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Bachelet, la izquierda y el síndrome de los mil días: una derrota, un fracaso, una esperanza Opinión

Bachelet, la izquierda y el síndrome de los mil días: una derrota, un fracaso, una esperanza

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Hoy es distinto: Solari, abusa de la puerta giratoria, ayer en el Transantiago, hoy codeándose con Cristina Bitar y los pentacampeones UDI en la celebración de Azerta; SQM y Corpesca son hoy más influyentes en las decisiones del PS que sus propios militantes, la familia presidencial se codea con Luksic y este tiene en el gabinete más miembros provenientes de sus directorios que cualquier partido de la coalición; Escalona privilegia los diarios de Saieh y Edwards para hablar y, como los demás, fue financiado también por las pesqueras.


Se cumplen los mil días del segundo Gobierno de Michelle Bachelet y, a diferencia de Allende, ella ya tuvo un periodo presidencial donde no cumplió las expectativas de participación que generó, pero que concluyó exitosamente, con altos niveles de popularidad, aunque huelga reconocer que tuvo un sello y conformación distinto al actual: no estaba el PC incluido en aquella gestión.

Distinto ha sido el derrotero de su segundo mandato, con una nueva coalición teóricamente más de izquierda que la Concertación, donde se incluyó a los comunistas y se instaló no solo la sensación de un gobierno terminal sino también de una administración fracasada. Entonces, se hace imposible, dada la similitud política y simbólica, evitar la comparación entre ambos gobiernos.

En particular, y cuando de manera similar (no idéntica) el Gobierno de la Mandataria socialista llegó a su fin de manera anticipada, justo cuando se cumplen tres años de un Ejecutivo que, salvo honrosas excepciones –la gratuidad y la hipotética elección del Gobernador–, pasará a la historia como un fracaso socialista y de una coalición reformista tal como ayer, la UP fue derrotada.

Guardando las diferencias del caso –ayer el mundo de la Guerra Fría; hoy, Trump, el resurgimiento de los nacionalismos, y sin proyecto socialdemócrata en América Latina– y en el contexto de una cultura política donde impera el martirologio, se torna ineludible la comparación entre los gobiernos de los mil días.

Ayer, la derrota estratégica de un proyecto político que entusiasmó a millones; hoy, la decepción y la apatía con una administración que va camino de la bancarrota y cuyo mandato políticamente acabó. De este solo queda esperar que pueda concluir sin más sobresaltos. El chileno medio, de mucho sentido común, entiende que tendrá que armarse de paciencia, porque la sabiduría popular le ha enseñado que siempre es preferible un mal gobierno al desgobierno que concluye siempre en autoritarismo.

De la Unidad Popular a la Nueva Mayoría

Como se sabe, Allende encabezó una coalición cuya columna vertebral eran los partidos Comunista, Socialista y Radical pero que, a diferencia del Frente Popular, tenía a la alianza PS-PC como eje: la Unidad Popular. Pese al mito de ingobernabilidad que intentó construir la dictadura –nuestro querido amigo Alberto Mayol se hace cargo de uno de ellos cuando sostiene que Allende no creía en el mercado–, le creyó a Vuscovic su teoría del circuito virtuoso (aumento de salarios = aumento de demanda = aumento de oferta), Chile tuvo un crecimiento de un 8% en su primer año de Gobierno, pero se estancó la producción por la intervención y expropiación de empresas (500) más allá de lo que se había ofrecido en el programa (91) –fue una coalición bastante homogénea y el Mandatario contó casi siempre con el respaldo de los partidos de la UP–. Si hubo debate y disidencia, fue más bien en torno al alcance y ritmo de las transformaciones en marcha.

