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Necia

Carolina Olmedo Carrasco
Por : Carolina Olmedo Carrasco Historiadora del Arte y estudiante de Doctorado en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile.
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Más que en una simulación de “rescate” de un cuerpo desaparecido, desde un contexto actual de impunidad e invisibilización de los delitos de lesa humanidad cometidos por parte de la dictadura, la acción de Juana Guerrero sobre el paisaje se erige como una actualización de la crítica al silencio y la inacción del Estado transicional respecto de los perpetradores.


Durante las semanas que siguieron a la conmemoración de los 44 años del Golpe de Estado en Chile, el Museo Nacional de Bellas Artes – MNBA incluyó entre sus exhibiciones la videoperformance NECIA: instalación de video multicanal de la artista tarapaqueña Juana Guerrero, que aborda desde el registro de su acción física y simbólica sobre el paisaje de Pisagua el problema de la memoria histórica vinculada a la última dictadura cívico-militar en Chile. La pieza, exhibida a los pies de las cariátides en el segundo nivel sin más gesto que los tres monitores, contó con la curatoría de Rodolfo Andaur y estuvo abierta al público entre el 12 y el 24 de septiembre. Por estos días vuelve a ver la luz pública, ahora en una pantalla publicitaria ubicada en la costanera Arturo Prat en Iquique.

En la acción registrada en video y proyectada en tres canales / monitores a tiempos diferentes, Guerrero intenta con persistencia excavar -pala en mano- la arena bajo sus pies, sumergidos hasta las rodillas en la playa blanca de Pisagua. A sus espaldas, la abrupta caída del desierto sobre el borde costero -una de las características físicas más llamativas del vínculo entre mar y tierra en el Norte Grande-, y una isla-roca que corta colosalmente la pasividad de la línea del horizonte, completando la atmósfera de angustia en que se busca sumergir al espectador.

En las diferentes tomas, como un escenario imposible de olvidar, los acantilados y arenales que conforman el paisaje de Pisagua son exacerbados por la mirada de la artista. Al ver el ejercicio físico inconsolable de ésta sobre el paisaje jurásico, es imposible no rememorar una serie de relatos sobre la violencia política en Chile que están anclados a esta geografía como un filtro de la mirada. Aquella identidad del desierto que el curador iquiqueño Rodolfo Andaur ha llamado “habitación cerrada y empolvado narrativo” sería el conjunto de las memorias que descansan para siempre en el despoblado tarapaqueño. El desierto sería entonces una suerte de “guardián natural” de distintas temporalidades, capaz de conservar también sus relaciones sociales y culturales, así como su coexistencia a lo largo del tiempo.

Sin embargo, tras una corta revisión a la historia de Pisagua salta a la vista una segunda cualidad del desierto, que en la geografía del lugar tensiona al sujeto entre una costa rocosa y un descampado inabarcable a la mirada. Otrora un “oasis” portuario entre las quebradas geométricas que impiden el acceso a tierra adentro, esta localidad también vivió la superposición histórica de distintos campos de concentración por su condición de “cárcel natural”. Resulta imposible no recordar los relatos que inundan este territorio desde entonces, particularmente aquellos que desembocan en la figura del prisionero librado a su suerte como el castigo más cruel y duradero de todos: en “libertad” pero con una masa de agua salada a la espalda y el desierto más árido del mundo en la cara, en una prueba humanamente imposible de superar.

En este sentido, la imagen ofrecida por NECIA de una corporalidad llevada al límite es la de la herida abierta: no sólo en alusión al campo de concentración que operó ahí desde fines de 1973, sino que también a la prisión para militantes del Partido Comunista propiciada ahí por la “Ley Maldita” de Gabriel González Videla, y al campo de detención política que instaló en el mismo lugar Carlos Ibáñez del Campo. En palabras de Andaur, el infructuoso ejercicio de Guerrero sobre la arena se asemeja a la porfía política e “incansables esfuerzos de las víctimas por quebrar el destino de un sistema político que ha negado sistemáticamente su responsabilidad en éstos y otros hechos dolorosos de la historia de nuestro país”.

