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El poscomunismo imaginario: memorias impúdicas

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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En esta ocasión no es mi afán referirme a las «piochas de bronce» del mundo comunista, a ese acervo institucionalista y parlamentario de la vieja república (1938-1970) que los historiadores chilenos han estudiado tan prolijamente –en la secuencia pasado-presente-futuro–. Tampoco voy a detenerme en la mención a esa «temporalidad» de nombres que proveyó la mejor cartografía cultural (PC) que podría ser retratada desde el abismo virtual –y la producción de visibilidad– de un «mapa borgeano». Tal geografía, concebida como cultura y ordenamiento retórico, pero no como «Partido», encierra un juego de voces, a saber, nombres de la talla de Pablo Neruda, José Saramago y Volodia Teitelboim, muralistas como Orozco, Rivera y Siqueiros, poetas… Pablo de Rokha y Rafael Alberti, curadores y músicos que van desde La Yumba de Pugliese hasta Horacio Guarany, Guayasamín y múltiples pedestales, que aquí quedan afuera porque a luz de los acontecimientos no es el minuto para abrazar homenajes onerosos a un pospartido (un post-Gladys) que hoy responde a necesidades mucho menos peregrinas que en otros tiempos de «esperanzas sensibles».

Los retratos sobre el año 2011 abundaron en adjetivos y emocionalidad evaluativa. No faltó el relato apasionado que leyó en aquella movilización una especie de mayo chileno que ponía la lápida a los contratos simbólicos de la transición. Lo cierto es que tuvo lugar una coalición de reformas acotadas, parcialmente ambiciosas, con el nombre y marca de «Nueva Mayoría» (2014). De ahí en más Bachelet comenzó a instalar una nueva burocracia generacional (Peñailillo, Arenas, G-90), empresa que tuvo un desenlace fatídico, sin contar las esquirlas del escándalo Caval.

Tras este escenario, el partido de la hoz y el martillo hizo una «ofrenda patrimonial» que permitió aggiornar –oxigenar– el desgaste representacional de la política institucional de la Concertación. Sin embargo, la entrada del «Partido» a la actual coalición comprometía la donación de una comunidad de símbolos, imaginarios populares, redes de base, cultura alternativa, iconos barriales, panfletos y consignas, federaciones, gremios, colegio de profesores, sindicatos y tradiciones obreras a una coalición –Nueva Mayoría– que le arrebató a la política la promesa igualitaria y refrendó la intrascendencia de la misma por la vía de las reformas.

Los sucesos nos dibujan una «coalición de estetas» que obsequia al conglomerado de turno toda su semiótica popular, exequias, símbolos, retóricas estridentes, intangibles y rituales desgastados. Todo un acervo disponible para la mass-mediatización de imágenes prosaicas y memorias dolorosas. Contra todos los pronósticos, en la época del «factum» el «Partido» nos permite entender por qué el reformismo representa la renuncia a la promesa de la política, nos lega un vacío de horizonte y, de paso, nos revela cómo sus militantes fueron capturados por las «dádivas fiscales» y los «focos de empleabilidad», escapando impúdicamente por la vía de la rutinización -«acomodos» y «travestismos»– a las estéticas de la cesantía que solo Gladys podía resistir.

En este escenario esperpéntico debemos reconocer que aquel partido fundado en 1912 por Luis Emilio Recabarren –el célebre autor de «Ricos y Pobres»– ahora se encuentra experimentando un «bicameralismo psicológico». Al «vacío ideológico» se suma el menguado capital cultural y a la ausencia de una seducción discursiva hay que adicionar los códigos binarios: amigo-enemigo, pero en clave de ¡buena onda! 

Todo migra desde un exacerbado «conformismo burocrático» que viene dado por la falta de distancia crítica con el mandato gubernamental que le impide al «Partido post-Gladys» obrar desde sus convicciones más íntimas. A toda esta secuencia de acciones y omisiones, y dadas las cercanías con el bacheletismo, la podemos caracterizar como el periodo del «aggiornamento comunista». Aludimos al cosmético que la elite del arcoíris anhelaba y la gramática que la Nueva Mayoría requería para impostar y fingir, a modo de simulacro, causas populares, imaginarios obreros, discursos igualitarios, mundos alternativos y, por qué no decirlo, promesas marchitadas.

