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Presidencialismo o parlamentarismo de facto EDITORIAL

Presidencialismo o parlamentarismo de facto


La primera vuelta electoral presidencial acaba de terminar con una gran cuota de resultados imprevistos, entre ellos, los parlamentarios, que han dejado abierta una incógnita importante sobre la gestión y estabilidad política del próximo Gobierno, cualquiera sea su signo doctrinario.

En la actual Constitución Política, el Gobierno está diseñado como un presidencialismo exacerbado, uno de cuyos reforzamientos proviene del juego de cuórums legislativos, su capacidad de iniciativas de ley y el manejo de gran parte del impulso legislativo. Estos aspectos, en mayor medida, dependen de la voluntad y la capacidad política objetiva del Ejecutivo y no de los acuerdos parlamentarios. Todo ello se complementa –teóricamente– con la existencia de dos bloques parlamentarios de mayorías frágiles que generaba el binominalismo, susceptibles de ser influenciadas por el poder del Gobierno central.

El nuevo sistema electoral proporcional que acaba de entrar en funcionamiento, entregó un Parlamento más fraccionado de lo previsto, aunque era algo que se podía prever, pero que no tiene un correlato procedimental ni doctrinario que permita dibujar, de manera relativamente simple, soluciones cooperativas entre el Ejecutivo y el Legislativo en el próximo período. Si se piensa que el número de parlamentarios aumentó y también se fraccionaron los bloques existentes, y ahora tendremos, al menos en perspectiva, una mayor dispersión de intereses, la posibilidad de los acuerdos legislativos se dificulta de manera objetiva.

Si consideramos que existe el mismo número de comisiones legislativas a formar, la misma mecánica de procedimientos legislativos e igual normativa para la conformación de autoridades y de gobierno interior del Congreso, de lo cual depende en gran medida que el interés de un parlamentario obtenga la atención de sus pares, el gobierno de la Corporación ya es de suyo difícil. Si a ello se agrega la composición temática de la agenda y el juego de representación política y de alianzas, podemos entender que el déficit de un derecho legislativo interno del Congreso será más intenso.

Todo ello, sumado al costo de aprendizaje de la labor parlamentaria –pues no se debe olvidar que más de la mitad de la Cámara estará compuesta por nuevos parlamentarios–, predice un ámbito particular de complejidades internas, sin poner todavía el foco en los temas de agenda legislativa nacional propiamente tal.

En este aspecto, el ciclo político que termina en el país y que se caracterizará de manera importante, en los próximos años, por el funcionamiento del actual Parlamento, tampoco tiene un diseño de un sistema de relaciones institucionalizadas entre el Ejecutivo y el Legislativo.

Apenas existen sistemas de enlace, pero que carecen de una forma institucionalizada y sistémica, sobre todo en campos que tienen una gran carga de trabajo, como son los presupuestarios. El estilo tradicional de trabajo, sin rutinas prelegislativas entre Gobierno y Parlamento, transforma muchas veces la tramitación de leyes importantes en una arena de debate político estéril y no en una solución legislativa. Así ha ocurrido con el Código de Aguas o iniciativas previsionales o sobre salud.

En tal circunstancia, esperar que temas candentes que mueven actualmente al país o que han sido propuestas notorias de las fuerzas políticas emergentes en la pasada contienda electoral –como la gratuidad en la educación– y que seguramente irrumpirán  fuerte en la agenda del próximo Parlamento, puedan regularse mediante los antiguos procedimientos, es difícil. Este y otros temas traen una característica especial de época: una gran velocidad de conexión entre una fuerza política nueva y la calle. Una relación que proviene en gran medida de vínculos generacionales por mucho tiempo, antes de mediarse por otras circunstancias.

[cita tipo=»destaque»]La previsión de una asincronía institucional acentuada entre los poderes y órganos del Gobierno y del Estado en nuestro país tiene un escenario político complejo, entre viejas estructuras políticas en retirada pero con un relativamente amplio reservorio de poder, y fuerzas nuevas que tienen el desafío de aprender a gobernar haciéndolo, sea como parte de un acuerdo, sea como oposición parlamentaria. Porque el Frente Amplio es una realidad de gobierno del Estado y es uno de los principales resultados de los últimos días.[/cita]

Por lo mismo, es evidente que el Gobierno que emerja el próximo 17 de diciembre, de cualquier signo que sea, deberá ajustar expectativas, templar los nervios, a la vez que clarificar y fortalecer procedimientos para cambiar la oferta de intercambios con el nuevo Parlamento. Y, digámoslo, dada la radicalidad de algunas demandas vis a vis con las bases de un modelo que viene de más a menos, escenario de mayorías políticas ambiguas, la gobernabilidad no es un tema asegurado.

Tal como están las cosas en el país, con crisis de corrupción y de modelo, es más fácil obstruir o derribar que construir. Más aún si la vieja salvaguarda legal de la Constitución de 1980, acerca de un presidencialismo reforzado, tiene pocas probabilidades de prosperar y está destinada a desaparecer en un nuevo pacto constitucional.

La previsión de una asincronía institucional acentuada entre los poderes y órganos del Gobierno y del Estado en nuestro país tiene un escenario político complejo, entre viejas estructuras políticas en retirada pero con un relativamente amplio reservorio de poder, y fuerzas nuevas que tienen el desafío de aprender a gobernar haciéndolo, sea como parte de un acuerdo, sea como oposición parlamentaria. Porque el Frente Amplio es una realidad de gobierno del Estado y es uno de los principales resultados de los últimos días.

Todo lo cual hace necesario recordar que en democracia la política obliga a todos, una y otra vez, a dialogar y dialogar.

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