La coalición gubernamental que pretendía construir el socialismo “con empanadas y vino tinto”, alcanzó solo un tercio del electorado y con ese margen de apoyo impulsó un programa de reformas radicales –entre las más significativas, la nacionalización del cobre, la profundización de la reforma agraria o el medio litro de leche– que chocó, una y otra vez, contra una mayoría parlamentaria opositora que, desde mediados de 1971, en especial luego del asesinato de Pérez Zujovic, bloqueó permanentemente al Gobierno, hasta que en agosto de 1973 logró que su mayoría en la cámara –PN-DC– decretase su ilegalidad, dejando abierta la puerta para la sedición militar.

Uno de los aprendizajes centrales de aquella derrota, en particular para una parte del grupo dirigente socialista, fue la necesidad de conformar mayorías sociales y políticas para implementar cambios profundos. Esa lección fue una de las principales consecuencias del golpe para Carlos Altamirano (Reflexiones críticas sobre el proceso revolucionario chileno), quien encabezó un proceso de renovación que, entre otras cosas, buscó concretizar políticamente esa conclusión: alianza con la DC.

De aquella dramática experiencia y luego de un primer periodo de colaboración con Pinochet, la DC chilena llegó a una reflexión similar y comprendió que sin un partido popular –el PC no podía ser y el PS en aquel tiempo era una organización de masas–, era imposible poner fin a la dictadura y generar gobernabilidad para un futuro Gobierno de transición. Enrique Krauss, quien sería ministro del Interior de Aylwin y que había sido parte del gabinete de Frei Montalva, entendía muy bien lo que significaría, pues había sufrido en carne propia en los 60 tener a los socialistas en la calle, como fuerza opositora.

[cita tipo=»destaque»]aquí estamos hoy. En Palacio, ellos celebrando sus mil días de Gobierno, mientras que en la vereda de enfrente la inmensa mayoría de los chilenos aguantándolos. Una administración que, lo mismo que la de Allende, concluyó anticipadamente –ayer como tragedia, hoy como comedia– su mandato.[/cita]

Se construyó, entonces, la coalición que satisfacía ambas necesidades: el PS era parte de una alianza social de clases medias y populares cuya imposibilidad le costó tan caro a Allende. Aylwin y la DC tenían al PS con responsabilidades en la administración del Estado. Pero sucedió que el reloj no había pasado en vano y que tanto tiempo fuera del poder había aminorado los ímpetus reformistas de ambos partidos: la elite de la DC, a esas alturas, como lo diría Boeninger sin tapujos, había llegado a un “consenso ideológico” con la dictadura, corriéndose a la derecha del espectro político, en tanto el PS, por el acomodamiento de la mayoría del grupo dirigente que hizo la transición, se había movido al centro, proceso que se consolidó en democracia.

Y llegamos a Bachelet 2.0, donde es la propia DC o lo que queda de ella, y ahora desde dentro de la NM, la que se transforma en el principal obstáculo para la implementación de sus reformas.

Y nuevo aprendizaje y giro de tuerca a la teoría: no basta con aliarse con el centro para construir las mayorías sociales y políticas para el cambio, en especial cuando su expresión histórica se ha corrido hacia la derecha y la izquierda tradicional –PS-PC– se ha movido hacia el centro, en un contexto de retirada de las ideologías y del dominio absoluto de una economía de casino y de su principal consecuencia: subordinación de la política al poderoso caballero, Don Dinero.

Y aunque Allende no alcanzó la mayoría absoluta –la tuvo en 1971 con las municipales, instancia que, según Pierre Kalfón (agudo observador del proceso), la UP “desaprovechó” –, pero cuyo respaldo popular fue creciendo al punto de amenazar la hegemonía DC-PN, obligándolos a concretizar el golpe, sí dispuso de una férrea y homogénea coalición programática segura de lo que había que hacer y donde las discrepancias giraban solo en torno al ritmo y alcance de las medidas.

La única vez en que el disenso entre el Presidente y sus dos principales partidos se hizo visible fue luego que el PS y el PC manifestaran su desacuerdo con la decisión de Allende de recibir a Guillermo Medina, líder de la huelga del 41% en el Palacio de La Moneda, a instancias del diputado socialista Héctor Olivares y cuando los mineros en paro eran ya un engranaje más de la sedición en marcha.