Más que en una simulación de “rescate” de un cuerpo desaparecido, desde un contexto actual de impunidad e invisibilización de los delitos de lesa humanidad cometidos por parte de la dictadura, la acción de Juana Guerrero sobre el paisaje se erige como una actualización de la crítica al silencio y la inacción del Estado transicional respecto de los perpetradores. El triunfo de la dictadura sería visible entonces desde la encarnación -en el cuerpo de la artista agotado y en desgaste- de la angustia, soledad y desesperación que provoca esta lucha en quienes la sostienen aún a pesar del dictamen de clausura promovido a partir del primer gobierno de la Concertación. Sin embargo, también encontramos en la resistencia de su cuerpo femenino, incansable, un símbolo de la inmortalidad de la lucha de víctimas y familiares en sus relaciones vivas con una sociedad que sustenta su demanda por verdad y justicia. La propia existencia de NECIA y su exhibición en el MNBA gracias a múltiples voluntades sumadas en pos de conmemorar un 11 de septiembre desde esta importante institución del arte chileno, da cuenta de esta responsabilidad asumida colectivamente.

Al mirar el movimiento que se repite una y otra vez sobre el telón de hierro que es Pisagua, serializado por efecto del cuerpo y la edición de video, se me viene a la cabeza una frase que Simón Bolívar escribió asediado por la muerte: “el que sirve a una revolución ara en el mar”. Sin un cambio social real no habrá justicia auténtica, y viceversa; y ante la imposibilidad política de cambiar el estado actual de impunidad, la lucha por la verdad se levanta como heróica e incombustible ante los apremios económicos y sociales de la dictadura que continúan desplegándose en perjuicio de la mayor parte y más pobre de la población. La lucha por la verdad y la reparación histórica sobre estos hechos de violencia, demanda arraigada ampliamente en la sociedad, desafía en su propia existencia cualquier discurso pactado por el Estado chileno sobre dichas memorias, incómodas en nuestra pax romana transicional. Aunque constantemente amenazadas, dichas memorias han sobrevivido porfiadamente la barrera del tiempo y la misma extinción de las vidas de sus protagonistas, para formar parte de un imaginario colectivo de resistencia pública en la que otros movimientos encuentran lenguaje y cabida. Las coordinadoras nacionales No + AFP y Niunamenos son ejemplo de la puesta en juego de dichos aprendizajes políticos colectivos, adoptando demandas del movimiento de Derechos Humanos como un compromiso afín a la lucha general por los derechos.

Ante esta imagen, a los pies de las inmutables cariátides -cuerpos femeninos dignos y silentes, también símbolos innegables de nuestra colonialidad-, los mediatizados alaridos y embestidas contra la arena de Juana Guerrero nos advierten sobre la necesidad de nutrir esta crítica al pasado con nuevas imágenes y sujetos. En su inexpresiva presentación dentro del cuerpo museal -carente de textos y a destiempo del 11-, NECIA pone en juego la persistente incomodidad en la sociedad y las instituciones sobre los reales alcances de la violencia política durante la dictadura: una fractura profunda en la organización de los sectores populares desarrollada a lo largo del siglo XX, consolidada durante la década del noventa a través de la invisibilización de los miles de ex presos políticos existentes en Chile. Con una memoria de la dictadura aún incómoda y en litigios, esta obra da cuenta igualmente de los sesgos en el enfrentamiento / coexistencia con lo “oficial” de estas iniciativas autónomas de memoria (y cómo sortearlos sin utilizar palabra alguna, a través de la potencia misma de una obra que renuncia a toda asepsia). En su abandono de la escena, la palabra nos enrostra nuestra vulnerabilidad como sujetos fronterizos y memorias disidentes. He ahí la necesidad de recuperar el valor del acontecimiento artístico en cuanto realizador del propósito histórico de las instituciones que ocupa, aún a pesar de ellas.

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