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Bachelet y la derrota estratégica de una generación Opinión

Bachelet y la derrota estratégica de una generación

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Es el sino de una generación socialista que soñó cuando joven con la revolución con empanadas y vino tinto; que aprendió en la RDA no solo a desconfiar de todos sino también a hacerse un lugar en la nomenklatura; que luego aceptó incondicionalmente el modelo neoliberal y que concluyó sus días en la más solitaria bancarrota. Tal vez con mucho dinero, pero hundidos en un individualismo, el fracaso y una soledad que espanta. Luego de ellos será difícil reconstruir una alternativa popular de transformación cuando los ejemplos han sido pésimos. En tal sentido, no es casual que un número significativo de chilenos haya preferido a Piñera antes que al remedo de una mala copia del original.


Si bien es cierto el triunfo de Piñera se explica por varias razones, entre ellas, que el nuevo Presidente electo representa al chileno medio, en especial al votante más joven, aspiracional y del camino fácil al éxito y que ve en su figura a un modelo a imitar –el mismísimo Pato Navia, en un alarde de autenticidad que raya en la falta de ética pública, puso en su cuenta de Twitter que prefería a “un pillo, antes que un flojo”–, también porque hubo una pasada de cuenta de no pocos a un Gobierno que dijo que iba a hacer unas cosas de las cuales luego se desdijo por el camino y concluyó haciendo el mínimo esfuerzo y que, si fuera por las imágenes que nos quedaron grabadas, más bien se dedicó a arreglar a los suyos –su entorno familiar, Javiera Blanco y la esposa de Osvaldo Andrade son buenos ejemplos de aquello–, que además jamás ordenó a su coalición y terminó finalmente transformando a una minoría sociológica en mayoría política y viceversa, Bachelet tiene una capacidad para pulverizar a su propia coalición no vista antes y que será uno de sus mayores legados políticos.

Pero más que la derrota política de la centroizquierda del pasado domingo 17 de diciembre, lo que cala hondo en esta cultura política es sin duda la derrota estratégica de una generación: la de Bachelet, Escalona, Solari, Núñez, Andrade, y cuyo ícono fue Enrique Correa, por nombrar a algunos de sus principales referentes.

Núcleo duro socialista que siendo joven soñó con tomar el cielo por asalto, que luego pasó a la clandestinidad, donde sus peores pesadillas cobraron vida y construyeron sus más perversos fantasmas, que los han perseguido a lo largo de toda su vida; luego, algunos de ellos se fueron a la RDA o a los socialismos reales donde aprendieron a mirar pa’l lado y descubrieron que, más importante que transformar el mundo, era hacerse de un espacio en la nomenklatura estatal, aprendizaje que aplicaron a cabalidad cuando se inició la transición y por puro pragmatismo muchos de ellos devinieron en neoliberales y se acomodaron al modelo, adscribiendo al partido del orden.

Fue allí cuando no solo olvidaron al “hombre nuevo” sino también transaron sus promesas ochenteras de transformación social, de construcción de una sociedad más solidaria y cohesionada con un Estado más protector, por la sobrevivencia y el acomodo personal. La frase pronunciada por Enrique Correa en aquella época es decidora, “vine a hacer plata”, y el ex militante radical de la UP, que vivió en Moscú y cuyo minipartido apoyó la invasión rusa a Afganistán, devino en hombre de consenso, al punto que fue adulado por Pinochet y se erigió luego como el lobbista por antonomasia de la transición y cuya influencia y redes no solo traspasaron el amplio espectro político sino además al mundo empresarial.

Escalona, luego de ser ícono de la resistencia y jefe del aparato armado del PS, devino en hombre de consenso y como líder socialista interno fue el morenito de Harvard que el partido transversal, ya muy institucionalizado por aquel tiempo, necesitaba para la política del consenso y “del acomodamiento”. Fue por entonces cuando Camilo comenzó a soñar con la Presidencia de la República.

Es en torno a esos años, parlamentarias de 1997, cuando la Concertación perdió 800 mil votos, que no volvieron nunca a respaldar a la coalición que prometió la alegría que luego se hizo humo.

