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A propósito de las parcelas de agrado: la potencia agroalimentaria sigue despilfarrando su escaso suelo agrícola


De los muchos problemas ambientales que afectan nuestro territorio, uno respecto de los que menos se repara, es el relativo a la creciente pérdida del suelo agrícola, lo que resulta particularmente grave si pensamos en los desafíos alimentarios a los que ya se está viendo enfrentada la humanidad. Sequías, desertificación, incendios forestales, urbanización desordenada y especulativa, plantaciones forestales. Tales son los fenómenos que se nos vienen a la mente cuando reflexionamos respecto de cuáles son los más recurrentes en el proceso de destrucción de suelo agrícola. A esas situaciones de por sí dramáticas, en Chile cabe sumar la proliferación de las denominadas parcelas de agrado y su impacto irreversible en la destrucción de suelo agrícola.

¿Cuál es el origen de este problema? En 1980 se dictó el Decreto Ley Nº 3.516 que establece normas sobre subdivisión de predios rurales, cuyo principal objetivo fue permitir la plena libertad para dividir los predios rústicos de aptitud agrícola, ganadera o forestal,  manteniéndose el destino del predio original o primitivo. La dictación de esta normativa ocurrió  en un contexto en que la flamante política económica vigente había favorecido una amplia libertad de mercado, incluida la comercialización del suelo agrícola. Históricamente la subdivisión de predios destinados a la agricultura había sido objeto de normas restrictivas fundadas en la necesidad de preservar un recurso natural valioso y escaso como es el suelo, por lo que la legislación vigente hasta 1980  buscaba precisamente evitar la proliferación del minifundio improductivo.

En lo que fue un giro radical respecto de ese histórico criterio,  el Decreto Ley 3.516 vino a permitir la libre subdivisión de predios rústicos, pese a lo cual el legislador, con algo de pudor, tuvo la precaución de exigir el cumplimiento de ciertos requisitos mínimos, a saber: i) que se tratara de predios rústicos ubicados fuera de los límites urbanos o fuera de los límites de los planes reguladores intercomunales de Santiago y Valparaíso, y del plan regulador metropolitano de Concepción; ii) que los lotes resultantes tuvieran una superficie no inferior a 0,5 hectáreas físicas (5.000 metros cuadrados), y iii) que los predios resultantes de una subdivisión quedaran sujetos a la prohibición de cambiar de destino.

El  Decreto Ley 3.516 tuvo un objetivo preciso. En efecto, el propósito original y único era el de resolver un problema que afectaba principalmente a los asignatarios de la Reforma Agraria: hacia fines de los años 70’, en el contexto de la contra reforma agraria impulsada por las autoridades de la época, muchos campesinos beneficiarios de aquella Reforma y pequeños agricultores, ante la falta de apoyo financiero y asistencia técnica por parte del Estado, decidían vender su predios agrícolas, por lo general en medio de negociaciones muy asimétricas, y procedían a migrar a sectores urbanos contribuyendo a engrosar los cinturones de pobreza de la periferia de algunas ciudades. Con el propósito de terminar con este fenómeno, dadas las negativas consecuencias socioeconómicas que generaba, y ante la imposibilidad legal y constitucional de prohibir derechamente la trasferencia de la tierra, pues se habría visto afectada la garantía constitucional del derecho de propiedad, el legislador procedió entonces a diseñar este singular mecanismo legal contenido en el Decreto Ley 3.516: permitir, como se ha dicho, la libre subdivisión de predios agrícolas, con una superficie mínima de 0,5 hectáreas (5.000 metros cuadrados) y con la prohibición de cambiar su destino agrícola a los predios resultantes de la subdivisión.

