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Una glosa para Pedro Aguirre Cerda. El porvenir radical

Óscar Araya
Por : Óscar Araya Presidente de la Juventud Radical.
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Existe una «promesa democrática» en el discurso inaugural con que Pedro Aguirre Cerda saludaba en el teatro Municipal la proclamación de su candidatura ante el Frente Popular. El 16 de Enero de 1938 esta magnífica pieza oratoria fue interrumpida con estruendosas salvas de aplausos al final de casi todos sus acápites. Allí el Padre del radicalismo chileno, cual tribuno de la república, ofrecía una cruzada -la «generosidad radical»- que se proponía terminar con las desigualdades del Chile Oligárquico.

Cito su celebrado discurso dada la condición parroquial de nuestro alicaído marketing electoral (¡CEP/CADEM!), “Las Derechas, con su mayoría parlamentaría y la acción de su prensa, con sus influjos sociales y su poder económico, no pueden tener ningún desborde y su poder económico no puede temer ningún desborde de pasión extremista que la inquietud del pueblo pretendiera provocar; pero un gobierno reaccionario (…) no podría cimentarse en nuestro país, porque el concepto de la Democracia, piedra angular de la Convención de izquierda, se arraiga más y más en la conciencia ciudadana, su fuerte tensión en la vida política bastaría para derrumbar toda forma de (…) retroceso”.

Este texto retrata fielmente el optimismo moderno del Masón Aguirre Cerda, y revela las ambiciones de su emblemático gobierno -el Presidente de los pobres-, ilumina nuestro presente cuando el actual candidato Alejandro Guillier bajo otro mapa político se hace parte -tensiones mediantes- de la irritación ciudadana.

Los lastres del Chile oligárquico forzaban un viraje que debía asumir el «cambio de época» y propiciar la restitución de un «régimen político». Un lenguaje del progreso y la reforma vino a desacralizar los vestigios del Ancien régime y cedió terreno a una nueva legislatura social que buscaba poner fin al «Chile de Huachos» y a la creciente población que vivía en «casas de orates», al decir del propio Presidente radical.

Lo anterior cristalizó en un «Estado mesocrático» que dejaba gradualmente atrás las figuras de la «misericordia» y la «caridad» características del periodo oligárquico y estimulaba el boom de las clases medias, los profesores, el Estado y la industrialización (ISI).

En aquellos días, aparentemente más nítidos o menos intricados que los nuestros, quedaba de manifiesto la reivindicación de los derechos seculares bajo el horizonte de la Revolución Francesa. Bajo este proceso identificamos el espíritu de la democracia republicana que se extiende de 1938 hasta 1970, -democracia que se interrumpe por 17 años- pero que aún hoy puede tolerar, inflexiones, momentos de crisis y mixturas democráticas -el encomiable caso del Frente Amplio- a saber, una democracia dinámica de instituciones y de partidos, so pena del desgate de representación de los últimos años.

[cita tipo=»destaque»]Nuestro paisaje político dista de contar con un liderazgo que reponga cuotas de mesura en este atribulado «espíritu de época» donde el porvenir ha sido secuestrado por una crisis de legitimidad partidaria donde la «visibilidad histérica» de nuestras elites ha sido la regla.[/cita]

El programa reformista ya había consolidado la figura del «Estado Laico» (1925) inaugurando un campo de reformas que incluía el código del trabajo, la construcción de habitaciones obreras, la ley de instrucción primaria obligatoria, la creación de escuelas públicas de inspiración laica que resguardaran la libertad de consciencia, la creación de la CORFO (1939) -El problema industrial (1933)- y múltiples industrias nacionales.

Es posible establecer una «moderada similitud» con el programa reformista de Michelle Bachelet (2014-2018). Y aquí vaya un inciso: al inicio del segundo periodo de Bachelet había una impronta en la dirección de demandas orientadas a erradicar nuevas expresiones de desigualdad. Tal programa de reformas representa un legado democrático que inaugura el imaginario civilizatorio y fue “formalizado” en diversos textos de Pedro Aguirre Cerda.

