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Saberse vender en la era neoliberal Opinión

Saberse vender en la era neoliberal

Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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Los discursos que abominan del neoliberalismo son pisoteados, precisamente, por los mismos sujetos que lo enarbolan. La evidencia indica que los políticos que denuestan al sistema no quieren superar el neoliberalismo, sino disfrutar en plenitud, aunque sea tras bambalinas, de sus beneficios. ¿Incoherencia, inconsciencia o hipocresía? Difícil saberlo. La dificultad para discernir de qué se trata radica en el hecho de que, cuando los críticos del sistema son sorprendidos gozando de esos supuestos placeres ilícitos (esos deleites que ellos condenan públicamente), ni siquiera se ruborizan.


Neoliberalismo es el nombre del materialismo histórico de derecha. Casi todos despotrican en contra de él. Pero todos, de algún modo, participan de él. ¿Se puede revertir el neoliberalismo? Difícilmente en el corto plazo, porque es consustancial a la civilización que nos cobija. El neoliberalismo es algo más que una doctrina económica. Es una manera de interpretar el mundo, de vivir la propia vida y de relacionarse con los demás. Es algo así como el aire que respiramos y el suelo que nos sustenta. Todos nosotros, nos guste o no (mucho a unos, poco o nada a otros, eso es variable), somos de alguna manera neoliberales.

El neoliberalismo se caracteriza por el predominio del cálculo utilitario, por el desparpajo de la racionalidad instrumental y por su horizonte temporal cortoplacista, en cuanto rehúye finalidades trascendentes. ¿Cuáles son los elementos de la “metafísica” neoliberal? La instantaneidad, la concreción, la volatilidad del valor. Tal “metafísica” queda de manifiesto en el vigor de la juvenil expresión “¡lo quiero, ahora, ya!”. El ímpetu de tal pulsación está omnipresente, con más o menos vehemencia, en la vida cotidiana de la sociedad neoliberal.

Para dar satisfacción a esa perentoria exigencia de inmediatez, el dispositivo neoliberal gestiona medios técnicamente eficaces para producir (en un mínimo de tiempo y al menor costo posible) bienes perecederos, observables y cuantificables. Los artificios fungibles generan transitoriamente una evanescente satisfacción, tanto en quienes los producen como en quienes los consumen. Es una satisfacción estándar, predecible y mensurable. Por eso, el neoliberalismo adocena, desvanece y torna rápidamente obsoleto todo lo que toca.

Estamos tan acostumbrados al neoliberalismo, que su semántica no nos escandaliza; así, por ejemplo, en expresiones tan usuales como las siguientes: gestionar la felicidad, industria cultural, zona de confort, etcétera. En las tres frases transcritas, como se advertirá, se aplican conceptos y estrategias que provienen del mundo de los negocios a un dominio completamente diferente, incluso opuesto, por cuanto la cultura y, especialmente, la felicidad, tienen que ver con el ocio, con el desinterés y con la gratuidad (en el más excelso sentido de la palabra).

Pero, tal vez, la expresión que mejor refleja cuán neoliberales somos los chilenos es la dicción “saberse vender”. Esta expresión es típicamente chilena. No proviene de otro idioma ni es de uso frecuente en otros países hispanoamericanos. Ella se viene utilizando con toda naturalidad, en este rincón del mundo, desde hace más de veinte años. Ella supone tres cosas: asumirse a sí mismo como una mercancía, tener habilidad para gestionar la venta de la mercancía –es decir, de sí mismo– y alivianar el peso de la conciencia moral para atropellarse a sí mismo o para pisotear sin remilgos a los demás.

El neoliberalismo gusta del espectáculo y del entretenimiento. De hecho, los transforma en una industria masiva y rentable. Ello le permite generar sus propias marionetas, sus propios humoristas, intelectuales y agoreros. Es un astuto ventrílocuo. No en vano el mismo provee de los medios pertinentes para otorgarles visibilidad a los discursos alternativos y, más aún, a los contradiscursos.

Así, por ejemplo, suele entronizarse, irónicamente, en la psiquis tanto de los opinólogos como de los humoristas que presumen de disidentes y clarividentes. Ellos, pese a su afán contestatario, terminan adhiriendo a la gramática neoliberal. Pactan con el diablo. Este los incentiva a convertirse en algo así como en ‘vedettes’. Para tal fin, les brinda tribuna, escenarios y candilejas. Les promete saciar su sed de fama, prestigio y poder. Al ceder a la tentación, no solo se traicionan a sí mismos (si es que alguna vez tuvieron una genuina consciencia) sino que también proceden a explotarse a sí mismos. Comienzan por sobrexponerse en los medios de comunicación. Aprenden a venderse. Pero rápidamente se les agota su fantasía creadora. Se vuelven reiterativos. No tardan en pasar de moda. Así, finalmente, son desplazados por otros opinólogos y humoristas que, al igual que ellos, buscan compulsivamente la notoriedad.

[cita tipo=»destaque»]La expresión que mejor refleja cuán neoliberales somos los chilenos es la dicción “saberse vender”. Esta expresión es típicamente chilena. No proviene de otro idioma ni es de uso frecuente en otros países hispanoamericanos. Ella se viene utilizando con toda naturalidad, en este rincón del mundo, desde hace más de veinte años. Ella supone tres cosas: asumirse a sí mismo como una mercancía, tener habilidad para gestionar la venta de la mercancía –es decir, de sí mismo– y alivianar el peso de la conciencia moral para atropellarse a sí mismo o para pisotear sin remilgos a los demás.[/cita]

Otro caso típico es el del intelectual crítico del sistema que se ufana de su productividad académica, pero para mantenerla tiene que exprimir con cafeína sus propios sesos. Solo así podrá producir un papermás, solo así podrá rankear bien, aunque sea en un ranking alternativo. Ese intelectual crítico del sistema exuda neoliberalismo. Basta observar sus ojeras y su mirada vidriosa y oír esa respiración que da cuenta de la ansiedad por el estatus.

