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Nuestro sistema universitario

Manfred Svensson
Por : Manfred Svensson Profesor de Filosofía
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La reforma a nuestra educación superior se encuentra en una encrucijada peculiar. Por una parte, se le dio a la gratuidad una elevada prioridad, a la cual el gobierno decidió seguir aferrándose tras haberse percatado de los recortes a los que sería llevado en otras áreas tanto o más prioritarias. Por otra parte, el estado del financiamiento de la ciencia ha llevado a que contemplemos hoy no solo a alumnos, sino a académicos en la plaza pública preguntándose por la importancia que se atribuye al saber en el país. La prioridad asignada al cultivo del conocimiento parece afirmada y negada a la vez.

De algún modo dicha tensión se remonta al origen del movimiento estudiantil mismo: éste mostró una inquebrantable voluntad para lograr que se priorizara la educación, sacando así la discusión sobre la misma del adormecido estado en que estaba; pero fue no menos inquebrantable en mantener como dogmas sus discutibles opiniones sobre los medios para alcanzar el fin propuesto. A cinco años de haberse iniciado dicho movimiento, cabe preguntarse cuál de estos dos impulsos ha primado entre quienes han recogido dichas inquietudes.

Un modo de plantear dicha cuestión es preguntarnos por la voluntad que ha habido para llegar a tener un escenario en el que todos nos sepamos parte de un mismo sistema universitario. Después de todo, el título de esta columna designa algo que en algunos sentidos es real, que en otros sentidos apenas es un deseo, y que en otros casos ni siquiera es deseado. Es elocuente que tengamos una maraña de grupos –el Consorcio de Universidades Estatales, el G-9, la Corporación de Universidades Privadas (al que además no pertenecen las mejores privadas nuevas)–, pero que no tengamos un paragua que agrupe a todas estas entidades. El abandono por el que unos y otros sectores de dicho sistema se quejan puede tener mucho de justificado, pero rara vez está siendo acompañado de esfuerzos decididos por pensar el bien del conjunto.

En el escenario actual prima más bien una lógica bajo la cual, de modos burdos o sutiles, hay que golpear hacia abajo, o a lo que se perciba como abajo: las estatales le pegan a las “G-9”, éstas al resto de las privadas, las privadas sin lucro a las con lucro. En esta frenética carrera, no faltan los que yendo por lana salen trasquilados: las del G-9 han ordenado su discurso de un modo que resalte su parecido con las estatales, solo para toparse con la completa indiferencia de éstas (y con el perjuicio económico de las decisiones del gobierno).

No es, por cierto, que toda crítica a otras universidades carezca de justificación (después de todo, hemos llegado a tener rectores procesados). Pero salta a la vista que esta disposición ha corroído nuestra discusión. ¿Cómo explicarse que también una “no tradicional” que está haciendo trabajo serio, como la UAH, haya sido descrita por un académico de una estatal como si fuese el brazo universitario del Hogar de Cristo? ¿Cómo es posible que el fraude  de la Fundación de la FEN sea constatado en el mundo privado no como una pérdida nuestra, de todos, sino como un insumo más para la retórica anti-estatal? Y, sin embargo, como si se tratara del despliegue evidente de cierta lógica, son las reacciones a las que nos hemos acostumbrado. Su última versión es el burdo video del CUECH, pero la soberbia de un lado invariablemente desata la del lado opuesto.

¿De dónde viene esa lógica? Algunos dirán que proviene de un modo de concebir la educación que nos llevó a pensar en términos de universidades rivales: se aplicó la competencia a un campo en el que no tenía por qué existir de ese modo. Dicha respuesta puede ser parcialmente verdadera. Es plausible afirmar que la competencia ha traído también beneficios a todas las partes, al obligarlas a fijarse exigencias que también en el mundo académico se pierden con facilidad. Pero obviamente es una lógica que, si en parte es defendible, se ha descarrilado impidiendo que la preocupación por el conjunto sea el norte de todas las universidades.

