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El legado político-cultural de la era Bachelet Opinión

El legado político-cultural de la era Bachelet

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Hay un viejo adagio popular que ironiza cuando toca asumir responsabilidades: “Otra cosa es con guitarra”. Según el prisma con que se mire la segunda administración de Bachelet, pasará a la historia como la primera de un nuevo ciclo político o la última del antiguo régimen. Desde la primera perspectiva, se subrayará la implementación de reformas –educación, relaciones laborales, derechos reproductivos, regionalización y sistema electoral–. Desde una segunda óptica, el balance será el de un liderazgo que quedó “al debe”. El legado de Bachelet deambulará por un largo tiempo entre una leyenda rosa y una leyenda negra. Lo que no quedará en discusión será que la herencia político-cultural de ella y de la generación que la acompañó en su Gobierno y sus prácticas políticas, le llevará a la izquierda años sacudírsela.


Se va yendo el Gobierno que (alguna vez) quiso encarnar, según confesión propia, “la ilusión, la esperanza y el propósito de millones de chilenos” de avanzar a mayores grados de justicia en un país marcado históricamente por las desigualdades de cuna y de posición.

Se trata, empero, además, del fin de una era: el ocaso definitivo de la retórica de la transición, de la Concertación, de la derecha pinochetista y del relato rosa de nuestra democracia.

Es, asimismo, el final de una izquierda que en algún momento terminó por confundir el necesario acuerdo con el centro, destinado a cerrar la fractura de los años sesenta e inicios de los setenta, con la renuncia a su proyecto histórico de transformación de la sociedad oligárquica chilena. Esta izquierda se instaló en el Estado después de 1990 al precio, poco a poco, de la desideologización, del alejamiento de la mayoría social y de la multiplicación de prácticas mediocres. Se terminó por construir un régimen caracterizado por “el acomodamiento” (Altamirano) y el concubinato pragmático con un PDC que, por su parte, perdió buena parte de su vocación reformadora original. Se trata de aquella conducta que, a juicio de un lúcido amigo, terminó haciendo de “la necesidad una virtud”.

Seguramente, cada cual hará su propia evaluación sobre esta administración en particular y sobre la transición en general. En el primero de los casos, una mayoría sustantiva de chilenos y chilenas ya la hizo: la derecha venció a la centroizquierda por segunda vez, como no lo había hecho nunca desde que se mejoró sustantivamente nuestra democracia a partir del Frente Popular. En el segundo de los casos, el hecho de que muchos de los hijos e hijas de quienes hicieron la transición no se identifiquen con lo que hicieron sus padres, es un buen testimonio del juicio de las nuevas generaciones sobre su rol.

Y no es que quienes fuimos críticos desde un comienzo con las prácticas de esta administración seamos los responsables de la evaluación final de nuestros compatriotas sobre la era Bachelet, como le quiso enrostrar a este columnista no hace mucho un asesor de un importante ministerio, al señalar que sería yo el enemigo número uno del Gobierno.

Nuestra labor no fue la del amigo o el enemigo, sino mucho más humildemente se circunscribió a relatar parcialmente el auge, caída y fin de un liderazgo, desafío que acepté sin complejos, pues valoro el sentido del espíritu crítico en una sociedad que queremos sea progresista, abierta y plural. Se trataba de relatar lo que iba sucediendo y anticipar, más por intuición que por pericia de analista, algunas de las principales piezas del ajedrez que se estaba desarrollando, y describir de un modo distinto a los principales personajes en juego, con sus historias y sus biografías, para tratar de interpretar el sentido de sus muchas veces desconcertantes actuaciones.

Por más que algunos de sus más entusiastas seguidores –a veces pagados con los mejores sueldos fiscales– se empeñen en salir a defender su legado como una especie de obra inmaculada, este, por decirlo diplomáticamente, es bastante ambiguo.

Seguramente pasarán muchos años hasta que “otros hombres, de otras edades y otros tiempos” hagan un juicio menos contingente y parcial sobre el balance político de Michelle Bachelet. Y que pongan en perspectiva avances como el cambio del sistema binominal, el fin del financiamiento de empresas a las campañas, el aborto en tres causales, el fin del lucro en la educación subsidiada y otros. Lo que sí se puede hacer desde hoy es el recuento de algunas de las prácticas en la gestión pública que, aunque tal vez no empezaron con este Gobierno, se profundizaron o visibilizaron con el mismo.

