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¿Renovación de la Iglesia chilena? El trasfondo de la continuidad de Barros y la potencialidad del mensaje de Francisco

Por: Bastian Muñoz León


Señor Director:

Cuando el 13 de marzo del 2013 Jorge Mario Bergoglio asume el pontificado de la Iglesia Católica, las esperanzas del mundo católico se encendieron a nivel mundial. En un contexto caracterizado por un creciente nivel de anticlericalismo y laicización -acentuado por la desconfianza de los fieles hacia la institución eclesial, entre otras cosas, por las numerosas denuncias públicas contra sacerdotes por abuso sexual infantil- el mensaje latinoamericano, de clara opción preferencial por los más pobres y en sintonía con el respeto al medioambiente que plantea Francisco, se condijo con estas expectativas, las que se fueron nutriendo además de la humildad mostrada en multiplicidad de gestos por el Papa, que nos hicieron recordar a la mejor teología latinoamericana propia de los setenta que no sabía de grandes príncipes y sí plebeyos, de “pastores con olor a oveja”.

Para el caso de la Iglesia chilena, la venida de Francisco debería presentar una reafirmación de esa esperanza. El momento de su visita, no obstante, encuentra a una Iglesia doblemente distinta a la que recibió a Juan Pablo II en 1987. Distinta en su curia: neoliberalizante, ultraconservadora, apegada al poder, encerrada en sí misma, que tiende a reducir el mensaje de Cristo a un par de consignas morales. Y distinta también en su Pueblo: neoliberalizado, atomizado, que parece más un grupo de consumidores que una comunidad de fieles unidos en el amor (como lo mandatan los evangelios y como tan bien lo encarnaron las comunidades de base en los años de la dictadura). En este escenario particular, la teología de Francisco sin duda es una buena noticia que contribuye a acercar a las jerarquías con sus bases, a la Iglesia con la sociedad civil, al acontecer eclesial con una buena lectura de los “signos de los tiempos”.

La renovación hasta ahora, no obstante, está lejos de ser efectiva. Ella debe lograrse superando los gestos cosméticos que posicionan bien a Francisco mediáticamente, pero que no logran calar de forma significativa en ninguna dimensión a la Iglesia chilena. No sirve de mucho plantear “construir puentes y no muros”, cuando a su propia feligresía se le encierra con vayas de dos metros en el Parque O’Higgins (ambiente, además, absolutamente segregado: los grupos de elites con sus espacios asegurados en platea, mientras el resto –Pueblo de Dios- estaba lejos, insolado, sin ningún tipo de comodidad). No sirve tampoco manifestar dolor y vergüenza por los casos de abuso por parte de sacerdotes cuando sus implicados se mantienen en importantes puestos de poder, respaldados por las cúpulas de la Iglesia (a veces, reasignados en sus funciones para evadir los procesos judiciales). Menos sirve manifestar frente a los obispos que los laicos no son empleados de los sacerdotes cuando a éstos se les legitima (y no se les instiga a algo diferente) en su distancia respecto de la sociedad civil mientras que, en cambio, a la principal comunidad de laicos organizados en Chile se les trata de tontos y zurdos sólo por el hecho de seguir el mandato papal de hacer lío en su diócesis.

De ahí que el caso de Juan Barros tenga la potencialidad de representar el punto de inflexión para re-pensar a esta Iglesia chilena en crisis. Aunque miembros de la jerarquía eclesial quieran poner el foco sólo en saber si Barros es culpable o no de encubrimiento, opto por pensar que lo fundamental que debe entender la Iglesia (sin desconocer en absoluto la gravedad de las denuncias respaldadas ya por testimonios judiciales) es que la presencia del obispo de Osorno fragmenta a la comunidad, potencia la división, reacomoda el peso en las víctimas y no en los victimarios, pone en un desnivel brutal y arcaico la relación de poder entre consagrados y laicos. Hoy día escuchar a la Organización de Laicos y Laicas de Osorno y a las víctimas de Karadima es un paso central para avanzar en construir la Iglesia que queremos y que anuncia el propio Francisco: menos vertical, menos clericalista, efectivamente dispuesta a abrir puertas y ventanas al clamor del Pueblo (como planteaba el Concilio Vaticano II) y tomar decisiones en función de él y no de un pequeño grupo de sacerdotes, lamentablemente oligarcas. Transformar radicalmente la eclesiología (o materializar lo que ya se ha dicho en diferentes escritos post-conciliares) y no parcharla cada vez que su caduca estructura entre en crisis.

Sin el laicado, no existe Iglesia que pueda sobrevivir en los nuevos tiempos. Sin aprender a escucharnos entre nosotros mismos, tampoco volveremos a estar cerca del Pueblo sufriente con el que más compartió Jesús, que lo acompañó en su praxis cristiana y que hoy se hace carne no sólo en el clamor de Osorno, sino también en el dolor de diversos actores sociales como los Pueblos indígenas, las minorías sexuales, las comunidades de migrantes, las personas privadas de libertad, entre tantos otros. Para todo esto, la visita papal debiese –y hasta el momento no lo ha hecho- trazar una ruta de navegación más clara y sistemática, valiente en las transformaciones, humilde en su concepción pero ambiciosa en su objetivo de evangelización.

Como jóvenes católicos, necesitamos una ruta compuesta por algo más que palabras y gestos que contentan a los medios de prensa pero que no alivianan el peso de las injusticias cometidas por la misma Iglesia. Lo que pedimos, vale destacar, no es algo que se nos ocurra sólo a las nuevas generaciones o que nazca de un lugar muy diferente a la praxis cristiana misma. Nace, en cambio, de la misma experiencia católica que en otros tiempos históricos supo acompañar a su pueblo en sus amarguras y que hoy pervive en grupos y comunidades que logran mostrar una Iglesia distinta y más fresca pero que chocan constantemente con las espaldas de una cúpula católica ensimismada. Nuestros anhelos, finalmente, nacen de las mismas palabras de Francisco, a quien exhortamos a disminuir la distancia entre su propia teología y su puesta en práctica pues, en esta curia chilena actual, se han hecho oídos sordos a su renovación apostólica. Sabemos lo que dice el Santo Padre que vive en Roma. Necesitamos ahora que actúe, al fin. Que por sus frutos se haga conocer.

Bastian Muñoz León
Director área de Incidencia Pública, Fundación Fe y Ciudadanía

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