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Drama y reforma policial


Ya a principios del siglo XIX el escritor francés Honore Balzac sostenía “los Gobiernos pasan, las sociedades mueren, la policía es eterna”. Esta frase merece ser considerada en el contexto de la crisis que enfrenta Carabineros al día de hoy. En efecto, la función policial se caracteriza por ser el principal y en muchos casos casi el único vínculo del ciudadano con el poder estatal. La gran diversidad de tareas que van desde atender un parto o dirigir el tránsito a la ejecución de labores de inteligencia en el marco de investigaciones penales, dan cuenta de una institución de dimensiones gigantescas y características premodernas que, en los hechos, asume labores estatales frente a la precariedad e incluso ausencia del resto de la institucionalidad.

Es en esta presencia diaria y multidimensional en donde reside la clave para entender esta macro institución que hoy por hoy exhibe evidentes síntomas de agotamiento y de urgente modernización. En materia de estudios policiales es posible identificar al menos dos grandes modelos desde donde se ha estructurado el servicio público policial. El más extendido es el modelo central jerarquizado de policías nacionales y de orientación militarizada. El modelo alternativo se basa en una estructuración descentralizada bajo la seductora idea de policías comunales que dependen de la autoridad local de generación democrática.

Tradicionalmente los principales argumentos a favor de las policías nacionales y centralizadas de orientación militar se basan en la idea de dar mejor garantía en el control de los riesgos de corrupción y abuso de poder propios a la actividad policial. En nuestro país hasta bastante entrado el siglo XX existieron policías locales, que tras importantes problemas de corrupción y mal uso por parte caudillos locales, decantaron en el actual panorama de dos policías nacionales.

[cita tipo=»destaque»]Los casos recientes han puesto en evidencia que la corrupción policial no es sólo patrimonio de los esquemas descentralizados y comunales sino que puede perfectamente desarrollarse en esquemas militarizados y jerárquicos multiplicando incluso su efecto hasta comprometer estructuralmente no sólo a la policía sino que irradiarla a otras áreas del Estado.[/cita]

Los casos recientes han puesto en evidencia que la corrupción policial no es sólo patrimonio de los esquemas descentralizados y comunales sino que puede perfectamente desarrollarse en esquemas militarizados y jerárquicos multiplicando incluso su efecto hasta comprometer estructuralmente no sólo a la policía sino que irradiarla a otras áreas del Estado.

Lamentablemente sea por circunstancias propias de la transición o bien por simple omisión, los gobiernos democráticos se han limitado a la entrega de recursos financieros y dotación sin generar propuestas de reforma o modernización que den cuenta de un relato que, desde la civilidad, permita a la policía chilena enfrentar un escenario cada vez más complejo. A la vez este enfoque prescindente desde lo político ha posibilitado una preocupante autarquía institucional que hoy por hoy muestra costos evidentes.

Problemas tales como los crecientes incidentes asociados al uso de armas de fuego, persecuciones policiales en lugares de uso público, terrorismo, crimen organizado interno y transnacional, políticas de personal y protección del personal, criterios de evaluación de procedimientos policiales, entre un infinito listado, exigen sofisticar el debate, superar el autonomismo y sentar así las bases de una policía moderna para Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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