Publicidad
Después de Haití, de Bachelet y de otro incendio más Opinión

Después de Haití, de Bachelet y de otro incendio más

Tres hechos me han movido a escribir esta columna: el repliegue de las fuerzas chilenas participantes en la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití, conocida como MINUSTAH (por sus siglas en inglés), el próximo término del Gobierno de Michelle Bachelet y su casi inexistente gestión en materia de Defensa y, por último, el incendio sufrido recientemente por el buque anfibio “Sargento Aldea”.


1.- El término de la participación chilena en MINUSTAH

Al término de la participación chilena en MINUSTAH parece del todo necesario realizar una evaluación de la misma, contraponiendo los “pros” y “contras”, lo que hay en el “haber” y lo que quedó “al debe”.

Entre los primeros, esto es, entre los “pros” o dentro de lo que hay en el “haber”, ciertamente destacará que Chile desplegó un modelo de fuerza adecuado a la misión encomendada (un batallón reducido conformado por una compañía de fusileros del Ejército y una compañía de fusileros de la Infantería de Marina, más un elemento de mando conjunto, así como una agrupación de helicópteros de la Fuerza Aérea, una compañía de ingenieros mixta y un contingente policial; adicionalmente, hubo personal asignado al cuartel general de MINUSTAH).

En segundo lugar, se deberá destacar que el proceso de generación de fuerzas fue adecuado, ya que fue posible mantener este despliegue durante 13 años, sin afectar significativamente las capacidades de las FF.AA.: no solo pudieron seguir cumpliendo su misión constitucional de Defensa de la Patria, sino que también, especialmente a partir del terremoto de 2010, participaron en un sinnúmero de catástrofes naturales en apoyo a la ciudadanía.

En tercer lugar, la participación en MINUSTAH proporcionó inigualables oportunidades para mejorar el entrenamiento operativo de las fuerzas: así, por ejemplo, los helicópteros de la FACH volaron mucho más que lo que les habría correspondido en sus ciclos normales de entrenamiento; los mandos subalternos, especialmente los encargados de los patrullajes, tuvieron la oportunidad de conducir sus unidades en ambientes operativos reales, bajo distintos grados de amenazas, con la incertidumbre propia de las operaciones “de verdad”, esto es, no simuladas ni ficticias. Por último, todos los efectivos desplegados en Haití dejaron sus entrenamientos de tiempos de paz y se vieron en la necesidad de desplegar las capacidades adquiridas en sus procesos de formación y en los referidos entrenamientos.

En cuarto lugar, cabe mencionar tres aspectos positivos derivados de la participación en MINUSTAH, que resultan menos evidentes: a) ciertamente, fue posible efectuar una comparación empírica del nivel de nuestras FF.AA. respecto de otras Fuerzas Armadas de la región, constituyendo, los requerimientos impuestos por Naciones Unidas para esta operación de paz, un verdadero “baremo militar”; b) en otra perspectiva, al contribuir de manera activa y relevante a un esfuerzo internacional destinado a solucionar un problema que afectaba a la región, a saber, la grave inestabilidad que vivía Haití y que hizo necesaria la intervención de un conjunto de países, Chile adquirió mayor protagonismo y estatura internacional como un actor regional; c) finalmente, la participación en MINUSTAH permitió rentabilizar, al menos en parte, la inversión en Defensa que hemos realizado durante largos años, desde que, solo porque contábamos con FF.AA. preparadas y capaces, pudimos integrar dicha operación de paz en la forma en que lo hicimos, obteniendo las ventajas arriba anotadas.

Sin embargo, antes de referirse a los “contras” o lo que quedó “al debe”, cabe advertir, en primer lugar, que no se materializaron los temores o reparos que durante mucho tiempo sostuvieron diversos actores políticos. Así, se señaló que las fuerzas chilenas se transformarían en tropas de ocupación, se temió por posibles bajas y existió incertidumbre en cuanto a los costos de este despliegue.