Tras el actual nuevo ciclo político de 2006 y 2011 (demandas de género, valóricas, de convivencia, ecológicas, identitarias, estudiantiles, etc) todo nos hacía presumir, sin advertir la voracidad de las contradicciones que vendrían después, que la sociedad chilena experimentaba otra extensión de derechos, esta vez de «cuarta generación» o «posmateriales», que han estimulado un intenso debate valórico en torno a la instrucción educacional. De un lado, un proyecto público-estatal, de otro, posturas que intentan destrabar lo público del patronazgo estatal, pero siempre en favor del «régimen de lo público», sin perjuicio de sus «novedosas mixturas».

Con todo, el laicismo y sus bienes públicos –lejos de la actual moda «libertaria» de los liderazgos mediáticos- tiene su fuente de inspiración en el reconocimiento de los nuevos territorios del ciudadano moderno, en la maduración de una ciudadanía deliberativa que apela a la diversidad moral. Es importante rescatar que este desafío supone ir más allá de la noción confesional de «bien común» y los supuestos tomistas que cada tanto nos imponen los textos pontificios. Sin perjuicio de esto último, sería una torpeza postular que el «programa de reformas» implicaba la derogación de las instituciones católicas y su aporte fundacional a la educación chilena.

Esta «promesa democrática» tan propia de los «tribunos de la reforma», de aquella oratoria cargada de baños de masa, estableció el trazado que la sociedad chilena asumió posteriormente, al precio de disentir en los énfasis partidarios, ideológicos y culturales entre las coaliciones de turno. Todo ello tuvo su corolario en 1938 bajo el gobierno radical de Pedro Aguirre Cerda. Ahora bien, qué duda cabe, los lastres de la «cuestión social» (educacional) pavimentaron el camino a un programa de reformas que, a modo de una «pantalla moral», informa nuestro presente político -si concedemos la actual coyuntura educacional como una extensión de la protesta social. Por fin no se trata de establecer una secuencia arbitraria entre dos épocas inconmensurables, o bien, vulgarizar el nacimiento del Frente Popular, su vocación radical aliancista, con el actual «desconcierto republicano» –por obra de la política de los consensos transicionales-.

La consolidación del sistema de partidos políticos fue sedimentada con aquel proceso que se inicia en 1938 y, pese a la convulsiones, la «gramática reformista» que allí tuvo lugar aún nos «asedia» creativamente. De un lado, hoy se abre un intervalo de extensión de derechos y una agudización de la protesta social, de otro, persiste la totémica «teoría de la gobernabilidad» y todo un arsenal de indicadores típicos de una modernización que desatiende las transformaciones culturales y los malestares ciudadanos.

Este impase entre las «voces rebeldes» y la ausencia de «seducción normalizadora» de una elite conservadora, por momentos autista, complejiza enormemente los pactos instrumentales y los acuerdos programáticos.

De aquí en más, el despertar de la Nueva Mayoría no permite «audacias jacobinas» como la metáfora de la «retroexcavadora». La épica de la coalición debe renovar sus garantías ciudadanas y la legitimidad de los elencos partidarios, pues no hay chance para restituir la canónica «democracia de los acuerdos», ni la «modernización PIB» a secas es viable, pues la derecha se ha desgastado con un candidato que, más allá del eficientismo del crecimiento, nunca resolverá la separación entre política y negocios (ética). Dentro de este interregno habitamos un tiempo de travestimos y narrativas extraviadas.

Nuestro paisaje político dista de contar con un liderazgo que reponga cuotas de mesura en este atribulado «espíritu de época» donde el porvenir ha sido secuestrado por una crisis de legitimidad partidaria donde la «visibilidad histérica» de nuestras elites ha sido la regla.

Por fin en el mismo discurso el Presidente Aguirre Cerda -bajo la célebre consigna «gobernar es educar»- afirmaba con vehemencia: «Solidarizados como estamos con todo el país, comprendemos que la inquietud provinciana nace de dos factores que se compenetran y complementan: la falta de descentralización administrativa y el escaso impulso de vida civilizada en las provincias y en el campo» (las cursivas son un énfasis mío). El candidato Alejandro Guillier, dada su preocupaciones por las materias regionales, reivindica la vigencia de esta sabia aseveración.

En medio de las turbulencias que marcan nuestro paisaje político vale la pena recordar la promesa democrática en la figura de Pedro Aguirre Cerda.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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