No es, sin embargo, la única explicación. El modo en que se ha abordado la reforma a la educación ha llevado de hecho a exacerbar la lógica que pretende reemplazar: si al mismo tiempo se dice “vamos a hacer reglas nuevas” y “vamos a hacer presupuesto nuevo”, no es de extrañar que los actores del sistema comiencen todos a golpear hacia abajo en búsqueda de la mejor tajada. El clamor por la recuperación de lo público está de sobra justificado; sin adecuada caracterización de lo público, empero, ya ha mostrado que puede volverse la puerta de entrada para una más descarnada batalla de todos contra todos.

¿Cabe esperar algo distinto? La verdad es que sí. Cuando representantes de estos distintos grupos se sientan a una misma mesa, los resultados se notan. Tres años atrás los rectores Sánchez, Zolezzi y Peña escribieron en conjunto defendiendo tres tesis : una concepción de lo público que no lo identifique con lo estatal, la legitimidad de un trato preferente a las universidades estatales, y un pluralismo exigido al sistema completo, pero no a cada universidad individualmente considerada. ¿Se imagina alguien al rector Zolezzi afirmando por sí solo la primera de estas tesis? ¿Al rector Sánchez defendiendo por cuenta propia la segunda? ¿Al rector Peña defendiendo en sus columnas la concepción del pluralismo que representa la tesis tercera? Piénsese lo que se piense de estas tesis, como conjunto son el tipo de milagro que se puede producir cuando efectivamente se logra que los diversos cuerpos del sistema se reconozcan recíprocamente.

[cita tipo=»destaque»] Es una verdad palpable en el sistema de investigación, donde los pares se ven obligados a formalmente tratarse como tales, tanto para la adjudicación de proyectos de los académicos como para las de becas de los alumnos. Pero no solo requerimos tomar conciencia de esa realidad existente y de la necesidad de cuidarla, sino también debemos dar pasos concretos para extenderla a dimensiones básicas que vayan en beneficio directo de los estudiantes.[/cita]

 La experiencia que ahí tuvieron los rectores es la que cualquier académico serio tiene de modo rutinario. Los académicos de unas y otras casas de estudio saben bien de su dependencia recíproca, saben que sus interlocutores son todos los miembros de una disciplina, no los miembros del CUP, del CRUCH o del CUECH. Saben también que en particular en un país pequeño como el nuestro eso hay que enfatizarlo. Es una verdad palpable en el sistema de investigación, donde los pares se ven obligados a formalmente tratarse como tales, tanto para la adjudicación de proyectos de los académicos como para las de becas de los alumnos. Pero no solo requerimos tomar conciencia de esa realidad existente y de la necesidad de cuidarla, sino también debemos dar pasos concretos para extenderla a dimensiones básicas que vayan en beneficio directo de los estudiantes. Un caso sencillo pero elocuente es el de las bibliotecas: es sencillamente imposible que un país de nuestro tamaño y economía cuente en cada una de sus instituciones con el tipo de biblioteca que el estudio avanzado requiere; un adecuado sistema de intercambio, del que pudiera participar cada institución del sistema, sería la muestra más elemental de que reconocemos un bien del conjunto y damos pasos concretos hacia él.

Distintos sectores del sistema universitario nacional han sido golpeados y beneficiados de distintos modos por el modo en que estamos organizados. Pero en medio de esa disparidad no está de sobra pensar en la cantidad de desafíos conjuntos que enfrentamos y en lo que sería enfrentarlos juntos. ¿Cómo sería la discusión actual sobre financiamiento de la ciencia si no estuviésemos bajo la lógica actual de cada uno buscando defender su feudo? El ahogo de nuestras universidades por la burocratización, las dudas respecto de cómo combinar los beneficios del actual modelo de investigación con debida atención a sus riesgos, las preguntas sobre cómo equilibrar la tarea innovadora y la tarea preservadora de la universidad –ninguna de esas tareas es un desafío de algún actor particular del sistema. Mientras no seamos capaces de asumir una auténtica visión de conjunto, hablar de una reforma estructural de nuestra educación es solo lanzar palabras al viento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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