Evidentemente, con el repliegue de las tropas chilenas desde Haití, se debe descartar el primer reparo: no son ni fueron tropas de ocupación. En cuanto a las bajas, lamentablemente, fallecieron dos efectivos; sin embargo, en el contexto de un despliegue de alrededor de 12.000 efectivos en una misión de estabilización, que de por sí supone riesgos, ello debe ser encasillado dentro de lo estadísticamente aceptable. Por último, en cuanto a los costos, producto del sistema de reembolsos de las Naciones Unidas, la participación chilena en MINUSTAH costó, gruesamente, alrededor de doce millones de dólares anuales. Por lo anterior, cabe descartar los temores o reparos iniciales.

Dicho lo anterior, resulta posible identificar aspectos “por mejorar”, cuando se analiza la efectividad de MINUSTAH en una perspectiva más global: a 13 años de su inicio, si bien las condiciones en Haití mejoraron mucho, aún no se ha restablecido una situación que permita a los haitianos prescindir de la ayuda internacional. Ello, sin perjuicio de las más de 10 mil muertes causadas por la epidemia de cólera introducida en Haití por otro contingente de las Naciones Unidas. Si bien ambos hechos no son imputables a la participación chilena, la mera circunstancia de haber sido parte de MINUSTAH nos impide desligarnos de toda responsabilidad a este respecto.

Relacionado con lo anterior, cabe apuntar que, cuando se inició el despliegue chileno –y hasta poco tiempo atrás– no existía una estrategia de salida clara, con la consiguiente incertidumbre en cuanto a la duración de la participación nacional. Ciertamente, este es un aspecto que debe ser corregido.

Desafortunadamente –o afortunadamente, si se quiere– estas críticas no son exclusivas. Lamentablemente, ellas son comunes a la generalidad de las operaciones de paz de las Naciones Unidas, y subyacen a las recomendaciones formuladas en el denominado Informe Ramos Horta, entregado al Secretario General de las Naciones Unidas el 16 de junio de 2015 y que fue preparado, a su requerimiento, por un panel de 16 miembros, encabezado por José Ramos Horta, entre las que destacamos las siguientes:

  • La primacía de la política: se estima que la paz duradera no es resultado de intervenciones militares y técnicas, sino de soluciones políticas.
  • Énfasis en la prevención: se requiere involucrarse en las etapas tempranas de las crisis, de modo de hacerse cargo de las amenazas emergentes y utilizar los recursos para apoyar los esfuerzos nacionales y regionales de prevención y mediación.
  • Integración de los esfuerzos: se recomienda que las Naciones Unidas adopten la expresión “operaciones de paz” para designar a la totalidad de la gama de respuestas necesarias.
  • Protección de civiles: deben asignarse los recursos adecuados para cumplir esta misión.
  • Capacidad de respuesta rápida: se debe establecer una capacidad de respuesta rápida de pequeña entidad, que pueda ser utilizada como refuerzo para emergencias que se susciten en misiones existentes o como punta de lanza para nuevas misiones.
  • Apoyo político a la generación de fuerzas: debe proporcionar un fuerte apoyo político al proceso de generación de fuerzas de las Naciones Unidas, requiriéndose un mayor involucramiento de los países que cuenten con mayores capacidades.

Establecido lo anterior, surgen –a mí modo de ver– dos preguntas obvias: como país, ¿debemos seguir participando en operaciones de paz? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué debemos hacer para mejorar nuestra contribución, en términos de hacerla más eficaz y eficiente?

Por supuesto que las respuestas a ambas interrogantes son de naturaleza política y deberían formar parte de una verdadera Política de Estado a este respecto. Por tal razón, deberían ser objeto de abierta discusión y las definiciones que se alcancen tendrían que estar debidamente consensuadas y socializadas, de manera de contar con una legitimación y validación tales, que se asegure su permanencia, apoyo, vigencia y financiamiento, cualquiera sea el color del gobierno de turno. En otras palabras, son temas país.