La cultura del amiguismo: o cuidado que vienen los nuestros

Tal vez sea la cultura del amiguismo y de la incondicionalidad –ajena al socialismo histórico de asambleas, peleas, debates– uno de los legados más nefastos y reprobables. ¿Es este tal vez un resabio más del paso, de parte de la generación de Bachelet, por la experiencia de los socialismos reales?

Bachelet ha evidenciado una lealtad a toda prueba con sus círculos de incondicionales al punto que, en más de alguna ocasión, arriesgó su propia popularidad por defender causas pérdidas.

Ocurrió con Escalona en 2009. Mientras todo el mundo pedía su cabeza para que Frei pudiese remontar en segunda vuelta y aproximarse al voto de MEO, la Presidenta salió a dar su respaldo más enérgico al cuestionado presidente del PS. Escalona no salió de su comando y en vísperas de año nuevo Frei Ruiz-Tagle perdía toda opción presidencial.

Repitió, durante su actual mandato, una situación similar con Javiera Blanco, a quien promovió, protegió, defendió acérrimamente y mantuvo en su cargo a pesar de toda la evidencia de errores administrativos y políticos que pesaba sobre la entonces ministra y cuando su popularidad estaba por el suelo. Mientras la hoy ex secretaria de Estado recibía encuesta tras encuesta la reprobación ciudadana, la Mandataria no tuvo la menor duda en designarla, en virtud de sus atribuciones, en el Consejo de Defensa del Estado (CDE).

El general Villalobos, otro personaje público de mucha proximidad con ella, ha sido recientemente la evidencia más notable de cómo la cultura de los amigos le ha vuelto a jugar una mala pasada a la Presidenta, al no hacer efectiva la responsabilidad del mando y mantenerlo como general director de Carabineros contra viento y marea, cuando cualquier razonamiento político mínimo hacia aconsejable su salida anticipada.

A la vez, la conducta cada día más agresiva de Mahmud Aleuy en contra del activismo mapuche y validando actuaciones contrarias al Estado de derecho de la policía uniformada, en ocasiones actuando en contra de la opinión de la Jefa de Estado, no le valió una destitución más que justificada.

[cita tipo=»destaque»]Por más que algunos de sus más entusiastas seguidores –a veces pagados con los mejores sueldos fiscales– se empeñen en salir a defender su legado como una especie de obra inmaculada, este, por decirlo diplomáticamente, es bastante ambiguo. Seguramente pasarán muchos años hasta que “otros hombres, de otras edades y otros tiempos” hagan un juicio menos contingente y parcial sobre el balance político de Michelle Bachelet. Y que pongan en perspectiva avances como el cambio del sistema binominal, el fin del financiamiento de empresas a las campañas, el aborto en tres causales, el fin del lucro en la educación subsidiada y otros. Lo que sí se puede hacer desde hoy es el recuento de algunas de las prácticas en la gestión pública que, aunque tal vez no empezaron con este Gobierno, se profundizaron o visibilizaron con el mismo.[/cita]

Por cierto, Cristian Riquelme y otros más, también son emblemas de la cultura del amiguismo, que seguirá pesando bastante en la cultura política de la centroizquierda y será difícil de erradicar.

Tampoco contribuyó a separar lo personal de lo institucional el discurso ambiguo de la Mandataria respecto a Dávalos, reivindicando su rol de madre y no solo el de Presidenta, en circunstancias que los chilenos y chilenas la eligieron para ejercer la primera magistratura. Lejos están los tiempos en que la izquierda gobernante defendía la probidad y la igualdad ante la ley por sobre cualquier otra consideración y hacía suya la famosa frase acuñada durante la Unidad Popular: “Podremos meter las patas, pero jamás las manos”.

