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Desencuentros del Estado moderno en Chile: Las tristes continuidades entre el “Día de la Raza” y el “Día del Encuentro” Opinión

Desencuentros del Estado moderno en Chile: Las tristes continuidades entre el “Día de la Raza” y el “Día del Encuentro”

No es tan confusa como triste la actual reafirmación del Día de la Raza en enclaves conservadores de la sociedad chilena (valga de muestra el calendario de la Pontificia Universidad Católica de Chile), sectores que largamente han encontrado en la reivindicación de una supuesta filiación europea la justificación de su privilegio.


Probablemente no pocos nos hayamos sentido confundidos, luego de haber entendido a punta de ilustrativos y catastróficos ejemplos de las guerras del siglo XX, la ineluctable carga negativa que la noción de “raza” comporta, ante la denominación oficial que por décadas tuvo la conmemoración del 12 de octubre: el Día de la Raza. Bastante tiempo hubo de pasar entre las barbaries que desacreditaron ese concepto (y otros tantos) y que se dejase de conmemorar ese día como una celebración de la raza imaginada como un mestizaje de origen y jerarquía ibérica. Por ello, no es tan confusa como triste la actual reafirmación del Día de la Raza en enclaves conservadores de la sociedad chilena (valga de muestra el calendario de la Pontificia Universidad Católica de Chile), sectores que largamente han encontrado en la reivindicación de una supuesta filiación europea la justificación de su privilegio.

Igualmente inquietante nos parece reparar en que, en la pretendida neutralidad de la omisión de cualquier calificativo junto a la palabra raza, pudiera albergarse la determinación de otras categorías colectivas: desde la del “roto chileno” promovido por Nicolás Palacios en su Raza Chilena, pasando por la “raza cósmica” del mexicano José Vasconcelos, hasta dibujar una posible salida liberal, exenta de graves consideraciones y de justas reparaciones, para convertir el acontecimiento que el Día de la Raza celebra en un cándido escenario donde las diversas colectividades convergen. Es esto lo que acontece cuando, acaso imaginando que al dejar de referir a la “raza” habrían de desaparecer las actuales formas de racismo en Chile, en la esfera oficial deja de utilizarse tal denominación, algo incómoda para las nuevas jergas de la globalización neoliberal.

Enmarcado en esa semántica progresista e inclusiva, el Estado chileno ha modificado el nombre de la festividad en cuestión al de “Día del Encuentro de Dos Mundos”, en un gesto que coincide, a la vez que modera, con la necesidad de resemantizar acontecida en países vecinos (pensemos en el Día de la Descolonización en el Estado Plurinacional de Bolivia o en el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad en Ecuador). En el caso chileno, sin embargo, ese particular desplazamientomantiene una continuidad sintomática de la idea de progreso que suponen los discursos nacionales que se autoconciben como progresistas. A saber, la consideración de que existe ya una unidad, formada de modo no violento, de la que todos seríamos parte. Si la denominación de Día de la Raza supone una unidad formada por un solo pueblo que emerge tras la invasión colonial, la del Encuentro de Dos Mundos no solo anula la violencia de la colonización bajo un eufemismo que surge de la retórica del “Encuentro entre culturas”, sino que además da a entender que realmente hubo un encuentro, que ese “dos” (que, por cierto, que eran mucho más que dos) se ha transformado en el Uno que hoy podemos celebrar.

Esta cuestión, que pareciera no ser más -ni menos- que una deriva terminológica, resulta importante en tanto síntoma de un orden político que simultáneamente construye la abstracción de su unidad mientras reprime a varias de las partes que, supuestamente, conforman ese todo. Es evidente que la situación actual en Wallmapu es la más conocida al respecto, pero dista de ser la única. Baste recordar los trámites que recientemente representantes Rapa Nui han iniciado ante la ONU para un reconocimiento político que permita su eventual autonomía, cuestionando la histórica posición colonial que ha tenido el Estado chileno con la isla; la emergencia de demandas específicamente Diaguitas en zonas mineras estratégicas, donde los términos de la resistencia a los megaproyectos ponen en entredicho cualquier negociación que soslaye la singularidad de su pertenencia comunitaria; o la urgente instalación del sujeto afrodescendiente en Chile, una que viene a carcomer ese discurso hegemónico y trasnochado que imagina un país blanqueado; por no mencionar más que un puñado de casos decisivos a los que habría de sumarse, por cierto, la aparición de nuevas minorías migrantes.

Y es que la construcción histórica de la nación chilena -que, claro está, tampoco en esto parece una excepción en Latinoamérica- se ha desarrollado gracias a la negación de grupos, prácticas y saberes que no se dejan enmarcar del todo en sus estrechos márgenes políticos y culturales. Ya sea negando la diferencia desde la concepción unitaria de la raza, o bien considerando su dialógico encuentro como una cuestión de diversidad cultural, en ambos casos se deniega lo que constituye el orden nacional: la imposición política, irreductible a cualquier negociación o reconocimiento que se conciba como meramente cultural, de los Estados nacionales por sobre los grupos cuya supuesta integración hoy se celebra.

Hace sentido entonces ese reclamo furioso que cada primavera -en los alrededores del 18 de septiembre y como antesala del 12 de octubre- se cuela entre bullentes clamores patrióticos: “¡los mapuche no somos el folclor de Chile!”. Contra toda consideración que señalase a aquel o a otro grupo como “nuestros” pueblos originarios, resulta necesario cuestionar ese “nosotros” nacional que se apropia, en el discurso, de quienes ha sometido -política, económica y culturalmente- en la práctica. Así reza, con lucidez, una declaración de la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas, que insiste en que no son ellos “complemento del paisaje”.

Evidentemente, no es tarea de quienes aquí escribimos la de proponer cuál habría de ser la solución a tales tensiones. Hacerlo sería replicar la violencia fundacional que supone creer que somos nosotros quienes podríamos saber, por situar el ejemplo más conocido de las demandas recientes, en qué formas institucionales habrían de traducirse las demandas de autonomía mapuche. Antes bien, nos interesa recalcar que tales procesos han de entenderse más allá de la actual jerga culturalista que concibe los pueblos como entidades ya dadas que pueden o no dialogar, y pensarse desde la política como forma de invención de los pueblos. Esto es, en los procesos, necesariamente incompletos, de construcción de fronteras que siempre pueden volver a disputarse.

En ese sentido, las actuales disputas por los límites del Estado nacional chileno resultan cruciales para notar las tensiones históricas de la conformación del orden social en Chile, así como la permanente estrategia de negación del “otro”, e imaginar otras formas posibles de organización. Esto no significa desconocer la urgencia política de las demandas por el reconocimiento institucional, formuladas a menudo en términos de “naciones” y, a veces, de anhelados Estados “plurinacionales”. Todo lo contrario, porque pueden montarse y desmontarse, en las luchas históricas, distintas colectividades, es que pueden emerger tales políticas. Estas demandas hoy muestran las constitutivas fisuras del país en el que nos han enseñado a creer, como una colectividad ya completa, desde antes de nuestra memoria. Y es que seguir pensando la nación chilena (o cualquier otra) como un pueblo ya existente, y no como un pueblo que falta, no solo replica la lógica nacionalista. Además, y esto es crucial para toda política presente y por venir, cierra la chance de un futuro en el que pueda construirse otra convivencia que, más allá de toda figura de la raza o del encuentro, no suponga de antemano una u otra forma de vida como la propia del orden político en el que habremos de vivir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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