrió por última vez la bandera de la Unión Soviética en el Kremlin. Momentos después, el tradicional pabellón rojo, con la hoz y el martillo, fue reemplazado por la bandera tricolor de la Rusia pre revolucionaria.

Poco antes, en un mensaje televisado al país y al mundo, Mijaíl Gorbachov —octavo y último líder de la URSS— había anunciado su renuncia al cargo de Presidente de la superpotencia comunista, para luego transferir su poder y autoridad a Boris Yeltsin, líder de la Federación Rusa.

Durante casi medio siglo el mundo había vivido bajo un orden bipolar marcado por una confrontación ideológica irreconciliable y el constante fantasma de la Tercera Guerra Mundial. De esta forma, ante la mirada atónita del mundo entero, se concretaba el fin de la URSS y, por extensión, el término de la Guerra Fría.

Desde entonces han transcurrido 25 años. La desaparición de la URSS no se puede entender sin la figura de Mijaíl Gorbachov, quien no solo cambió a su país, sino a todo el mundo.

Llegó al poder en 1985 con apenas 54 años —un líder mucho más joven que todos sus predecesores— y con dos ideas que habrían de cambiar el rumbo de la URSS: la perestroika (reforma, reestructuración) y la glasnost (apertura, transparencia).

Su objetivo era modernizar a su país, un Estado burocrático y carente de dinamismo, que —según Gorbachov— enfrentaba a un EE.UU. liderado con fuerza y decisión por Ronald Reagan.

A pesar de la resistencia de los cuadros más conservadores, el nuevo líder de la URSS fue consolidando su proyecto político a través de hitos significativos, como realizar “citas cumbre” con Estados Unidos de manera más periódica, la firma del Tratado INF de desarme nuclear (1987), el establecimiento paulatino de una mayor libertad de expresión y de culto dentro de la URSS, y el inicio del retiro soviético de Afganistán (1988).

La “prueba de fuego” de Gorbachov ocurrió en 1989, cuando se produjo el derrumbe de los regímenes comunistas de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumania. Pero sobre todo, la caída del Muro de Berlín —y del régimen de la República Democrática Alemana—, que se convirtió en un ícono de los cambios imparables que entonces estaban reconfigurando Europa del Este.

Lejos de la brutal represión de 1956 en Hungría o de Checoslovaquia en 1968, Gorbachov mantuvo a la Unión Soviética al margen de toda esta oleada de cambios, permitiendo el libre desarrollo de los acontecimientos y el inicio de procesos políticos democráticos. Lo que, en gran medida, justificó que le otorgaran el Premio Nobel de la Paz en 1990.

Pero cinco años de reformas —no todas ellas exitosas— habían generado una gran presión social sobre la URSS. Al punto que en marzo de 1991 Gorbachov convocó a un referéndum nacional para consultar sobre la continuidad de la Unión Soviética; el 78 % de los votantes votó a favor de mantener intacta la URSS.

A pesar de eso, el rediseño de la economía soviética resultó mucho más difícil e inmanejable de lo que él y su gobierno previeron. Se buscó establecer una mayor libertad empresarial y transitar de una economía planificada a una de libre mercado.

Pero las reformas sólo generaron caos al interior del sistema productivo y el empobrecimiento de gran parte de la población.
Además, la apertura política empujaba al país hacia un modelo democrático pluripartidista y a un nuevo tratado de adhesión voluntaria de las repúblicas soviéticas, que los sectores más “duros” del Partido Comunista vieron como una clara amenaza.
Eso explica el fallido golpe de Estado de agosto 1991 encabezado por Valentin Pavlov, Primer Ministro de la URSS; Dmitri Yázov, ministro de Defensa; Boris Pugo, ministro del Interior; y Vladimir Kryuchkov, jefe del KGB. ¿Su objetivo? Impedir la concreción del nuevo tratado y revertir las reformas impulsadas por Gorbachov.

Sin embargo, sus planes fracasaron. Lejos de sus objetivos, sólo lograron acelerar la desaparición de la Unión Soviética, lo que dejó libre el camino para que Estados Unidos avanzara en su intento por concretar un nuevo orden unipolar.

Desde entonces, la figura de Mijaíl Gorbachov ha vivido bajo una particular dualidad: en Occidente es visto como un reformista y demócrata, mientras que los nostálgicos del comunismo soviético lo consideran responsable del derrumbe de una superpotencia.

Un cuarto de siglo después, su figura y decisiones aún son objeto de profundo debate. Sin embargo, es un hecho que Gorbachov fue la figura clave que marcó el nuevo rumbo para su país y del mundo.

Alberto Rojas, director del Observatorio de Asuntos Internacionales de la Universidad Finis Terrae

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