2.- Algunos comentarios en cuanto a la gestión del sector Defensa a menos de un año para el término del actual Gobierno

Por supuesto que la tarea arriba descrita debería recaer sobre el conductor político de la Defensa, pero, ya prontos a terminar el actual Gobierno de Michelle Bachelet, vemos cómo se ha hecho poco y nada en el sector. Los aspectos más relevantes del programa gubernamental no se cumplieron: nada ocurrió con la deseada “Comunidad de Seguridad en América del Sur”, que pretendía garantizar la paz y eliminar definitivamente la amenaza de la guerra, y que reconocía al Consejo de Defensa de UNASUR como la institución para avanzar en esta materia. No se retomó el camino del diálogo con Bolivia, iniciado en 1999, ni el clima de confianza mutua, ni menos se avanzó un paso en lograr la plena normalización de las relaciones con ese país. No se retomaron con ímpetu las reformas institucionales del sector. Tampoco se envió al Congreso Nacional una indicación sustitutiva respecto del proyecto de ley que deroga la Ley Reservada del Cobre. Usando una conocida expresión de la propia Presidenta de la República, todo lo anterior no fue más que “whishful thinking”.

Ante esta notable incapacidad de gestión sectorial, parece difícil esperar que exista un avance en torno a las dos interrogantes antes planteadas.

Por lo anterior, a través de esta columna, quiero meramente compartir un par de ideas y reflexiones que sirvan de insumos para discutir estos temas por parte del próximo Gobierno:

[cita tipo=»destaque»]Para cumplir sus obligaciones internacionales y por su contribución a la estatura política en el ámbito internacional que Chile requiere, parece necesario seguir participando en Operaciones de Paz.  En este sentido, cabe plantear que Chile debe tener la capacidad de optar entre participar en tales operaciones, acogiendo las recomendaciones del Informe Ramos Horta, mediante su involucramiento temprano en las crisis en desarrollo, con una importante acción política que ponga el énfasis en la prevención, contando con fuerzas de respuesta rápida, sean éstas de paracaidistas y fuerzas especiales, o fuerzas anfibias, y empleando las que resulten más adecuadas para cumplir los planteamientos anteriores.[/cita]

1.– Considero que un buen punto de partida consiste en mirar un mapa de la región. Ello nos permitirá apreciar un país con un territorio cuyo largo es más de 20 veces su ancho y que solo adquiere verdadera profundidad estratégica cuando se vincula al complejo insular, conformado por un triángulo cuyos vértices son Isla de Pascua, San Félix y Juan Fernández; un país cuyo territorio, en años recientes, se ha visto disminuido a favor de dos de sus tres vecinos, por resultados adversos en arbitrajes internacionales y que se encuentra enfrentado al vecino restante en otro arbitraje más; que adicionalmente mantiene en la indefinición la delimitación de la vasta zona conocida como Campos de Hielo Sur; que cuenta con un activo de enorme valor estratégico como son los únicos pasos naturales que unen los océanos Pacífico y Atlántico; y, por último, que constituye el país más cercano a la Antártica, donde no existirán garantías para nadie en tanto el Sistema del Tratado Antártico no resuelva las reivindicaciones de los distintos países.

2.- Creo que vale la pena revisar la prensa reciente. Advertiremos que nuestra economía, basada en un modelo exportador de productos mineros y agrícolas con poco valor agregado, no consigue retomar el dinamismo que la caracterizó; que tales exportaciones continúan realizándose por vía marítima y que una de las principales rutas utilizadas atraviesa el Canal de Panamá y el Caribe; que en esta zona todavía hay graves problemas de estabilidad y de seguridad, sin perjuicio de periódicos huracanes y tormentas tropicales; que nuestra situación de seguridad tampoco es de las mejores, habiéndose requerido una reforma constitucional para el caso de Isla de Pascua y sin que se vislumbre una solución en el corto o mediano plazo a los “problemas” que se viven en La Araucanía. Por último, no escapará a la revisión la circunstancia de haber sufrido, el país, una serie de emergencias y desastres naturales que llevaron a decretar estados de excepción constitucional para la protección de la población civil y donde quedó de manifiesto que las Fuerzas Armadas continúan siendo el ente estatal con mayor capacidad operativa.

