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El «pudor» de los botones rojos

Por: Andrés Gatica Gattamelati


Señor Director:

En una de sus últimas rutinas humorísticas, y con su consabida capacidad para no emocionalizar los debates políticos, Donald Trump aseguró a Kim Jong-un que el armamento nuclear que alberga EEUU es incomparablemente más potente que el de Korea del norte. Más allá de lo rutinaria que se han vuelto estas bravuconadas propias de quiceañeros, lo interesante de la declaración es que revive una especie de fantasma abstraído del debate armamentista que hiciera furor en la guerra fría: El botón rojo. Según Trump, y para atenernos al pleno potencial de la metáfora, no es simplemente el armamento de EEUU lo que es más grande, sino que es el botón rojo lo que EEUU tiene, en sus palabras, de «más grande y poderoso» que Korea. Por una parte, el botón rojo es una especie de anudamiento entre el poder y la ejecución: no es meramente una muestra del poder objetivo sino del poder subjetivo que posee el que puede echar a andar la máquina de destrucción (y esta es la clave). El botón rojo sería, en este sentido, algo así como un reflejo terreno del Fiat divino: una suerte de mecanización radical de la creación, y por ende, la administración de una cierta voluntad de destrucción universal que encalla y toma cuerpo en los regentes. Por eso, lo interesante, es que el botón rojo conlleva ciertas prohibiciones: sólo puede ser accedido por determinados sujetos, y tiene un carácter excluyente. Me parece que este es uno de los rasgos más interesantes del botón rojo: el hecho de que quien goza de él, lo lleva con un orgullo que a las claras tiene una connotación orgánica y sexual: el botón rojo es como un órgano de destrucción, que el potentado mide con sus correligionarios para decidir quién es más fuerte. Si todo lo anterior es algo significativo, no es menos cierto, que el botón rojo es, al mismo tiempo, un debilitamiento del poder, en la medida en que es la exteriorizacion no-absoluta de éste, y por ende, la cualificación accidental de su uso: el botón rojo siempre puede ser apretado por otro, no resiste y no da oportunidad de ningún tipo de distanciamiento moral y en tanto que materialización del poder está siempre expuesto a sufrir desperfectos: en pocas palabras, el poder deviene, para concentrar toda la fascinación y el vigor de su promesa de destrucción, en un objeto. El ejercicio absoluto del poder es también la materialización de su impotencia. El orgullo siempre puede trocarse en pudor.

Andrés Gatica Gattamelati
Doctorando en Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile

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