El exceso de burguesía fiscal (metropolitana) y el decaimiento de la función pública

En un artículo que denominamos «La nueva burguesía fiscal», describimos sus costumbres, prácticas y gustos. Pero hay algo más que su mera consolidación como nuevos prósperos, asimilados, en su codicia y afán de aparecer, a los nuevos ricos propiamente empresariales: está también la costumbre, que se ha fortalecido durante las administraciones bacheletistas, de responder a problemas estructurales de la sociedad y de la gestión gubernamental con la mera creación de ministerios (el último fue el de Asuntos Indígenas) , subsecretarías (Educación Parvularia, Infancia, por ejemplo) y agencias estatales (superintendencias sin atribuciones que no supervisan nada), que resuelven poco, aunque permiten completar ingresos de algunas familias metropolitanas vinculadas a la ex Concertación pero que, sin la planta necesaria, las atribuciones y el presupuesto, son un verdadero saludo a la bandera frente a los problemas que en teoría debieran resolver.

Esto sucedió en 2011 con el movimiento estudiantil, luego de la creación de la Superintendencia de Educación, la Agencia de Calidad y la nueva Ley General de Educación que, en teoría, habían sido formuladas para resolver las demandas de los pingüinos del 2006. La creación e instalación de comisiones, cuyas principales propuestas nunca se implementan, es otra cara de la misma moneda.

Una mala práctica cultural que se ha anclado en el sistema político y respecto de la cual Bachelet no tomó iniciativa alguna, es la desprofesionalización de la función pública.

Cuando a inicios de la transición Aylwin pidió a la feneciente Junta Militar y obtuvo de ella que se ampliara el número de funcionarios de exclusiva confianza, dado que la dictadura había arrasado con muchos funcionarios profesionales y “apitutado” a última hora a casi todo su personal, nadie pensó que ese sería el inicio de la profundización de la mala y ancestral práctica del clientelismo. Este fenómeno se llevó al paroxismo cuando Piñera aumentó sustancialmente el sueldo de los asesores, para supuestamente traer gente de la empresa privada que cobra caro, pero que nadie sabe qué hace o no tiene las competencias para el cargo.

La asesoritis altamente rentada se agravó en el Gobierno que termina, con incluso casos de egresados de Enseñanza Media asesorando la implementación de importantes reformas. Todo esto permitió mantener el copamiento del Estado por parientes y clientelas electorales –en especial en regiones– y ha llevado a los desaguisados que durante esta administración se han puesto a la orden del día.

Estos han concluido no solo en el desperfilamiento y desprofesionalización de la función pública sino en el atraso sistemático e inexplicable en la presentación de legislaciones comprometidas, como hemos visto en los meses finales –por cierto, aún no se sabe nada del proyecto de nueva Constitución tantas veces anunciado–, colapso casi total de áreas del Estado chileno, como en sectores  de la inversión pública, para no hablar del fiasco de la inteligencia policial, del desprestigio del rol del SII y del Ministerio Público en materia de persecución del financiamiento ilegal de la política, los enormes fraudes en Carabineros y el Ejército y, antes, en la Marina y la Fuerza Aérea, cuya constante es el uso arbitrario del poder para defender a los propios o para salvar a la elite política a la que se pertenece.

Esta será una de las pesadas herencias que dejará el bacheletismo sobre el Estado chileno, aunque sean prácticas que vengan de más atrás o abarquen a otros poderes institucionales. Costará años y esfuerzos restituir la capacidad estatal dañada o bien reforzarla donde siempre ha sido débil. Desgraciadamente el récord del primer Gobierno de Piñera, con el cohecho de ministros y subsecretarios y sus despidos y contrataciones clientelares, no augura un buen futuro inmediato en la materia.

La consolidación de una centroizquierda bonapartista

Tal como lo describimos con Teo Valenzuela en el artículo “Chile, un siglo de pugna por la democratización de las regiones. Representación minimizada y centralismo transversal” (publicado en la Revista del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquía), alguna vez la centroizquierda chilena tuvo una fuerte expresión comunalista y local, como tan bien lo representaron Luis Emilio Recabarren y algunas vertientes del socialismo regionalista.

