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Los invisibles

Cristóbal Aguilera Medina
Por : Cristóbal Aguilera Medina Abogado, Universidad de Los Andes
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En la entrada sur de la estación de buses de Valparaíso, una mujer de más o menos cincuenta años de edad, de cabellos color café claro y ojos negros y cansados, freía empanadas que vendía a los turistas que llegaban desde Santiago. Tenía el desafío de vender treinta por la mañana y treinta por la tarde para pagar el colegio de su hijo. La movía la convicción de que una buena educación desde la más temprana infancia es la única manera de lograr que su pequeño no termine vendiendo empanadas en la calle décadas después.

Ese día había logrado su meta antes de lo habitual, y a las ocho de la tarde se disponía a cerrar la producción. Pedrito le apretaba su mano, y ella le acariciaba su rostro indicándole que se calmara, que ya llegarían a casa a jugar. El cielo se apagaba lentamente, y los últimos rayos de sol proyectaban una luz melancólica sobre su rostro agrietado por los años. Era –o al menos lo aparentaba– una mujer fuerte, decidida, que había vencido cientos de dificultades, pero que había sufrido mucho. Tenía una mirada profunda y perdida a la vez. Su hijo era el único motivo de su existencia.

Años atrás –tal vez cinco– su marido había muerto en un accidente laboral, cayéndose de un andamio de 20 metros de altura. El trabajo se lo había conseguido un amigo, por eso no quiso denunciar el hecho; creyó que era lo correcto. Tiempo después, sin embargo, se lamentaba. Lloraba en las noches imaginando lo imposible que sería para ella conseguir un trabajo que le permitiera pagar una buena educación y costear un razonable plan de salud en un país en donde ambas prestaciones parecen ser exclusivamente de gente millonaria. Pero vivía el día. Sabía que Pedrito dependía de ella, y que debía serle fiel.

[cita tipo=»destaque»]Luego, todo sucedió muy rápido. Escuchó a aquel hombre, invadido por la indiferencia, pronunciar un código por su radio. Al poco rato llegó una camioneta con las balizas encendidas. Ella pensó que quizá había asesinado a alguien. Tomó en sus brazos a la razón de su vida, le besó la frente y vio cómo se llevaban su fuente de trabajo. Se despidió el representante de la justicia y responsable del orden público entregándole un papel que contenía una invitación a pagar una multa de 100 mil pesos, que era lo que ganaba en dos semanas de duro trabajo.[/cita]

Luego de haber tirado el aceite en la calle, lo que generó un raro destello de luz, un carabinero le rozó el hombro y le pidió que le entregara la patente de salubridad. Ella lo miró con cara de desconcierto; alguna vez había escuchado sobre los requisitos que la ley dispone para vender comida en la vía pública, pero todo eso le parecía algo muy lejano. Le explicó que nadie le había hablado sobre eso de la patente, pero que ella se lavaba las manos de cuando en cuando, que el aceite lo cambiaba cada día y que ninguno de sus clientes le había reclamado jamás. Mientras tanto, Pedrito le tironeaba su delantal. La mirada del carabinero era severa y representaba el rigor de la ley. Ella comprendió, luego de observar fijamente sus ojos, que estaba actuando fuera de lo jurídicamente permitido. Le ofreció la última empanada con un gesto de complicidad. Pero el carabinero ya había tomado una determinación y le sugirió botar a la basura el regalo. Le explicó, además, que el soborno también es ilegal.

Luego, todo sucedió muy rápido. Escuchó a aquel hombre, invadido por la indiferencia, pronunciar un código por su radio. Al poco rato llegó una camioneta con las balizas encendidas. Ella pensó que quizá había asesinado a alguien. Tomó en sus brazos a la razón de su vida, le besó la frente y vio cómo se llevaban su fuente de trabajo. Se despidió el representante de la justicia y responsable del orden público entregándole un papel que contenía una invitación a pagar una multa de 100 mil pesos, que era lo que ganaba en dos semanas de duro trabajo.

El crepúsculo ya había llegado a su fin cuando todo acabó. Figuraba sola, con su hijo en sus brazos, intentado comprender los misteriosos golpes de la vida. Lo paradójico era que todo esto ocurría frente a un gigantesco edificio donde, a diario, frente a las cámaras, ciento cincuenta y ocho personas prometen superar injusticias como éstas. Ella, sin embargo, a pesar de la cercanía, era invisible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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