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Proyecto Dominga

Por: Marcelo Saavedra Pérez, Biólogo


Señor Director: 
Nuestro país es una nación pequeña. Una aldea donde convivimos pocos habitantes. Si consideramos la elite política, económica, religiosa y militar que ha regido los destinos de este país desde hace más de 200 años, entonces el universo de seres humanos de esta aldea que incide significativamente en la vida del resto de los habitantes se reduce aún más, representando casi un caserío, donde todos se conocen y donde los fenómenos de endogamia entre representantes de un dominio y otro son inevitables.

Como en cualquier pueblo chico, los infiernos a menudo son grandes, más aún cuando el accionar de este tipo de habitantes, en cualquiera de los dominios antes mencionados, se caracterizan por prácticas impúdicas, descaradas, codiciosas o matonescas.

El caso del proyecto Minero Dominga desnuda nuestra alma pueblerina y representa una perla adicional de un collar forjado con la mejor de las intenciones, como lo es la institucionalidad ambiental chilena, el que tendría posibilidades reales de lucir esplendoroso, si y sólo si desapareciera la condición de conventillo promiscuo que exudan políticos, empresarios, curia capitalina u oficialidad castrense. El reciente rechazo del mentado Proyecto Minero, después de 4 años de evaluación ambiental, aduciendo presuntas lesiones a normativas constitucionales que otorgan el derecho de cualquier habitante de esta aldea a vivir en un “ambiente libre de contaminación”, junto con ser un argumento vacuo si se consideran los innumerables proyectos aprobados por las instancias políticas que generan “ambientes saturados de contaminación”; exhala más un tufo incontenible de oportunismo político ambiental de la autoridad regional de turno, que a una genuina preocupación por el bienestar de los vecinos de Totoralillo, Chungungo, El Trapiche, Los Choros o La Higuera; los que estarán obligados eventualmente a convivir con dicho proyecto de inversión privada.

Creo que las instancias de definición política en materia ambiental son muy necesarias. Sobre todo al momento de definir previamente y de manera participativa políticas de corto, mediano y largo plazo sobre esta dimensión transversal que penetra múltiples dominios involucrados en el desarrollo de cualquier país. Nuestra institucionalidad ambiental no define políticas al respecto, solo establece un marco normativo imperfecto que deja espacio para el arbitrio y discrecionalidad de personeros de la elite política y empresarial que se sienten ora tentados a hacer una llamada telefónica populista y detener un proyecto termoeléctrico localizado curiosamente en las cercanías de una de las partes del actual proyecto minero cuestionado (si no en el mismo lugar, como fue el caso Barrancones), ora a pensar que es posible maximizar ganancias a costa de impactos ambientales y socioculturales de gran magnitud (caso Pascua Lama).

Los intereses cruzados entre políticos y empresarios, entre políticos y curia eclesial, entre empresarios y oficialidad castrense o entre jerarquías religiosas y elite económica, entre muchas otras combinaciones espurias, hacen muy difícil salir del pantano amoral que avanza sin restricción entre las calles empedradas de nuestra aldea.

Mientras los proyectos de inversión no incorporen a las comunidades que se verán afectadas positiva o negativamente por su quehacer. Mientras la clase política siga dejándose cooptar en las sombras por intereses de grupos particulares. Mientras la elite empresarial y económica insista en maximizar su bienestar a costa del malestar de los ciudadanos de a pie. Y mientras el resto de los habitantes de esta aldea no seamos capaces de romper la inercia de la desidia individualista que nos inmoviliza, casos como el Proyecto Dominga seguirán aflorando entre Visviri e Isla Picton, recordándonos que somos una aldea al fin del mundo con escasas posibilidades de cruzar alguna vez algún umbral de desarrollo.

Atentamente,
Marcelo Saavedra Pérez
Biólogo

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