Los dirigentes de ayer a hoy

Al repasar la lista de los miembros de comité central del PS del congreso de La Serena –vigente hasta septiembre de 1973–, destaca el grueso número de obreros y profesionales –médicos, abogados y economistas– que constituían más del 90% de la elite dirigente partidaria y donde solo escapaban a la norma “los pijes” Almeyda y Altamirano. El primero, poseedor de un fundo que, con su beneplácito, el mismo Allende expropió; en tanto, el segundo, con una brillante y temprana carrera profesional en la Papelera, renunció luego a ser fiscal de Chilectra para consolidar su carrera política, porque en esa época era imposible el concubinato negocios-política. Ampuero elaboraba profundas tesis que animaban el debate local –la pugna socialista-comunista–, mientras Eugenio González era rector de la Universidad de Chile y un obrero, Alejandro Chelén, escribía tesis, alcanzaba un escaño en el Senado y le disputaba a la elite partidaria la secretaría general.

Hoy es distinto: Solari, abusa de la  puerta giratoria, ayer en el Transantiago, hoy codeándose con Cristina Bitar y los pentacampeones UDI en la celebración de Azerta; SQM y Corpesca son hoy más influyentes en las decisiones del PS que sus propios militantes, la familia presidencial se codea con Luksic y este tiene en el gabinete más miembros provenientes de sus directorios que cualquier partido de la coalición; Escalona privilegia los diarios de Saieh y Edwards para hablar y, como los demás, fue financiado también por las pesqueras. Los dirigentes socialistas constituyen hoy, más bien, parte del glamour y, como diría Mosciatti, están “en el mismo lodo todos manoseados”.

De las 40 medidas de Allende a las 50 de Bachelet

Mientras Allende y su coalición se comprometían a construir el socialismo en democracia y anunciaban sus 40 medidas, donde, aparte de las más emblemáticas, se aspiraba a una rebaja de los altos sueldos públicos, el fin a los asesores y a sus honorarios exorbitantes, así como a los autos de lujo y a los viajes fastuosos en la administración pública, la prohibición para emplear vehículos fiscales en actividades particulares, mientras el fisco no seguiría fabricando nuevos ricos, fin a las jubilaciones millonarias, congelamiento de los arriendos, no más estafas en los precios de los remedios y varias otras de mucho sentido para el mundo popular y que se expresaron en el “podremos equivocarnos, podremos meter las patas, pero jamás las manos”, que entusiasmaron a un pueblo acostumbrado a los triunfos morales y que, pese a su condición de mayoría relativa, impulsó con toda su fuerza el cumplimiento del programa ofrecido.

Ello, al punto que el problema mayor que se suscitó en la coalición es que, al calor de la lucha, las masas –invitadas a ser protagonistas– se tomaron en serio el convite y no pocas veces fueron más allá del compromiso programático, cuestión que, en el contexto de un mundo altamente ideologizado y dividido en dos bloques, provocó finalmente su caída.

Como se sabe, una vez producida la derrota estratégica de la UP, los militares buscaron hasta más no poder –sin justicia independiente y sin garantías constitucionales– potenciales flancos de corrupción, sin que, finalmente, ningún jerarca UP hubiese sido acusado ni condenado por enriquecimiento ilícito. No es el caso de la actual administración, donde no solo miembros del Gobierno y de la coalición están imputados, sino que ella ha permeado a su propio entorno familiar.

Bachelet, luego de un encendido y prometedor discurso de reinstalación, concluyó comprometiéndose con leves medidas en su programa gubernamental (Chile de todos), para responder al descontento y a las movilizaciones estudiantiles y que se expresaron en sus iniciales 50 iniciativas a implementar durante sus primeros 100 días de Gobierno.

