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Jubilación compensada: un elogio sincero a la burocracia Opinión

Jubilación compensada: un elogio sincero a la burocracia

Carlos Vásquez Órdenes
Por : Carlos Vásquez Órdenes Magister en Educación (Universidad de Chile). Ex Dirigente Nacional Colegio de Profesores
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La burocracia no es esa caricatura a la ineficiencia, al papeleo inútil o una corte de indolentes funcionarios ajenos a las necesidades del ciudadano, caracterización abusiva que domina el sentido común y es nuestro estigma que debemos combatir. Los burócratas –de incomprendidos sociales, de responsables de todos los errores del Estado a través de las instituciones públicas– somos, según Max Weber, una necesidad, una condición necesaria para que los procedimientos administrativos se dirijan a una finalidad. Establece que el aparato burocrático desarrollado y moderno es exactamente lo mismo que la máquina respecto de las formas no mecánicas de producción.


Este año 2018 se acogerán a retiro más de tres mil funcionarios públicos, quienes se pensionan recibiendo una compensación económica, que en parte pretende paliar los derechos conculcados principalmente en lo previsional. Por otra parte, no se asume el costo que ello significa al no traspasarse la experiencia acumulada de quienes hoy jubilan y al no preparar los cuadros de recambio debidamente capacitados, para no deteriorar la calidad de los servicios que presta el Estado.

Porque acogerse a jubilación es un acto heroico, es una decisión tan íntima y difícil, que pone en juego nuestra capacidad para reinventarnos y es casi como comenzar a vivir de nuevo. Es un darse permiso para volver a transitar la vida, para iniciar nuevos caminos y volver a soñar en proyectos que fueron postergados o quedaron inconclusos. Quienes dejan la burocracia del Estado lo hacen contradictoriamente con alegría, por el merecido descanso que ello significa, y con rabia, por los beneficios perdidos o arrebatados, como nuestras pensiones sujetas al vaivén del capital financiero, arrebatándonos el derecho a percibir una pensión justa.

Jubilar a miles de burócratas es un desgarro social, político y económico porque significa desprenderse de fervorosos creyentes de la aventura colectiva, de la solidaridad y colaboración en el trabajo, de quienes creen en el Estado benefactor y de quienes han vivido un siglo como en la alegoría de la caverna: viendo pasar el telégrafo, fonógrafo, máquina de escribir, mimeógrafo, computador, internet, impresora multicopiado láser, celular multimedia y cuanto artefacto, que, al decir de Nicanor Parra, constituyen “los vicios del mundo moderno”.

La burocracia no es esa caricatura a la ineficiencia, al papeleo inútil o una corte de indolentes funcionarios ajenos a las necesidades del ciudadano, caracterización abusiva que domina el sentido común y es nuestro estigma que debemos combatir. Los burócratas –de incomprendidos sociales, de responsables de todos los errores del Estado a través de las instituciones públicas– somos, según Max Weber, una necesidad, una condición necesaria para que los procedimientos administrativos se dirijan a una finalidad. Establece que el aparato burocrático desarrollado y moderno es exactamente lo mismo que la máquina respecto de las formas no mecánicas de producción.

Por otra parte, la ficción, la literatura, a través de José Saramago, ha ironizado sobre la función pública –en su novela Todos los nombres–, creando un único personaje con nombre: don José. Es un hombre conformista, dedicado por entero a su trabajo, el que está sometido a severas normas que regulan hasta el estado de ánimo de los funcionarios. Saramago retrata con maestría nuestra entrega al servicio, nuestras necesidades, nuestras fantasías y sueños y, al mismo tiempo, el riesgo de perder el sentido de realidad cuando la función pública invade por completo nuestras vidas. La función pública es hermosa, pero no tiene sentido la inmolación colectiva persiguiendo un arbitrario y mezquino indicador de gestión.

Una vida de servicio contiene momentos gratos e ingratos y otros que, por su necedad, parecen increíbles. Así se puede calificar el episodio que viví en la Secretaría de Educación metropolitana. Ocurrió en el mes de febrero del año 2015. Al regresar de vacaciones fui citado por el jefe de gabinete de la época para manifestarme su molestia por mi columna en el diario electrónico El Mostrador. Su propósito era silenciar mis escritos y castigar con el exilio mi osadía de afirmar que los mandos medios del Mineduc no estaban a la altura de los desafíos programáticos en educación.

Me acusó de ser parte de una conspiración contra el jefe de la División de Educación General (DEG) del Ministerio de Educación, el que pocos meses después terminó traicionando la confianza del Gobierno, renunciando con escándalo y pasándose a la oposición y participando en la formación de un nuevo partido político. Fue un hecho tan patético, que me trajo a la memoria la novela de G. García Márquez, El otoño del patriarca, en el episodio en que el dictador delata la crueldad de sus subalternos cuando afirma:

“Hay órdenes que se dan, pero hay que ser muy carajo para ejecutarlas”.

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