3.- Establecidos los dos puntos anteriores, el paso siguiente debe consistir en utilizar todas las herramientas estatales para generar las condiciones que permitan al país retomar la senda del desarrollo. Ello supone, en el ámbito internacional, no solo cumplir las obligaciones que derivan de la posición que ocupamos en el concierto regional e internacional, sino que, más aún, utilizar las capacidades con que contamos (y, de ser necesario, desarrollar las que necesitemos) para adquirir la estatura internacional necesaria para lograr, por la vía de la cooperación, el comercio y la diplomacia, las mejores oportunidades, beneficios y resultados para el país.

4.- En lo concreto, sugiero implementar, en la medida de lo posible, conforme a nuestra propia realidad, y mutatis mutandi, algunas de las recomendaciones del Informe Ramos Horta: En nuestras intervenciones en el ámbito internacional, de cara a superar situaciones de crisis, debemos reforzar la primacía de la política, y poner nuestro énfasis en la prevención. Para ello, debemos integrar los esfuerzos, siendo necesario revisar la forma en que trabajan en la actualidad la Cancillería y el Ministerio de Defensa, toda vez que, a todas luces, parece evidente que la cooperación entre ambos ministerios se reduce a poco más que contar con “enlaces que nadie pesca” y a reuniones periódicas que no se traducen en la implementación de decisiones y acciones sustantivas o que resultan derechamente descoordinadas, como ocurrió con la suscripción de la Convención para la Limitación de Ciertas Armas Convencionales, sin la adecuada evaluación político-estratégica. Por último, contando, nuestras FF.AA., con integrantes capaces de proveer una respuesta rápida y existiendo el marco jurídico adecuado para la protección de civiles, tanto en la forma de los estados de excepción constitucional en el ámbito interno como en la forma de la ley Nº 19.067 y particularmente su artículo 15, en el ámbito internacional resulta necesario, para su adecuado despliegue y empleo, que exista el correspondiente apoyo político a la generación de tales fuerzas.

3.- El reciente incendio en el “Sargento Aldea”

Tiempo atrás, este medio publicó una columna en que me referí a las capacidades del buque anfibio multipropósito “Sargento Aldea” y a la pérdida de la oportunidad de comprar una unidad gemela.

En esa oportunidad hice presente que “al contar con dos buques de este tipo, nuestro país se habría asegurado de tener siempre en servicio, a lo menos, uno de ellos, cuando el otro cumple sus necesarios periodos de dique.”

Pues bien, el sábado 22 de abril recién pasado, cuando el “Sargento Aldea” se encontraba realizando uno de esos periodos de dique –lo que significa que, para efectos prácticos, no estaba operativo– se produjo un incendio a bordo, que fue controlado después de algunas horas. Todavía no ha trascendido cuál fue la magnitud de los daños, pero, cualquiera que sea esta, lo cierto es que este hecho pone de manifiesto la precariedad de contar con solo un buque de este tipo.

¿Por qué su importancia? No solamente por su capacidad de ser utilizado como buque hospital, de transportar pasajeros y carga a distintos puntos de nuestra extensa costa y de ser utilizado para apoyar zonas afectadas por catástrofes naturales, sino por su función principal: poder realizar operaciones anfibias a muy larga distancia del territorio nacional. Esa cualidad es la que permite materializar la capacidad de respuesta rápida a que se refiere el artículo 15 de la ley Nº 19.067:  a) proteger, rescatar o evacuar a personas no combatientes ni armadas de nacionalidad chilena que se encuentren en una zona de conflicto armado con peligro inminente para sus vidas; y b) enviar con urgencia tropas para impedir graves daños a la población civil en una zona de  conflicto armado, acogiendo un requerimiento del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En otras palabras, para materializar la función de protección de los civiles.