Es verdad que en una nación donde su oligarquía criolla consolidó un modelo político muy violento, “presicentralista” y autoritario, que la historiografía conservadora caracterizó como portaliano, resultaba difícil históricamente para las emergentes fuerzas políticas revolucionarias y reformistas, desde la Sociedad de la Igualdad en adelante, abstraerse del peso de la “larga noche”.

Pero también es cierto que, a la luz de la evidencia empírica, resulta incomprensible que desde el PC, el PS, con posterioridad el PDC de Frei Montalva, y me atrevería a plantear hoy también el Frente Amplio, en tanto referentes que emergieron a la acción pública como fuerzas renovadoras que aspiraban a la transformación política, económica y social del país, en su trayecto terminaron consolidando un bonapartismo de centroizquierda que diseña e implementa políticas públicas con impacto en las regiones y los territorios predominantemente desde arriba y desde el centro y por supuestos “iluminados” y sus acólitos.

Esa centroizquierda que no quiere ceder poder a los territorios –y que tampoco quiere dotar al Estado de capacidades redistributivas de envergadura para que ese poder territorial sea real y equitativo– se expresó muy bien en el debate en torno a la elección del gobernador regional.

Confluyeron en una misma opinión senadores centralistas y clientelistas desde la UDI hasta el PPD-PS, es decir, una suerte de piñerismo-laguismo. Sus máximas expresiones en regiones han sido “los intendentes-delegados” del parlamentario de la coalición oficialista más influyente, que no deciden, que no opinan, que no lideran, sino que solo están para repartir el escaso presupuesto fiscal regional según los designios de quien los instaló allí. Las administraciones bacheletistas se encargaron de dejar para mucho después de su fin la históricamente inevitable elección del gobernador regional.

Otra expresión risible de ese bonapartismo ha sido la figura del “delegado presidencial”, vale decir, la intervención sin escrúpulos de las autonomías administrativas de las regiones, siendo la arista mapuche su máxima expresión.

Es cierto que tal fenómeno se reproduce en la derecha, que es en realidad en donde se origina, pero allí es natural en tanto es la heredera política del portalianismo montt-varista. Pero los que se supone defienden a los oprimidos y buscan la igualdad y equidad a través del cambio y la reforma, y para los que la búsqueda de la cohesión territorial debiera ser también su propósito, tendrían que aspirar a construir un modelo político distinto al del mundo conservador y no reproducir la ancestral herencia autoritaria de la hacienda.

Reitero: el debate en torno a la instalación de la figura del gobernador regional electo mostró todas las contradicciones que tiene la centroizquierda sobre este punto. La implementación de la elección de los gobernadores y la definición de sus candidatos, nos evidenciará si ella ha cambiado algo o si sigue siendo la izquierda bonapartista que se ha amoldado a la herencia conservadora del régimen portaliano en detrimento de la democracia local.

Epílogo

Hay un viejo adagio popular que nos enseñaron desde pequeños y que ironiza cuando toca asumir responsabilidades: “Otra cosa es con guitarra”. Según el prisma con que se mire la era Bachelet, en especial su segunda administración, pasará a la historia como la primera de un nuevo ciclo político o la última del antiguo régimen.

Desde la primera perspectiva, se subrayará la implementación de reformas –educación, relaciones laborales, derechos reproductivos, regionalización y sistema electoral– que marcan un punto de inflexión respecto de lo obrado por la coalición de centroizquierda durante la transición, que no contaba con mayorías parlamentarias.

Desde una segunda óptica, el balance será el de un liderazgo que quedó “al debe” respecto de lo que prometió en el discurso de El Bosque y que luego plasmó en su programa de Gobierno y el que, por la propia incoherencia de la coalición gobernante y luego por el estallido de los casos de corrupción y tráfico de influencias, llevaron a la impopularidad de la Presidenta y a que esta se dejara llevar por la parálisis de la maquinaria gubernamental provocada por sus adversarios internos y detuviera el ímpetu de sus reformas.

El legado de Bachelet y la percepción de sus gobiernos, deambulará por un largo tiempo entre una leyenda rosa y una leyenda negra. Lo que no quedará en discusión será que la herencia político-cultural de ella y de la generación que la acompañó en su Gobierno y sus prácticas políticas, le llevará a la izquierda años sacudírsela.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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