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Una montaña de aserrín

Sergio Ramírez
Por : Sergio Ramírez Escritor y ex vicepresidente de Nicaragua.
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Es una historia antigua, pero por desgracia no enterrada. Los neonazis, o simplemente nazis de nuestros tiempos, a quienes tendemos a ver como esperpentos de carnaval, disfrazados con sus botas altas, uniformes grises y cruces gamadas, o los encapuchados del Klu Klu Klan, que forman otra comparsa del mismo carnaval, andan hoy por el mundo proclamando la supremacía blanca y pregonando su cruzada purificadora no sólo contra los judíos, sino también contra los negros, los latinos, los emigrantes del cercano oriente. Contra todos los que son diferentes. Los otros.


Las dos primas hermanas que han logrado huir ocultas en una carreta del gueto de Varsovia, donde han quedado sus padres, corren a esconderse en el entrepiso del desván de la casa del poblado de Milanowek apenas les dan aviso de que la Gestapo está a las puertas, tras la denuncia de una vecina de que allí viven clandestinas unas niñas judías.

La dueña de la casa, tal como ha sido planeado, las hace entrar en el entrepiso del desván que queda encima de la sala, coloca de nuevo las tablas del entarimado, y luego hace uso de una pala para echar encima una pila de aserrín.

Acostadas boca abajo en la más absoluta oscuridad, el aire escaso, pueden escuchar las voces violentas de los hombres que las buscan, los ruidos que provocan al revolverlo todo. La más pequeña termina por dormirse, y luego se orina, con lo que la mancha de humedad comienza a extender por el cielo raso. Si uno de ellos miraba hacia arriba, todo habría terminado.

El registro de la casa duró horas, y los nazis insistían en interrogar una y otra vez a la dueña de casa y a su hijo, que había llegado ya de la escuela. Ambos seguían negando. Nadie más que ellos, y el padre, un arquitecto que se hallaba en el trabajo, vivían allí. En un momento los policías encontraron la escalerilla que llevaba al desván, subieron, voltearon los trastos viejos, pero se desatendieron de la pequeña montaña de aserrín. La mayor de las niñas escuchaba ahora los pasos muy cerca de ella, mientras la primita seguía durmiendo.

Tardaron en irse, y al final anunciaron que volverían al día siguiente, ahora con perros. La señora temía sacarlas del encierro, no fueran a regresar de improviso. Hasta que el arquitecto retornó, horas después, la pareja subió a ver si no es que habían muerto asfixiadas.

No se trata de la escena de una película de nazis, de las que se han filmado tantas. Es parte de las memorias de Sarita Giberstein, contadas a su hija Yanina, publicadas recientemente bajo el título Una montaña de aserrín. La mayor de las dos niñas encerradas en el entrepiso es ella. La otra es su prima Shifra.

Sarita nació en San José en 1934, hija de un matrimonio de judíos polacos formado por León Giberstein y Dora Kukielka, quienes emigraron a Costa Rica en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se establecieron luego en Puerto Limón en la costa del Caribe, a cargo de administrar una tienda, pero el negocio no iba bien, y Dora convenció al marido de regresar.

En 1937 estaban ya instalados en Varsovia. Se respiraba un perturbador aire antisemita, más denso ahora, aunque siempre había estado presente en sus vidas. Y en septiembre de 1939, comenzó el infierno. Sarita, que tenía entonces cinco años, recuerda los bombardeos de la aviación nazi. Un mes después, las tropas de Hitler entraron triunfalmente. Luego vendría el gueto, adonde ella y todos sus familiares fueron reconcentrados.

Conocí a Sarita, casada con el escritor Samuel Rovinski, cuando vivimos en Costa Rica, y al principio de nuestra amistad nunca imaginé que detrás de aquella mujer bella, alegre, talentosa y segura de sí misma, hubiera una historia semejante. Cuando lo supe, y quise indagar, respondía a mis preguntas con reticencia, como si careciera de importancia. Y ahora, por fin, nos lo cuenta sin alardes de heroísmo, con esa virtud de narrar lo extraordinario como ordinario, que es lo que hace la verdadera literatura.

Es una historia antigua, pero por desgracia no enterrada. Los neonazis, o simplemente nazis de nuestros tiempos, a quienes tendemos a ver como esperpentos de carnaval, disfrazados con sus botas altas, uniformes grises y cruces gamadas, o los encapuchados del Klu Klu Klan, que forman otra comparsa del mismo carnaval, andan hoy por el mundo proclamando la supremacía blanca y pregonando su cruzada purificadora no sólo contra los judíos, sino también contra los negros, los latinos, los emigrantes del cercano oriente. Contra todos los que son diferentes. Los otros.
El fanático supremacista blanco que se lanzó con su auto contra la multitud en Charlottesville no se diferencia en nada del otro fanático yihadista que arrolló a otra multitud en la Rambla de Barcelona. Es el mismo odio transformado en arma letal. El mismo odio que llevó a Sarita y a Shifra, aquellas dos niñas perseguidas por el espanto de la muerte, a esconderse debajo de una montaña de aserrín.
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