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Expertos en educación, ¿en serio?


Soy profesor. Empecé a hacer clases apenas salí de la universidad a los 23 años. Hoy tengo 46 y estoy harto de que todo el mundo intervenga  (iba a decir “invada”)  mi profesión y me digan cómo hacer mi clase, qué es lo mejor para mis alumnos, cómo tratarlos, cómo infundirles el amor por el aprendizaje, si tengo o no tengo que dar tareas y un largo etcétera de sugerencias pedagógicas porque resulta que la mala calidad de la enseñanza en las escuelas públicas es culpa mía y de  un número importante de mis colegas. Y repito que estoy harto ya que los más críticos son precisamente quienes poco y nada saben de educación.

Escarbando por aquí y por allá, me topé con un artículo publicado en el Illinois News Bureau titulado  “Education ´experts’  may lack expertise, study finds” (Los expertos en educación pueden carecer de experiencia, según un estudio). Dicho artículo es un resumen de la investigación llevada a cabo en 2015 por los profesores  Joel R. Malin y Christopher Lubienski, ambos de la Universidad de Illinois, en la que descubrieron que las personas más citadas como “expertos en educación” en blogs y noticias son  paradojalmente aquellas que poseen menos conocimientos en educación y política educacional,  pero cuentan con el respaldo de organizaciones influyentes para difundir su mensaje. En rigor, lo que afirman no es ninguna novedad y lo que vale para la educación en este caso bien puede valer en cualquier otra área (piensen en Rafael Garay y Franco Parisi, dos “expertos en economía”, hoy caídos en desgracia, ninguno de los cuales era economista, pero sus rostros figuraban en radio, prensa y televisión). De todos modos, siempre es bueno explicitar ciertas cosas que de tan obvias a veces las pasamos por alto.

A raíz de las movilizaciones estudiantiles del 2006 y luego el 2011 y la legítima demanda de una educación de calidad comenzaron a hacerse oír las voces  de ciertos personajes a quienes no se dudó un instante en llamar “expertos en educación” y de quienes se cree aún tienen las respuestas últimas para refundar desde los cimientos nuestro deteriorado  sistema escolar para llegar en un futuro cercano al  nivel de excelencia alcanzado por países como Finlandia o Singapur, aunque por alguna razón que desconozco ninguno de ellos, que yo sepa, ha hecho alusión como ejemplo a seguir lo que sucede en las salas de clase en China donde también la disciplina, el respeto  incuestionable al profesor, el valor del aprendizaje constante, el énfasis en los contenidos y el esfuerzo individual son aspectos dignos de destacar en toda escuela que se precie de tal.

Desde entonces, nuestros “expertos”,  presionan por una enseñanza de calidad  que desarrolle en los estudiantes las competencias y habilidades requeridas para afrontar los desafíos del siglo XXI y no escatiman saliva, tinta ni recursos económicos para entregar al país sus soluciones innovadoras. Pero una cosa es el legítimo derecho que todos tenemos a opinar sobre un asunto si así lo queremos y otra  muy distinta es plantarse y decir “yo sé lo que debe hacerse”, sobre todo cuando quien lo dice habla más desde el lugar común y las buenas intenciones que desde el conocimiento y la experiencia. Y ya deberíamos haber aprendido hace rato que pasan cosas muy malas  cada vez que  abundan las buenas intenciones desprovistas de conocimiento empírico. Cuando en la Edad Media la peste negra asolaba alguna región de Europa, los clérigos congregaban a la gente en las iglesias y les pedían que rezaran a Dios con fervor para que los librara de la plaga. El resultado natural de esta práctica fue el aumento exponencial del número de infectados.