[cita tipo=»destaque»]Mejoraron sus carreras personales y se hicieron parte de la nueva nomenklatura de la transición y, en paralelo, iniciaron el juego de la silla giratoria permanente en el Estado. Un año los veías como asesores, otro como parlamentarios  y, al siguiente, como subsecretarios, ministros o presidentes de partido. Fue por entonces cuando mudaron no solo de domicilio político sino también de hogar, comenzando su viaje definitivo al barrio alto.[/cita]

Mejoraron sus carreras personales y se hicieron parte de la nueva nomenklatura de la transición y, en paralelo, iniciaron el juego de la silla giratoria permanente en el Estado. Un año los veías como asesores, otro como parlamentarios  y, al siguiente, como subsecretarios, ministros o presidentes de partido. Fue por entonces cuando mudaron no solo de domicilio político sino también de hogar, comenzando su viaje definitivo al barrio alto.

Se apernaron en el Estado por largo tiempo, al punto que no pocos de ellos llegaron a pensar que el fisco les pertenecía y familias enteras (sobre todo metropolitanas) disfrutaban de las prebendas y regalías del papá Estado, hasta que comenzaron a colmar la paciencia de muchos de los propios.

Perdieron, entonces, estrepitosamente el Gobierno y sumergieron a la coalición en una profunda crisis. El dúo Bachelet-Escalona hundió, en el decir de Ricardo Lagos, a la coalición más exitosa de la historia de Chile.

Y en vez de generar un proceso de reflexión profunda sobre las causas de aquella derrota, con una sociedad que cada vez más comenzaba a señalar síntomas de descontento con el modelo, se hizo todo lo contrario: se capeó el mal tiempo con la procesión a Nueva York para convencer a la ex Mandataria de que fuera nuevamente candidata, mientras la administración de Piñera tocaba fondo en agosto de 2011.

Y, en lugar de fortalecer los partidos, se continuó con la lógica de desangrarlos hasta casi humillarlos, en tanto elencos de confianza personal sustituían su rol fundamental para el desarrollo de una sana democracia. Fue esa racionalidad la que llevó no solo a constituir equipos ministeriales de poco calibre para acometer unas promesas de campaña muy estructurales sino también a terminar enredados en los tentáculos del poder empresarial, en especial de SQM y el desaguisado de Caval.

Para ese entonces, la Presidenta, como ha ocurrido con casi todos sus factótums masculinos, ya se había despachado a Camilo Escalona y eran miembros jóvenes del PS quienes asumían el relevo.

Fue después de Caval cuando la hasta entonces inextinguible popularidad se fue a pique, el momento en que el Gobierno hizo agua y las convicciones de reforma dieron paso a un pragmatismo inverosímil que tuvo a la actual administración paralizada –y con los más insólitos rumores– casi por dos años y no fuimos pocos los que pensamos que la Presidenta se había ido para no verse más.

Cuando el ímpetu reformista regresó, ya no que quedaba mucho por hacer, pues era ya demasiado tarde. Alcanzó para un par de medidas –el aborto en tres causales, por ejemplo– y una que otra bravata –el tema medioambiental y la declaración sobre el proyecto minero Dominga– y se acabó el Gobierno que prometió reformas.

Y allí quedó la coalición que, en teoría, iba a sustentar un horizonte largo de transformaciones, hecha trizas, dividida y fragmentada y un Gobierno que ni siquiera pudo, nunca, ordenarse a sí mismo.

Ni hablar de sus hijos y sobrinos políticos (literalmente) que crecieron a su alero y que hoy constituyen el Frente Amplio. Aprendieron lo peor de esa generación: la concepción del poder como el mero acceso a cuotas de influencia en el Estado, negar que la izquierda es diálogo y conversación y no vetos y mirarse el ombligo, y se hicieron eco de todo el individualismo de sus progenitores.

Escalona sufrió una derrota estrepitosa nuevamente; lo mismo le sucedió a Andrade y hoy Correa ya no es el lobbista poderoso de antaño; en tanto Solari tiene por el suelo a TVN; Núñez viviendo un exilio dorado pero solitario en México y Bachelet ha concluido por hundir finalmente a su coalición política y ha transformado, por segunda vez consecutiva, a una minoría sociológica en mayoría política. La derecha le estará eternamente agradecida.

Es el sino de una generación socialista que soñó cuando joven con la revolución con empanadas y vino tinto; que aprendió en la RDA no solo a desconfiar de todos sino también a hacerse un lugar en la nomenklatura; que luego aceptó incondicionalmente el modelo neoliberal y que concluyó sus días en la más solitaria bancarrota.

Tal vez con mucho dinero, pero hundidos en un individualismo, el fracaso y una soledad que espanta.

Luego, de ellos será difícil reconstruir una alternativa popular de transformación cuando los ejemplos han sido pésimos. En tal sentido, no es casual que un número significativo de chilenos haya preferido a Piñera antes que al remedo de una mala copia del original.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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