En este sentido, el PC puso a disposición de la socialdemocracia chilena la memoria afectiva de sus semillas populares; la sociabilidad barrial de sus militantes, el hedor inigualable de su «leninismo sindical», su cromosoma cultural/memorial e hipotecó una gramática patrimonial, sus «piochas de bronce», al servicio de la ficción simulando una «voz rebelde» donde los humildes, los desposeídos, ¡los nunca! –especularmente– también podrían tener lugar en un ¡gobierno popular! –gobierno de reformas donde todos tendrían cabida en el «marketing igualitario»–. La performance consiste en presumir que son los depositarios naturales para enfrentar el discurso de los vencedores, aquellos que impusieron impúdicamente la actual modernización. Con todo, convengamos que administrar la simbolicidad de los oprimidos y obtener las «dádivas estatales» (clientelismo y empleomanía) por un puñado de reformas –algunas garantizables, parcialmente necesarias, pero de baja intensidad– no honra la pasión transformadora, ni alienta la ampliación del horizonte democrático, sino que revela un cálculo más bien prosaico: el PC se nos devela sin «proyecto de sociedad».

[cita tipo=»destaque»]A la sazón, habría que hacer una lectura psicoanalítica respecto de cómo las dinastías de la Concertación –que siempre están un paso más adelante–  exorcizan sus demonios lidiando con el ADN del PC, utilizando su arqueología como una catarsis necesaria, so pena de que leen aquí –en la fiereza antropológica de Cariola y en los peculiares hábitos de la Jota– una izquierda cachorril, obtusa y regresiva, pero igualmente funcional al nuevo «ciclo político» que se abrió el año 2011.[/cita] 

A la sazón, habría que hacer una lectura psicoanalítica respecto de cómo las dinastías de la Concertación –que siempre están un paso más adelante–  exorcizan sus demonios lidiando con el ADN del PC, utilizando su arqueología como una catarsis necesaria, so pena de que leen aquí –en la fiereza antropológica de Cariola y en los peculiares hábitos de la Jota– una izquierda cachorril, obtusa y regresiva, pero igualmente funcional al nuevo «ciclo político» que se abrió el año 2011.

En este sentido, la elite progresista requiere los insumos de un «PC publicitario-comunicacional», pero arrebata y condiciona el preciado activismo de masas. Pese a lo anterior, la cúpula comunista aceptó que sus aliados concertacionistas habían girado radicalmente al campo de la modernización pinochetista. La inocencia se pierde una sola vez. Y a no dudar socialistas y democratacristianos llevan dos décadas cultivando entusiastamente todos los códigos de una sociedad de servicios –so pena de un mesurado reformismo– .

Debemos subrayar que, en algún sentido, la socialdemocracia chilena en el corto plazo no tiene salvación, porque es el agente inmunitario del capital y se encuentra ‘vacunada’ ante cualquier giro crítico o humanista proveniente de la propia izquierda. De allí su apego a la «teoría de la gobernabilidad», que fue un «diseño institucional» que agravó los componentes elitarios de la sociedad chilena.

Los aparatos dramatúrgicos de los años 2006-2011 fueron el punto de partida de una «mutación identitaria» que contribuyó a instrumentalizar al militante de base y aggiornar a la elite política con sollozos de marginalidad que no gozan de mayor sentido en los empingorotados círculos de la Concertación, dada la insistencia en domesticar a la ciudadanía mediante la elitaria «teoría de la gobernabilidad». En suma, el PC dispensó las «estéticas del simulacro» para la elite del arcoíris; el malestar como adorno mesiánico, el oropel como mala consciencia, el aderezo necesario para una escenificación farisea de que aún es posible ampliar los partidos y ficcionar que los discursos ciudadanos y la protesta social tienen cabida en una discursividad institucionalista.

Finalmente, vale la pena abrir un paréntesis. El PC en particular –pero la izquierda chilena en general– no han podido superar el suicidio de Allende, porque aquello los dejaba sin lugar en la historia. Allende glorificó el sacrificio redentor y en los tiempos de la Dictadura muchos militantes siguieron su huella, que también puede ser leída como un «narcisismo mesiánico», so pena de que el líder de la izquierda optó por la «inmolación burguesa» legando una brecha entre sacrificio e inmolación que impuso un vacío político, cultural y estético para la izquierda chilena que ha sido instrumentalmente resuelto apelando al PSOE Español. Por fin, la transición nos develó (y devolvió) un Allende mesurado y reformista. Se trata de un debate pendiente…

Sin perjuicio de lo anterior, ha sonado la campana anunciando un tiempo prosaico. Luego de ceder una geografía de discursos, el PC ha experimentado un desgaste de la narrativa tecnorreformista del 2011 y el problema es cómo timonear y ubicar nuevamente el vector de la promesa en una coalición saturada de actores ubicuos. Pero cada día tiene su afán, y cuando la mediatización de su memoria se ve amenazada, interpelan a las iniciativas políticas de Jackson y Boric por su falta de madurez democrática y simulan ser (nuevamente) la «izquierda responsable». Un conglomerado que presume gozar de un «autoritarismo ético», porque tiene a su haber un mausoleo que les permite nombrar muertos, según corresponda la ocasión. Esta vez el «Partido post-Gladys» se encuentra lleno de personajes ladinos obsesionados por delimitar, reducir y enfangar el imaginario transformador que representa el «Frente Amplio».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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