Guardando las proporciones, precisamente esta es la clase de fatalidad a la que nos arriesgamos cuando los “expertos en educación” meten sus narices  en asuntos que no son de su incumbencia puesto que, al igual que con los santos clérigos,  las cosas no sólo no van a mejorar, sino que van a ponerse peor. Hace poco el Mineduc anunció la eliminación de la asignatura de Filosofía. Al enterarse de la noticia, académicos de Chile y del extranjero pusieron el grito en el cielo. Estos últimos enviaron un total de 14 cartas manifestando su molestia y desconcierto ante una medida que “busca mandar al tacho de la basura el pensamiento crítico y la reflexión”. El cerebro detrás de esta decisión es Alejandra Arratia, Coordinadora Nacional de la Unidad de Curriculum y Evaluación del Ministerio de Educación. ¿Quién se cree que es, Platón? La señora Arratia es Sicóloga.

Después la emprendieron contra las tareas. Cuando le consultaron sobre este tema declaró que “las tareas mal usadas pueden tener un impacto negativo en la formación de nuestros estudiantes”. Estimada señora, cualquier cosa en el mundo, incluso un humilde lápiz, puede ser mal usado y causar daño. En un arranque de ira o por accidente puedo enterrárselo en el ojo a otra persona y dejarla tuerta, pero no por eso vamos a prohibir la fabricación de lápices.

No entiendo que casi nadie se tome la molestia  de averiguar dónde y qué estudiaron estos supuestos expertos, cuánto saben y qué experiencia demostrable y por cuánto tiempo  tienen en el ámbito escolar.  Lo más inentendible de todo es que incluso sabiendo que no son personas calificadas en educación, de todos modos los siguen poniendo en un pedestal. Pero en fin, si un burro está parado arriba de una escalera es porque alguien lo puso ahí.

Otra cosa que tampoco entiendo es que a los intrusos en educación se los ve como algo normal, cotidiano. Son la regla, no la excepción. Es como si cualquier otro profesional fuese por no sé qué motivo alguien competente en educación. Un botón de muestra: en los últimos 7 años, ningún ministro de educación ha sido profesor. Lavín, Bayer y Schmidt ingenieros comerciales; Bulnes, abogado; Eyzaguirre, economista y Delpiano, asistente social. Y no cuento a todos los ministros de educación de nuestra historia que, créanme, son una minoría. Sin embargo, apuesto mi cabeza que si ponemos a un profesor en Hacienda, se armaría un escándalo de proporciones por razones obvias. ¿Qué sabe un profesor de cómo administrar la billetera fiscal?

Al igual que en Estados Unidos, en Chile, los llamados expertos en educación  son  los más citados en los medios de comunicación, ocupan asientos en directorios de influyentes  fundaciones con agendas que en definitiva no conocemos, trabajan en centros de investigación o en comisiones gubernamentales  ah hoc. A más de alguno  se le concedió incluso el premio nacional de ciencias de la educación.  Sin embargo, al revisar sus antecedentes académicos y su trayectoria  profesional no tarda uno en darse cuenta que tal experiencia no existe o, al menos, es cuestionable. En el mejor de los casos no pasan de ser  advenedizos en el mundo de la educación con un megáfono en la mano.

