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Transantiago, la humillación cotidiana

Por: Gustavo Adolfo Cárdenas Ortega


Señor Director:

Rabia, indignación, impotencia, fractura de la autoestima, sensación de fragilidad y vulnerabilidad; sentimiento de indignidad, de ser tratado como objeto, de no tener derecho al respeto más elemental. Esas son algunas de las emociones que a uno verdaderamente lo sacuden y descomponen interiormente en un paradero de Transantiago, esperando sin límite ni medida que pase un bus, con una consciencia lacerada de la inutilidad del paso del tiempo. Diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta minutos… y nada; las micros no pasan, y cuando venturosamente pasan no se detienen, como si además se tratase un montaje bien planificado y organizado para mofarse de la gente sencilla.

En el paradero, las personas toman consciencia real de la infinita vacuidad de los discursos de los dirigentes, de los diagnósticos de los expertos, de las ofertas estériles de los políticos. Todo falsario, rayano en la mentira y lindante en la impostura. Qué relación vital, emocional, existencial pueden tener esos discursos delicuescentes con la realidad cruda y sin adornos de miles de personas humilladas cada día en su dignidad básica, que gastan su vida -ya sobradamente marcada por innumerables estrecheces y dificultades-, en algo tan natural como intentar regresar a sus hogares para estar con los suyos, para apenas convivir, para quizá divisar un porvenir diferente.

En circunstancias como estas, que son parte de la vida diaria de la mayoría, y frente a castas dirigentes ajenas e insensibles a la verdadera peripecia cotidiana de miles de personas, fenómenos como la evasión, los malos tratos y el profundo desprecio por el deplorable transporte público de la capital del país, son más que comprensibles. Es que el asunto ha desbordado la esfera de los técnicos; ha devenido en un problema de humanidad.

Gustavo Adolfo Cárdenas Ortega
Comunicador Social
Abogado

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