Para efectuar operaciones como las descritas, Chile cuenta no solo con paracaidistas y fuerzas especiales en las tres ramas de sus FF.AA., que son las que normalmente se identifican con las fuerzas de respuesta rápida, sino también con fuerzas anfibias materializadas por su Infantería de Marina y el buque anfibio multipropósito “Sargento Aldea”, que es el único buque de ese tipo de la Armada de Chile capaz de embarcar una fuerza que comprenda no solo una unidad del tamaño de una compañía, sino también elementos de mando, de apoyo de fuego, logístico y sanitario, así como hasta 4 helicópteros orgánicos medianos y pesados.

Ejemplos recientes permiten apreciar la diversa naturaleza y las capacidades de cada una de dichas fuerzas de respuesta rápida: en relación con las primeras, como se recordará, la intervención chilena en Haití comenzó con su participación en la Fuerza Multinacional Provisional que se desplegó al amparo de la Resolución 1529 del Consejo de Seguridad de la ONU. En esa oportunidad, el Ejército de Chile desplegó paracaidistas y fuerzas especiales “con el equipo orgánico de una Unidad Fundamental y algunos medios de apoyo, a bordo de aeronaves de la Fuerza Aérea de Chile, careciendo del apoyo de base y logístico propio, necesario para una operación de esta envergadura lejos de la Patria. Lo anterior obligó a solicitar el apoyo logístico de EE.UU. desde el inicio de las operaciones (víveres, agua, combustible, munición, comunicaciones, sanidad, etc.)”.

Las fuerzas anfibias son un poco menos conocidas, a pesar de haber existido amplia cobertura de la prensa sobre su participación en los ejercicios conjuntos Ciclón y Huracán, donde, operando desde Valparaíso y Talcahuano, anualmente realizan operaciones anfibias en las Regiones de Tarapacá y Antofagasta. Todavía menos conocidas son las operaciones de ese tipo realizadas en la Región de Magallanes, que parten también desde Valparaíso y Talcahuano, en el marco de ejercicios navales que normalmente se realizan en los meses de septiembre y octubre de cada año. Por último, las fuerzas de carácter anfibio han operado desde 2010 en las regiones de Tarapacá, Copiapó, Valparaíso y Bío Bío, en el marco de los estados de excepción constitucional decretados en virtud de terremotos e incendios.

Puesto que el Informe Ramos Horta no solo recomienda contar con fuerzas de este tipo sino, además, que exista un apoyo político al proceso de generación de las mismas, parece apropiado que la ciudadanía en general y el mundo político en particular, conozcan la existencia de estas fuerzas, así como algunos de sus atributos y características principales. Un sencillo paralelo puede contribuir a lo anterior:

Puesto que tanto los paracaidistas y fuerzas especiales normalmente se transportan por vía aérea, casi invariablemente se requiere de permisos de sobrevuelo sobre terceros países para llegar al área de operaciones. Una vez allí, se debe contar con aeropuertos relativamente seguros y, antes de iniciar operaciones, se ha de proceder a la reconstitución de la fuerza, que previamente ha debido distribuirse entre los distintos medios aéreos de transporte de personal y de carga.