Pero el lado más siniestro del neoliberalismo, según sus críticos, sería aquel que desmoviliza políticamente a la sociedad y que termina por inhibir la participación electoral. La abstención electoral, como se sabe, tiene un sinnúmero de causas. Todas son válidas, pero no todas pesan lo mismo. Respecto de aquellas que se tipifican genéricamente como desencanto con la política, conviene explorar una de sus múltiples aristas. Concretamente, la dimensión que da cuenta de la distancia entre palabras y hechos. Cuando la longitud excede lo tolerable, se denomina inconsistencia y, cuando las palabras están a contrapelo de los hechos, se trata de inconsecuencias. Tal brecha existe en todo el espectro político. Aquí solo exploraremos su flanco izquierdo.

Para que se torne patente dicha brecha, es pertinente formularse la siguiente pregunta: ¿por qué las críticas a los excesos del neoliberalismo no cuajan en políticas que limiten su expansión o que, por lo menos, atenúen sus efectos? Como sabemos, el capital quiere vía libre para amasar grandes fortunas. Para nadie es un secreto que el capitalismo abomina de cualquier legislación que intente entorpecer su avance. De hecho, quiere que la legalidad esté en sintonía con sus intereses y para alcanzar tal fin manipula (hasta desvirtuarlas) dos herramientas creadas por el liberalismo clásico: la democracia representativa y los partidos políticos.

¿Por qué los partidos que vociferan en contra del capitalismo, paradójicamente, participan de su espíritu? ¿En qué los beneficia? ¿Qué apetitos les satisface? ¿Por qué utilizan medios típicamente neoliberales como, por ejemplo, la racionalidad instrumental y el pensar calculante? ¿Acaso los partidos no utilizan las técnicas del arsenal neoliberal para relacionarse con los electores? ¿Por qué hacen suyas las bajas pasiones del capitalismo, como son la sed de dinero, la gula por la riqueza y la ostentación del lujo?

Sería impúdico ilustrar estas líneas con nombres de dirigentes antisistema que disfrutan de las exquisiteces del capitalismo (pasajes aéreos en primera clase, hoteles vip y restaurantes exclusivos) y que, además, ostentan bienes de lujo (automóviles, por ejemplo), cuya posesión nada tiene que ver con el natural deseo de llevar una vida confortable. También lo sería el mencionar a políticos que condenan al capitalismo, pero que tienen contubernios con él. Baste recordar que en los últimos dos años hemos tenido, en nuestro país, un vendaval de noticias al respecto y una seguidilla de procesos judiciales que aún están en marcha.

Así, el discurso que abomina del neoliberalismo es pisoteado, precisamente, por los mismos que lo enarbolan. La evidencia indica que los políticos que denuestan al sistema no quieren superar el neoliberalismo, sino disfrutar en plenitud, aunque sea tras bambalinas, de sus beneficios. ¿Incoherencia, inconsciencia o hipocresía? Difícil saberlo. La dificultad para discernir de qué se trata radica en el hecho de que, cuando los críticos del sistema son sorprendidos gozando de esos supuestos placeres ilícitos (esos deleites que ellos condenan públicamente), ni siquiera se ruborizan.

Es imposible, por el momento, auscultar las causas profundas de esas flagrantes contradicciones (algunos hablarán de deslealtad con los principios, otros dirán que defraudan las convicciones; no faltará quien diga traición, engaño o burla a la inocencia de los electores) que hieren la fe de los genuinos creyentes. Pero sí es posible ver algunas de sus consecuencias inmediatas, a saber: el desinterés por la política y el desprestigio de los políticos. Ellas no tardan en traducirse en desencanto con el quehacer político, apatía electoral y, finalmente, en abstencionismo.

En suma, el neoliberalismo, como modo de vida, se expresa cotidianamente (con cierta dosis de ansiedad) en un quehacer frenético y delirante que se agota en la inmediatez de lo instrumental. De hecho, en el día a día está siempre sediento de novedades con la finalidad de ahuyentar el aburrimiento, el tedium vitae y el vacío existencial. Por tal motivo, es compulsivamente voraz; devora a sus propias creaciones, como Cronos a sus hijos.

Así, en última instancia, el neoliberalismo se sostiene diariamente en un nihilismo ramplón. Un nihilismo que exuda activismo y que se afana en un febril hacer por el mero hacer, o bien en un hacer para dar cumplimiento a exigencias estadísticas. No obstante, es felizmente irreflexivo. ¿Por qué? Debido a que la consciencia es refractaria al absurdo. La consciencia no tolera el sinsentido. De hecho, en el día a día, el hombre neoliberal mantiene su vista surta en la instantaneidad. ¡Enhorabuena! Pues si su mirada se desenhebra de lo inmediato, todos sus afanes podrían quedar reducidos a la irrelevancia, a la más absoluta inanidad, al absurdo.

Tal espectáculo tiene un débil telón de fondo, en el cual se entrevén deambular, de tarde en tarde, ideólogos afanados en restaurar paraísos perdidos como, asimismo, a “derviches” y “gurúes” que dibujan–junto a otros místicos y alucinados– ensoñaciones y utopías que son alentadas por el inconformismo de los opulentos y de los vanamente satisfechos.

* Politólogo. Sus dos últimos libros son: Max Weber: la política y los políticos. Una lectura desde la periferia (Ril Editores, Santiago, 2010) y El concepto de realismo político (Ril Editores, Santiago, 2013).

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