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Chuquicamata Opinión

Chuquicamata


Las oficinas de Chuquicamata están en Calama, ciudad-dormitorio de trabajadores residentes, cada vez menos, y trashumantes ligados a la industria. De estética precaria y poco glamour, -no ha recibido compensaciones suficientes por las riquezas que sacan de sus entrañas- se llega allí desde Santiago en menos de dos horas, en vuelos sin escalas. Trabajadores, ejecutivos y contratistas en jornadas excepcionales -que les facilitan vivir en la capital y otras ciudades del centro-, copan los aviones para aterrizar en una urbe que conserva aires del pasado, aunque la empiezan a poblar torres de dudoso gusto. Proveedores, consultores y buhoneros de cuello y corbata, fauna variopinta que merodea la minería, son parte del paisaje del aeropuerto y los hoteles locales. También extranjeros que vienen de lugares lejanos a explorar el Valle de la Luna, San Pedro, volcanes, geiseres, belleza salvaje, a veces intocada.

Desde el aire, se puede observar la grandeza industrial de Chuquicamata, porque el campamento de la época de los gringos hace años no existe más, salvo algunos lugares de culto. En la memoria perviven pulperías, escuelas, estadios, casinos, “Chilex” exclusivo para la élite, el teatro y un regimiento en el corazón del mineral. Durante gran parte de su historia, la mina a rajo abierto más grande del mundo, tuvo hospital, cementerio, templos e iglesias, curas y pastores y los trabajadores se acostumbraron a ese modo de vida. Pero esa realidad fue mutando, progresivamente. Se fueron los gringos; cerraron las pulperías y actividades periféricas al negocio principal y pronto se tercerizarían otras.

El llamado de alerta más duro ocurrió cuando la zona industrial empezó a tragarse el campamento y el hospital Roy H. Glover quedó sepultado por toneladas de lastre y, con ello, parte importante de la historia personal y colectiva de la gente. Y entonces los “viejos”  y sus familias supieron que la vida de campamento se terminaba y bajaron a Calama o, si estaban en etapa de retiro, a vivir en sus tierras de origen o ciudades donde éste les fuera más amable. En la mudanza, además de lo obvio, recuerdos de amores legales y clandestinos; de bailes y olimpíadas; de luchas sindicales y políticas; de marchas por el desierto exigiendo democracia; de amistades crecidas al calor y al frío de la pampa; lo material e inmaterial acumulado a lo largo de sus vidas, menos los antepasados que vinieron, trabajaron y se quedaron para siempre en el cementerio del mineral.

Chuquicamata, hoy, rodeada de faenas de data reciente, públicas y privadas, con el rajo cada vez más profundo, los botaderos cada vez más lejanos y la ley del mineral más baja, no tiene alternativa:  debe seguir mutando….. o muere. Por ello, se transforma en subterránea, única manera de seguir produciendo en condiciones de competir en el mercado. Kilómetros infinitos de túneles dan cuenta de ello, antesala de otros cambios en la estructura productiva, en la incorporación de hombres y mujeres con nuevas competencias y, tal vez, un marco contractual distinto del actual para regular la convivencia entre empresa y trabajadores. Construir una Chuquicamata sostenible integralmente es el nuevo desafío de Codelco.

[cita tipo=»destaque»]Chuquicamata, hoy, rodeada de faenas de data reciente, públicas y privadas, con el rajo cada vez más profundo, los botaderos cada vez más lejanos y la ley del mineral más baja, no tiene alternativa:  debe seguir mutando….. o muere. Por ello, se transforma en subterránea, única manera de seguir produciendo en condiciones de competir en el mercado. Kilómetros infinitos de túneles dan cuenta de ello, antesala de otros cambios en la estructura productiva, en la incorporación de hombres y mujeres con nuevas competencias y, tal vez, un marco contractual distinto del actual para regular la convivencia entre empresa y trabajadores. Construir una Chuquicamata sostenible integralmente es el nuevo desafío de Codelco.[/cita]

Para alcanzar el objetivo, viven una revolución. Se trata de armar un mundo nuevo que rescate la historia, la honre y rinda tributo, pero, al mismo tiempo, sea capaz de sepultar los atavismos y formas de hacer gestión, ayer de punta; hoy prescindibles. Hay avances y retrocesos, principalmente por diferencias de los responsables del proceso con los “viejos” y sus dirigentes. Unos buscan acelerar el paso y los otros ralentizan la construcción del futuro, a menos que el mineral se haga cargo de reconvertir y reubicar a trabajadores actuales o acuerden planes de egresos con beneficios pre y post finiquitos.