Bachelet, al igual que la UP, luego de un primer año relativamente exitoso –aunque torcidas, se habían sacado adelante algunas de sus iniciativas más emblemáticas: la Ley de Inclusión, una reforma tributaria desinflada y el fin del binominal–, se diferenció de Allende, quien puso en las respectivas carteras a un elenco comprometido con su programa, colocando en los principales puestos a personal sin experiencia ni peso político (Hacienda) para implementar sus reformas o, en su defecto, nombró a personeros en ministerios clave –como sucedió en Educación–, que no tenían ningún compromiso ni convicción para llevar a cabo las reformas comprometidas ante el movimiento estudiantil.

Y ahí está hoy su Gobierno, navegando, como en el cuadro de Géricault, sin rumbo y sin destino con sus funcionarios, cada cual, abandonado a su propia suerte, sumidos en el fracaso de una administración que pasará –con muchas penas y escasa gloria– a los anales de la historia patria.

Solo queda por preguntarse, dada la inercia que se apoderó del Ejecutivo y que se expresa en su alta desaprobación, por qué Bachelet, a diferencia de como sí lo hizo Allende, no insistió en sus reformas. Hoy, ante el panorama desolador de su mandato, es posible pensar que tal vez hubiese tenido éxito.

Aires de cambio, pero con elencos distintos

Ambas administraciones tuvieron en sus orígenes aires reformistas, pero con énfasis distintos. Allende encabezó una que respondía y se conectaba al mundo popular, que subrayó el carácter austero y sobrio de la misma, participativa, que se resumió con frases para el bronce – “conmigo el pueblo entra a La Moneda” o el clásico “compañero Presidente”– y que en sus primeros días y meses se dedicó a sacar adelante sus más caras medidas –la trascendental nacionalización del cobre, por ejemplo–.

Su buena gestión recibió el reconocimiento y adhesión popular en las elecciones municipales de marzo de 1971, pero el panorama cambió luego, en especial después del asesinato del ex ministro Pérez Zujovic, poniéndose cuesta arriba, aunque la adversidad no fue un obstáculo y el propio Mandatario y su coalición insistieron, hasta el final, en dar cumplimiento al programa ofrecido al pueblo. Incluso, el mismo 11, Allende estuvo dispuesto a consultarle a su pueblo sobre la legitimidad de su mandato y así dirimir el conflicto político-institucional con la oposición. Allende fue jefe de Estado, de Gobierno y de la coalición. Allí hubo liderazgo, ausente hoy.

Bachelet, por el contrario, constituyó, para impulsar las reformas de carácter centrista prometidas, un gabinete personalista, con personeros que creían poco en los cambios a impulsar, cuyo estreno evidenciaba –como se ratificará más tarde– estar más próximos a una operación comunicacional que a una convicción política profunda sobre la necesidad de reformas.

En efecto, el miércoles 12 de marzo de 2014, el nuevo Ejecutivo, con mucha amplificación mediática, ordenaba a sus ministros realizar auditorías internas en cada repartición. Después de todo, Piñera se había ganado una fama bien merecida y los titulares de los diarios de ese día remarcaban que Bachelet “condiciona el diálogo al cumplimiento del programa” ofrecido ante la ciudadanía. En la Plaza de la Constitución remarcaba que “mi compromiso es que esta plaza sea la Plaza de la Constitución, de una Constitución democrática”. Y reiteraba luego que “vamos a llevar adelante el programa de Gobierno comprometido ante ustedes”, subrayando que “¡Chile tiene hoy, un solo gran desafío, y eso se llama desigualdad! Y solo juntos podemos enfrentarla”.

Alberto Arenas iniciaba la nueva política y, apenas tomaba posesión de su cartera, con el retrato de Rengifo a sus espaldas, despedía al director del Servicio de Impuestos Internos y ponía en su cargo a Michel Jorratt, queriendo dar con ello una señal de distancia del servicio con lo ocurrido en la administración saliente –el perdonazo a Johnson’s– y evidenciando la prioridad que tendría esa institución en el nuevo Gobierno. ¡Curioso detalle!

