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Carta abierta a los padres de una niña trans


Es difícil comenzar esta carta. Lo he intentado varias veces, sin suerte. Es como querer tomar el mundo en una sola mano, pero de tan grande, de tantos surcos y caminos, se me escapa una y otra vez. Pero debo hacerlo.
Ustedes, los padres de una niña trans, merecen que se cuente su historia y los líos que han debido sortear. Han navegado por años en una realidad desconocida, oculta, llena de prejuicios, opiniones y miramientos de todo tipo. Ustedes han vivido en las fronteras, en las periferias de la vida donde se tejen otras vidas que solo algunos están dispuestos a mirar en toda su hondura.

De todo se dice de los trans y sus familias. Hay análisis políticos, sociológicos, clínicos, religiosos y juicios tremendamente injustos. Pero poco se dice de la historia humana, emocionantemente humana, que se escribe a cada paso y en cada sueño de pequeños niños y niñas que claman libertad y el derecho a ser lo que realmente quieren ser.
Ustedes, padre y madre, han vivido el duelo de dejar ir a quién querían que fuera. Solo ustedes saben cuánto duele. Ustedes, y no otros, han presenciado la semilla, la gestación y el nacimiento de una nueva niña como señal de esperanza y resurrección. Aún en otoño, no los había abandonado la primavera.

No ha sido fácil. Saben de incertidumbres, dudas, angustias y misterios. Han pasado por el desierto, por consultas, especialistas y variados diagnósticos. Sin certezas han caminado buena parte del sendero, abrazados, uno y el otro, sosteniéndose, avanzando todavía a tientas alumbrados solo con el firme propósito de hacer a su hija feliz.
No querían correr riesgos. El futuro era también borroso y sombrío. Saben, como nadie, que llegada la adolescencia y sin espacios de contención y verdadera aceptación, las tasas de suicidio son alarmantemente altas, alcanzando el 50% de la realidad de los trans. Ningún padre, ninguna madre, querría para sus hijos ese final.

Sabían que amar era una decisión, la única decisión. Y bastó que su niña mencionara el nombre que quería, para dar el paso y dejarla libremente crecer. Ya no era necesario el polerón sobre la cabeza como simulando una larga  cabellera. Ya no era un cuento lo de la varita mágica para convertirse en mujer. Ustedes, de puro amor, de sano y valiente amor,  aceptaron lo que por años ella fuertemente deseó.
[cita tipo=»destaque»]No querían correr riesgos. El futuro era también borroso y sombrío. Saben, como nadie, que llegada la adolescencia y sin espacios de contención y verdadera aceptación, las tasas de suicidio son alarmantemente altas, alcanzando el 50% de la realidad de los trans. Ningún padre, ninguna madre, querría para sus hijos ese final.[/cita]

Y tras el paso, el milagroso paso, brotó la alegría. Y ella, preciosa,  flamante y coqueta, se sintió como nunca protegida, acompañada y tranquila. Amada por sus padres, amada por sus hermanos, amada por su colegio, y que duda cabe,  amada entrañablemente por Dios. Ella, no está sola. Nunca lo estará.

Y para terminar esta carta, permítanme una reflexión. No debiera ser necesaria una ley o una circular del Ministerio de Educación para aceptar a los niños trans en nuestra sociedad. Esos niños y niñas necesitan a gritos amor y acogida. El rechazo puede marcar una vida entera. Por eso, incluirlos debe ser para todos – colegios, iglesias, apoderados, parlamentarios, jueces y ciudadanos – una convicción moral.

Me despido, del padre y de la madre y de la niña feliz.  Para ellos, y otros como ellos, todo mi apoyo, agradecimiento y admiración.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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