Los trabajadores conocen la verdad y les duele, más aún, cuando los empleos directos de la minería – no obstante el crecimiento del sector- no están a la vuelta de la esquina y ésta, además, demanda nuevos talentos y conocimientos de punta, (la minería “de pico y pala”, de bajas competencias, hace años que murió).  Y, como si nada ocurriera, también hay “viejos” incrédulos que mantienen vivo el cuento de sus antepasados: “damos una patada al cerro y sigue saliendo cobre”. Otros tiempos,  de riqueza de nunca acabar, que se transformó en una cultura que impregnó a esas generaciones y a sus herederos. Una mirada, construida artificialmente en tiempos de bonanza y paternalismos, que hablaba de una Chuquicamata eterna.

Hoy, “los viejos” viven una realidad dramática y el futuro les resulta amenazador.  Para defenderse, se aferran a la historia, a su épica, defienden el contrato colectivo, “el Libro”, aunque algunas normas pequen de obsolescencia o sean inviables en el nuevo paradigma. Les resulta duro el nuevo escenario: los amenaza la adaptabilidad y flexibilidad para enfrentar el mundo que viene, con automatización, robótica, digitalización, camiones autónomos y tercerización de actividades ajenas al corazón del negocio, entre otras medidas posibles.

Pero no se trata de estigmatizar a nadie. Los refractarios merecen respeto y necesitan ser convencidos, -dentro de plazos razonables- no solo porque perderán buenas “pegas”, sino,  además, porque son hijos, nietos y bisnietos de los que ayer, junto con extraer el cobre para los gringos y luego para el Estado de Chile, construyeron -con pliegos de peticiones y huelgas- su propio estado de bienestar que, más tarde, inspiraría leyes para el resto de los asalariados criollos. Son los mismos que lucharon por la nacionalización del cobre; que apoyaron al Presidente Allende, aunque algunos, más tarde, le volvieran la espalda; son los mismos trabajadores que en 1983 se alzaron demandando democracia y recibieron apoyo de la mayoría de los chilenos. Son los mismos que han mantenido productivo al mineral por un centenar de años.

Y los dirigentes, desde su trinchera, ven que se reducirá la plantilla, perderán afiliados, financiamiento y protagonismo. Para colmo de males, lejos de concentrar esfuerzos para una interlocución potente, crean nuevas organizaciones o se desgastan en peleas de nunca acabar. Y, aun así, conocedores de los sentimientos de la gente, intentan poner freno a la celeridad de los cambios, a la construcción del nuevo orden. Y reaccionan, bien que lo hagan, aunque a veces, con discursos fuera de tiempo.

El diálogo y la búsqueda de consensos con los ejecutivos que ejecutan el mandato de Codelco y, por ende, de todos los chilenos, debiera ser la respuesta. Sería una negociación inédita y desafiante: armar un mundo distinto y esperanzador para una Chuquicamata con más de cien años de historia. Pero si no hay disposición a avanzar de manera conjunta, no es de extrañar, que las medidas se adopten – finalmente- de manera unilateral.

Cuando se observa el panorama del norte, vuelven a la memoria las medidas adoptadas en el gobierno del Presidente Aylwin. Las minas de carbón de la cuenca del Bío Bío, de Lota y Coronel,  por no adaptarse a los nuevos escenarios de costos y precios, perdieron viabilidad. Y, en plena democracia, con dolor, hubo que dar la última paletada y poner un candado por fuera, con posibilidad cero que se vuelvan a abrir.

Ello no debiera ocurrir en Chuquicamata. Las partes están a tiempo para avanzar con prontitud a una solución satisfactoria para Chile y los chilenos, finalmente, los dueños del mineral.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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