Aunque aquella épica de instalación exhibía, además, otra diminuta mancha: en un pequeño recuadro de La Tercera se indicaba que “estudiantes se toman sede de la DC”. Pero hay más: así como la Presidenta en 2006 tomó distancia de los partidos políticos y prometía una profunda reforma laboral y social con un ministro totalmente neoliberal como Andrés Velasco, en 2014 comprometía una reforma que restituiría el rol de la educación pública con un ministro que no solo venía de un directorio de Luksic, sino que también demostraría no tener convicción alguna con esa promesa.

Cuando Bachelet, al igual que Allende, se disponía a celebrar un primer año relativamente exitoso, se vino el mundo abajo. Pero esta vez no sería ni la confabulación de la CIA, ni la conspiración opositora, sino la avaricia de su entorno familiar, que hacía trizas el relato de un Gobierno que prometió justicia e igualdad, que hizo del ‘¡no más abusos!’ el blasón de su administración, pero cuyos primogénitos abusaron (en provecho propio) de los privilegios del poder.

Y, a diferencia de Allende, hasta allí llegó su ímpetu reformista (y también su liderazgo). Las convicciones que se proclamaron a los cuatro vientos y el “hay ánimo de reformas” que el ministro Peñailillo repetía a quien lo quisiera escuchar, fueron rápidamente sustituidas por la búsqueda de estabilidad y el compromiso con los poderosos de siempre. Se dieron señales de moderación, que representaron bastante bien el dúo Burgos-Valdés. Y allí se acabó el Gobierno. Bachelet capituló pronto.

Y aquí estamos hoy. En Palacio, ellos celebrando sus mil días de Gobierno, mientras que en la vereda de enfrente la inmensa mayoría de los chilenos aguantándolos. Una administración que, lo mismo que la de Allende, concluyó anticipadamente –ayer como tragedia, hoy como comedia– su mandato.

Epílogo: ¿esperando a Godot?

Más allá de sus errores y desaciertos, hay que reconocerle a la izquierda chilena su vocación de poder (Joan Alcázar), que la distinguió tempranamente del resto de sus referentes en América Latina, condenadas a la irrelevancia, cuando no a la marginalidad.

Ayer, sacada a balazos de La Moneda; hoy, abandonando Palacio con la cola entre las piernas y casi con vergüenza. Ayer, demostrando que no basta con tener un programa claro de transformaciones ni con querer hacer justicia, si no se cuenta con las mayorías sociales (y su representación política), siempre esquivas. Hoy, con proyectos más bien personales, y con el aprendizaje de que no es suficiente constituir coaliciones con mayorías sociales para hacer las transformaciones si una parte de ellas –el PDC– no tiene ese compromiso, convirtiéndose, como le ocurrió a Bachelet, en un factor paralizante de la coalición: un caballo de Troya.

En ambos casos, no basta con gobernar si no se constituye, en paralelo, un bloque hegemónico por los cambios. La tercera fuerza política –empezando por constituirse legalmente (cosa que no está del todo clara)– y tomando las experiencias anteriores, debe ser capaz de convocar más allá de su espacio político. El desafío de la tercera fuerza va más allá de su variable sicológica –la autoafirmación identitaria y generacional– o de la capacidad de convocatoria del dúo Boric-Jackson. La izquierda es mucho más que eso.

El reto de esta fuerza, a propósito de la conmemoración de los mil días de ayer y de hoy, es construir y convocar más allá del espacio sociopolítico tradicional –tal como lo hicieron Allende y Bachelet– y superar la izquierda triste de antaño y la travestista del presente. No podemos seguir ofreciendo a los electores solo derrotas y fracasos o concluir virando a la derecha luego de haber señalizado a la izquierda. La izquierda en América necesita un nuevo referente que supere el neoliberalismo y que no quede atrapado en la tentación autoritaria. No se nos puede ir la vida solo esperando a Godot…

 

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