Dichas fuerzas inicialmente no cuentan con otros medios de apoyo de fuego, logístico y sanitario que los que puedan llevar consigo, ni con otros vehículos, salvo un puñado de los más ligeros que puedan transportarse por vía aérea (normalmente jeeps y motocicletas). Si bien es posible transportar helicópteros por dicha vía, será necesario desarmarlos, por lo que en general no estarán operativos hasta 24 horas después de su arribo y siempre que se haya contado con el espacio y tiempo necesarios para el trabajo de los mecánicos. De este modo, si bien este tipo de fuerzas se puede desplegar con rapidez, solo pueden hacerlo en un escenario de muy bajo riesgo, ya que no cuentan con ningún tipo de protección y apoyo. Reconstituirlas al nivel de que puedan realizar operaciones en un ambiente de intensidad a lo menos mediana, requiere de un tiempo y esfuerzo considerable, que se mide en semanas.

Las fuerzas anfibias se transportan por vía marítima, por lo que pareciera a primera vista que su despliegue es más lento. Sin embargo, ellas llevan consigo todos los elementos de mando y apoyo de fuego, logístico y sanitario que necesitan, incluyendo tanques ligeros de reconocimiento, camiones, ambulancias, etc., así como sus propios helicópteros orgánicos. Más aún, al arribar al área de operaciones lo hacen en una condición de “listas para actuar”, por lo que pueden intervenir sin demora. Con ello, pueden desempeñarse en escenarios de intensidad mediana con un riesgo acotado.

Por último, una diferencia relevante entre ambos tipos de fuerza consiste en que las fuerzas aerotransportadas no pueden “gravitar” en un área de operaciones, esto es, solo pueden actuar obedeciendo a un marco de decisión binario: o entran en el área de operaciones o no, debiendo replegarse en este último caso. Las fuerzas navales –y, por extensión, las fuerzas anfibias– sí pueden “gravitar” en un área de operaciones: pueden arribar a ella y mantenerse en espera, por largo tiempo a disposición del poder político, a fin de que este actúe por la vía de la prevención, la persuasión, la disuasión o la intervención. De este modo, contribuyen a materializar la recomendación del Informe Ramos Horta, en cuanto a dar primacía a la política y a la prevención.

En este punto no es posible dejar de observar que, si nuestras fuerzas anfibias contaran con vehículos acorazados anfibios como los LVT-4 o los LVTP-5, que estuvieron en servicio en Chile desde comienzos de los años 60 hasta fines de los años 80, o con vehículos como los LVTP-7, que están en servicio en la Infantería de Marina argentina, o los LAV-3, en servicio en la Infantería de Marina peruana, sería posible reducir aún más los niveles de riesgo en escenarios de intensidad mediana, lo que resulta particularmente adecuado para las misiones de protección de civiles como las descritas.

A modo de conclusiones

A la luz de lo expuesto, principalmente para cumplir sus obligaciones internacionales y por su contribución a la estatura política en el ámbito internacional que Chile requiere, parece necesario seguir participando en operaciones de paz.

En este sentido, cabe plantear que Chile debe tener la capacidad de optar entre participar en tales operaciones, en la forma en que ya lo hizo en MINUSTAH o en una forma distinta, acogiendo las recomendaciones del Informe Ramos Horta, mediante su involucramiento temprano en las crisis en desarrollo, con una importante acción política que ponga el énfasis en la prevención, contando con fuerzas de respuesta rápida, sean estas de paracaidistas y fuerzas especiales, o fuerzas anfibias, y empleando las que resulten más adecuadas para cumplir los planteamientos anteriores.

En la misma línea, resulta necesario invertir en robustecer las actuales capacidades, particularmente contando con un segundo buque como el “Sargento Aldea” y recuperando la capacidad de blindados anfibios que tuvimos durante 3 décadas, hasta fines de los años 80.

Por último, estimo indispensable que estos temas sean conocidos y manejados por la opinión pública y, particularmente, por el mundo político.

Queda por ver si los programas que presenten los candidatos a la Presidencia de la República se referirán, de algún modo, a los puntos que he planteado en estas ya muy extensas líneas o si estos continuarán siendo temas postergados.

 

Publicidad

Tendencias