[cita tipo=»destaque»]No deja de ser una triste paradoja que un país con pretensiones de jugar en las grandes ligas de las potencias agroalimentarias, permita al mismo tiempo que se destruya impunemente la valiosa y escasa tierra con aptitudes agrícolas.[/cita]

El legislador estimaba que, al permitirse la libre subdivisión de predios rústicos, el asignatario/vendedor se reservaría al menos media hectárea que le permitiría conservar su vivienda y desarrollar algún tipo de agricultura de subsistencia, lo que le daría además la posibilidad de mantenerse anclado al mundo rural y consecuencialmente se frenaría el fenómeno de la migración campo-ciudad.

Pero, hecha la ley, hecha la trampa. En efecto, a poco andar se le torció para siempre la nariz a la ley,  y las disposiciones del DL 3.516 empezaron a ser utilizadas -hasta hoy- con una finalidad distinta de la original, con lo cual miles y miles de hectáreas de alto valor agrícola, en las zonas más productivas de Chile, han sido “divididas libremente por sus propietarios”, dando origen al lucrativo negocio de lo que se conoce alegremente como las “parcelas de agrado”, desvirtuándose por completo la intención original del legislador. Probablemente quienes menos uso han hecho de las “facilidades” ofrecidas por esta normativa han sido precisamente aquellos beneficiarios de la Reforma Agraria que estuvieron, queremos creer, en el foco del legislador al elaborarse el famoso D.L. 3.516.

Creemos que hay pocos casos tan evidentes de “fraude a la ley” en nuestra legislación como la que se da con la aplicación práctica del D.L. 3516: ha permitido subdivisiones en el ámbito rural eludiendo impunemente las exigencias de la Ley General de Urbanismo y Construcción; ha ejercido presiones y generado transformaciones no planificadas en el espacio rural de tradición agrícola, ganadera y forestal, con alcances negativos de diverso orden; ha permitido crear espacios residenciales por la vía de consolidar espacios periurbanos sin que hayan sido pensados como tales, generando una serie de impactos en materia de uso del suelo; ha privado al país de miles de valiosas hectáreas de tierras agrícolas que con toda seguridad nunca volverán a ser recuperadas para dicha actividad; ha permitido a muchos loteadores de proyectos potencialmente residenciales ahorrarse el costo de la urbanización. Al poder subdividirse en cualquier sector rural, ha generado la formación de núcleos semiurbanos al margen de toda planificación urbana regional, los que al consolidarse presionan a las autoridades para que los doten de servicios básicos que el loteador no proporcionó. En fin, ha generado externalidades negativas, como es la contaminación de aguas marítimas, lacustres y fluviales como consecuencia de la falta de tratamiento de las aguas servidas generadas por quienes disfrutan agradablemente de estas parcelas. (In)explicablemente, la labor fiscalizadora del Estado ha sido nula, a pesar que el propio texto del Decreto entrega expresamente a organismos públicos claramente individualizados la tarea de fiscalizar la correcta aplicación de esta normativa.

No deja de ser una triste paradoja que un país con pretensiones de jugar en las grandes ligas de las potencias agroalimentarias, permita al mismo tiempo que se destruya impunemente la valiosa y escasa tierra  con aptitudes agrícolas. Consignemos que de la superficie total de Chile, que alcanza a  unos 75 millones de há., solo  5 millones son tierras cultivables; y dos tercios del territorio nacional se encuentran afectados, en distinto grado, por el problema de la desertificación. En pocas palabras, no nos sobra tierra agrícola como para perderla mediante artilugios tan mañosos.

Frente a esta situación, ha habido algunos tímidos intentos por poner fin a este fraude legal. Algunas iniciativas legales se han intentado a lo largo de los años, las que han ido desde derogar derechamente el D.L. 3.516 hasta elevar la superficie mínima a subdividir. Todas, invariablemente, han terminado en nada, mientras el fraudulento proceso de subdivisión continúa.

El Estado ausente y contemplativo que tenemos, en otra manifestación más de su eterna indolencia, no solo no ha tenido la voluntad de fiscalizar el correcto uso de las normas del Decreto Ley 3.516, sino que además está en deuda en impulsar una nueva legislación que ponga coto a esta dañina destrucción de nuestro escaso territorio agrícola.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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