Hace aproximadamente 10 años, el  fundador de Educación 2020, el señor Mario Waissbluth, es considerado toda una eminencia  cuando de educación se trata. Este señor asegura tajantemente saber cómo mejorar la calidad de la educación chilena desde el jardín infantil si no desde la sala cuna. Habla del tema y da sus consejos expertos con tal  propiedad que si no supiera que es Ingeniero Civil Químico con un Doctorado en Ingeniería, director Académico del Centro de Sistemas Públicos de la Universidad de Chile y profesor del Departamento de Ingeniería Industrial de la misma casa de estudios (según consta en el sitio web de la fundación) de veras le concedería algún crédito. En el mismo sitio se consigna que el directorio está compuesto por once personas y ¿adivinen qué? Sólo uno de sus miembros estudió pedagogía.  El resto son en su mayoría abogados, ingenieros, una periodista y ni más ni menos que dos médicos cirujano. ¿Quién les dijo a estas personas que pueden inmiscuirse a tal nivel en educación? ¿Qué autoridad tienen para decirnos a los profesores qué hacer? Todo esto me parece insultante y bizarro al mismo tiempo. ¿Qué le parecería al abogado, al periodista o al médico cirujano si yo le viniera con la siguiente embajada: “mire, está haciendo mal esto, hágalo así y asá porque yo soy experto en lo que Ud. hace?  Y lo soy porque una vez trabajé como secretario de un abogado, hice una pasantía en un canal de televisión o me leí entero el atlas de anatomía humana”. Señores expertos, la  verdad es que toda su expertise en el ámbito escolar es el equivalente a decir que yo soy experto piloto aéreo porque sé manejar  un dron. Es más, si usted que está leyendo esto ahora quisiera un consejo autorizado en educación, francamente,  ¿a quién se lo pediría? ¿A un periodista, a un abogado, a un ingeniero quizá? ¿O a un profesor?

Pero ejemplos de expertos en educación que provienen de otras profesiones hay muchos y no es mi propósito  ponerlos en evidencia a todos. Reconozco que en su mayoría  son personas educadas, de amplios conocimientos y una trayectoria académica relevante, pero no en el ámbito de la educación, ése es el problema. Unos pocos son profesores, como el superintendente de educación o la premio nacional de ciencias de la educación 2013. Sin embargo, su experiencia docente en una sala de clases de escuela es casi una anécdota, algo que hicieron alguna vez hace mucho tiempo. De hecho, la última vez que nuestra galardonada hizo clases en una escuela fue en 1968! Y no me trago el argumento de que por distintas circunstancias  de la vida estas personas devenidas en expertos se acercaron al ámbito de la educación (puede que incluso sientan pasión y amor por él) y que con eso basta y sobra para, no ya simplemente opinar, sino que tomar medidas, adoptar políticas e impartir directrices respecto a cómo debe funcionar la escuela. Esto es lo verdaderamente alarmante, que personas que probablemente  no han hecho más que un tour a una escuela en los últimos 20 años sean los que tomen las decisiones. Alguna vez trabajé colocando baldosas durante un año, aprendí harto y me encantaba lo que hacía. Ello, no obstante, no me convierte en un experto colocando baldosas. Conozco el oficio, es cierto,  pero me daría vergüenza decirle a un maestro que se ha ganado el pan toda su vida haciendo este trabajo qué tiene y  no tiene que hacer ni menos cómo debe hacerlo. A lo más emitiría una opinión.

Malin y Lubienski tienen razón. Nuestros expertos en educación lo son única y exclusivamente  porque gozan de figuración pública y son ampliamente citados. A fin de cuentas, se trata de un asunto de poder y de envidiables redes de contacto, pero carecen de los conocimientos y la experiencia requeridos. Por lo demás, hoy en día todos  creen ser expertos en educación, en especial en lo que concierne a la escuela. Nadie se aventura a opinar en serio sobre el trabajo que hacen los corredores de la bolsa o acerca del trabajo de los controladores de tráfico aéreo  por la sencilla razón que son ámbitos desconocidos y ajenos para la gran mayoría de las personas.   Por el contrario, cualquiera que haya ido a la escuela,  tenga hijos en la escuela, haya hecho  clases en una escuela, haya desertado, fundado una , haya sido su dueño, la haya dirigido o haya trabajado en ella cree estar en posesión de lo necesario para opinar de educación.

Así que no me pidan que los llame expertos, menos que les haga caso porque ninguno de ustedes puso jamás las manos en el barro de la educación escolar pública y no tienen ni la más peregrina idea de lo que sucede en la sala de clases. Ahora bien, si realmente creen que saben, les pido que vayan a trabajar a una escuela pública y después me cuentan si todo su abanico de conocimientos, sus investigaciones y  su supuesta experiencia en educación les sirvieron de algo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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