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Descongelar la transición Opinión

Descongelar la transición

Alejandro Osorio y Pepe Reig
Por : Alejandro Osorio y Pepe Reig Sociólogo, Magíster en Ciencias Sociales, Universidad de Chile y Dr. en Historia, Universidad d’Alacant, España.
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La pregunta que cabe realizarse es: pues bien, ¿qué pasó luego de la transición? Esa ha sido, a nuestro modo de ver, la pesada losa del binominalismo: al obligar a la cultura del consenso y dificultar las mayorías políticas, ha propiciado también la asunción de los límites impuestos desde atrás a la acción política y a las transformaciones económicas. El binominalismo ha funcionado, entonces, como un seguro contra los cambios profundos de orden socioeconómico que reclaman sectores crecientes de la sociedad civil.


El cambio del sistema binominal hacia uno proporcional ha sido uno de los grandes aciertos políticos del Gobierno de Michelle Bachelet, en la medida en que puso fin a uno de los “enclaves autoritarios” que aún subsistían en el sistema político chileno. Sin embargo, acabar con la sobrerrepresentación de que ha gozado la derecha en el Congreso Nacional durante dos décadas y media, podría no ser suficiente para terminar con la inercia del binominalismo.

Este rasgo estructural de la política chilena ha trasvasijado la “identidad política” de la Concertación, no solo por haber “rutinizado” la administración de un régimen democrático “restringido”, muy difícil de modificar por su propia naturaleza autoritaria, sino también por la “interiorización” de una racionalidad política de tipo “excluyente” e inarticulada con la base social, que en la práctica la aproxima a la visión política de su adversario de Chile Vamos.

En efecto, la herencia autoritaria del régimen de Pinochet en democracia, se ha establecido como una condición objetiva, de poder causal, sobre quienes desarrollan la política desde la centroizquierda. Una Constitución absolutamente comprometida con el proyecto autoritario de limitar la democracia a su dimensión puramente procedimental, con el propósito específico de dificultar la posibilidad de cualquier cambio político y socioeconómico; un sistema electoral que fue diseñado especialmente para no permitir las mayorías parlamentarias y que ha operado desde la recuperación de la democracia hasta nuestros días; además de un conjunto de “enclaves autoritarios”, que no fueron eliminados sino hasta la reforma constitucional del 2005.

En tal sentido, la “jaula de hierro” que aún persiste en el sistema político chileno, fundamentalmente a través de la Constitución, ha condicionado innegablemente el régimen democrático, estableciéndose como uno de los factores incisivos, aunque no determinantes, para comprender por qué la Concertación no ha logrado diferenciarse “identitariamente” de la derecha en este ámbito. Por qué hizo “suyo” el proyecto de democracia incompleta, limitando extraordinariamente, de ese modo, su papel corrector del modelo neoliberal instalado por el régimen militar. Y por qué asume tal autolimitación, pese al cuestionamiento sistemático de los movimientos sociales durante estos últimos años y a pesar de las demoledoras críticas de organismos internacionales como la OCDE, que sitúan a Chile en los primeros lugares en el ranking de la desigualdad.

Pero creemos que no todo se explica desde el nivel “estructural”, puesto que hay otro elemento, en el plano de la dimensión subjetiva de la política, que podría explicar la inercia de la Concertación: la transición desde la democracia representativa a la participativa, que en otros lugares se plantea ya con tintes de urgencia para superar la amenaza de la llamada “desafección ciudadana”, no ha llegado aún a Chile.

[cita tipo= «destaque»]Pero creemos que no todo se explica desde el nivel “estructural”, puesto que hay otro elemento, en el plano de la dimensión subjetiva de la política, que podría explicar la inercia de la Concertación: la transición desde la democracia representativa a la participativa, que en otros lugares se plantea ya con tintes de urgencia para superar la amenaza de la llamada “desafección ciudadana”, no ha llegado aún a Chile.[/cita]

La alta dirigencia de la Concertación parece haber interiorizado la creencia en un modelo de democracia representativa, en detrimento de una democracia con alta participación social (de masas) y popular, de la que quizá tuvimos indicios en décadas precedentes. De ahí la ausencia de motivaciones políticas sistemáticas para otorgar recursos legislativos para el fomento de la participación ciudadana (referendo participativo, referendo revocatorio, iniciativas populares de ley o, bien, mecanismos efectivos de accountability), formas, todas ellas, de “democracia directa” o “desde abajo”, que podrían proporcionar mecanismos objetivos de equilibrio de poder entre los partidos políticos y la sociedad.

Esta ausencia de instrumentos de participación cívica, de algún modo, es coherente con la idea de que la política de gobierno tiene que ser llevada a cabo por una élite política partidista, altamente preparada en distintos campos del saber político y también científico, cuya forma de ejercer la política se asocia directamente al gradualismo y la búsqueda de consensos, limitando la democracia únicamente a las decisiones partidistas, a menudo en detrimento de la voluntad ciudadana. Maneras de hacer política que no han sido mera coincidencia con las diferentes estrategias políticas que ha elaborado la centroizquierda, para tomar cada vez más distancia de las demandas sociales y populares provenientes del mundo que está afuera de la política formal.

Muy probablemente, el predominio de esta misma racionalidad política dominante podría haber producido las condiciones para el surgimiento de la “Nueva Mayoría”, como un grupo político que ha intentado renovarse bajo una manera diferente de “pensar la política”, pero frustrado, a estas alturas, tras el triunfo hegemónico de los “barones” del Partido Demócrata Cristiano, el Partido Socialista y el Partido por la Democracia.

Evidentemente, el actuar de la Concertación no se reduce ni analítica ni políticamente a este determinismo político que hemos comentado. Por cierto, han existido importantes avances sociales, económicos y también políticos que no se pueden desconocer, más allá del clima social imperante de frustración por la profunda desigualdad y por la impunidad de empresarios y políticos que han sacado provecho malamente del modelo socioeconómico y sus perversiones. Lo cuestionable –a nuestro juicio– es que esas políticas públicas que promovieron sustanciales avances sociales, y también encajaron algún retroceso, no intentaron o no lograron superar el férreo marco neoliberal instaurado por el régimen, ni en lo político ni en lo socioeconómico.

No sostenemos esta tesis en solitario. Voces autorizadas, como la de Eugenio Tironi, lo han proclamado también lapidariamente: “La transición no abolió el modelo neoliberal, ¡en buena hora!  (…) la transición nunca se planteó abolirlo ni hacerlo desaparecer bajo una retroexcavadora. Al contrario: se defendió la noción de la continuidad por sobre la ruptura, a diferencia de los que se oponían al plebiscito (de 1988) y estaban por la insurrección y la vía armada”.

La pregunta que cabe realizarse es: pues bien, ¿qué pasó luego de la transición? Esa ha sido, a nuestro modo de ver, la pesada losa del binominalismo: al obligar a la cultura del consenso y dificultar las mayorías políticas, ha propiciado también la asunción de los límites impuestos desde atrás a la acción política y a las transformaciones económicas. El binominalismo ha funcionado, entonces, como un seguro contra los cambios profundos de orden socioeconómico que reclaman sectores crecientes de la sociedad civil

Sin embargo, toda esta inercia política propia del binominalismo, que ha provocado una desafección política sin precedentes en la historia política chilena, pareciera a punto de tomar un nuevo rumbo, a partir de la elección de Jacqueline Van Rysselberghe para la presidencia de la UDI. Su elección aboca a la Unión Demócrata Independiente a un proceso de clarificación ideológica e identitaria que podría alejarla del confuso mimetismo en que han ido cayendo ambas coaliciones, en virtud del gradualismo y sus obligaciones “consensuales”. Esa clarificación puede acabar teniendo el efecto positivo de propiciar el avance hacia una democracia con rasgos “pluralistas”, con un espectro político más claramente diferenciado en cuanto a discursos y modelos de sociedad.

El liderazgo femenino de Van Rysselberghe le proporciona a la derecha una “inyección de sentido” e identidad política y valórica profundamente conservadora que, por ejemplo, proclama que la igualdad socioeconómica, así como la ideología de “género”, son contrarias a la esencia de la “naturaleza humana”. Se opone también, vehementemente, al matrimonio homosexual y al aborto, incluso cuando está en riesgo el feto o la madre. Se trata de una ofensiva ideológica que –a nuestro juicio– iría muchísimo más allá del cálculo electoral de Sebastián Piñera, de capitalizar políticamente el discurso antiinmigración, puesto que lo que se instala ahora desde la derecha más “dura” son principios elementales del funcionamiento de la sociedad y de la política.

Está por verse si, en caso de persistir esta involución ideológica, podría generar reactivamente una reconfiguración de las posiciones políticas en la Concertación y en qué dirección esta tendría lugar: bien para mantener la posición de los “barones”, que han promovido una racionalidad política elitista y profundamente conservadora en materias valorativas, o bien para fortalecer a la Nueva Mayoría, que parece tener una identidad más cercana al mundo progresista, de la izquierda, y más dispuesta a promover alianzas con sectores críticos que promueven transformaciones en favor de las mayorías sociales y políticas. En este segundo caso, podría abrirse la puerta a un proyecto de superación del modelo de desarrollo neoliberal y de la democracia incompleta y de baja intensidad que aún padecemos en Chile.

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